PATRIMONIO Y PAISAJE

537 LA ESCULTURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX



 ESCULTORA ESPAÑOLA del siglo XIX

La escultura española del siglo XIX se corresponde con tres momentos históricos diferentes. El reinado de Fernando VII coincide con el Neoclasicismo, el de Isabel II con el Romanticismo y la Restauración alfonsina, en el último tercio de siglo, con las nuevas tendencias realistas o naturalistas.


Neoclasicismo


El siglo XIX se inicia con el movimiento neoclásico procedente del siglo anterior. Se produce la decadencia de la escultura religiosa y cobra importancia la escultura como elemento decorativo de la arquitectura. Su gran mecenas será la realeza que con la construcción de sus nuevos palacios o la reforma de los existentes hacen necesario que se establezca la plaza de escultor de cámara.

Las Academias serán las encargadas de la formación de los jóvenes artistas y las que establecen concursos y becas de estudio en Madrid, Roma o París. Se impone la rigidez académica que exige la imitación de la Antigüedad. El resultado es una estatua fría, que no comunica nada más que unas poses y unas medidas.

Encontramos dos focos artísticos. Por un lado, Madrid, a la que acudían los artistas de otras regiones por su carácter de capital y Barcelona, donde se crea la Escuela de la Lonja que fue un importante centro de formación académica.
José Ginés (1768-1823)

Supone el fin de la escultura del siglo XVIII, ya que a pesar de su formación barroquista es sorprendentemente clasicista.
El grupo de La matanza de los inocentes del llamado Nacimiento del Príncipe, tiene mucho de tradición barroca aunque posee cierto academicismo. Sus figuras representan a soldados arrebatando niños de los brazos de sus madres, mujeres agrupadas para defender a sus criaturas, una madre desesperada poniendo el pecho a su hijo muerto, etc.

La Venus con el niño Cupido tapa su desnudo con un paño del que tira, sonriente, el niño Cupido. Se observa un modelado de gran pureza y clasicismo.

José Álvarez Cubero (1768-1867)

Es la gran figura del neoclasicismo español. Fue escultor de cámara con Fernando VII ocupando la vacante de Ginés.

La obra cumbre de su madurez es La defensa de Zaragoza, que se inspira en un episodio de los sitios. Un joven guerrero que ve caer a su padre herido y acude en su auxilio enfrentándose al enemigo hasta que es atravesado por una lanza.

En los temas de la antigüedad es donde consigue sus mayores creaciones. Apolino, Hércules luchando contra el León, Joven cisne o El amor dormido.

Otros escultores cortesanos fueron Pedro Hermoso, Ramón Barba y Valeriano Salvatierra.

Antonio Solá con el Monumento a Daoiz y Velarde en la plaza del Dos de Mayo de Madrid y Damián Campeny son los más representativos de la escultura neoclásica en Cataluña.

Campeny

No sólo fue neoclásico en los temas, sino también en el tratamiento y la elección de los materiales.

Lucrecia muerta es su obra maestra. El cuerpo desplomado en la silla resbala blandamente, la cabeza cae inerte hacia un lado y las ropas se ciñen al cuerpo dejando ver el pecho, en el que se percibe la herida de un puñal. Se desprende de la figura una emoción suave, casi plácida, sin rastro de la frialdad típica de la antigüedad.

Romanticismo

 eL corto periodo romántico en escultura responde a encargos oficiales para embellecer edificios o erigir monumentos conmemorativos. A diferencia de lo que sucede en pintura, se caracteriza por la falta de carácter y la desorientación. Es una época de transición, que alterna elementos clasicistas con otros criterios que desembocarán en un nuevo realismo.

La corte deja de ocuparse de la escultura, a Isabel II no le interesa demasiado el arte y se suprimen los pintores de cámara. A partir de 1845 la Academia deja de dirigir la enseñanza artística y se crea la Escuela de Bellas Artes. Las Exposiciones Universales sustituirán los premios y pensiones de la Academia.
Ponciano Ponzano

Sus mejores obras son los relieves Hércules y Diomenes y La Virgen con su hijo en los brazos.

Su San Jerónimo aparece reclinado sobre una roca y alza el rostro al escuchar la trompeta del juicio, mientras a su lado aparece un león que dormita. El modelado es perfecto y la tensión interna que hace vibrar la figura sin agitarse, contrasta con la calma del animal.


José Gragera (1818-1897)

Es la representación más clara del romanticismo en nuestro país. Su monumento a Juan Álvarez Mendizábal, inicia un nuevo estilo de estatua que abandona las togas y las cabezas a la romana, para cuidar del parecido con el representado. Lo dota de ropa moderna, no estilizada y tratada con sobriedad.
Su otra gran obra es el Don Simón de Rojas Clemente.

Realismo

Lo entendemos como la inspiración directa en la realidad que nos rodea.
Los escultores que en el último tercio del siglo XIX asimilaron la corriente naturalista son más abundantes.

Ricardo Bellver (1845-1924)

Es el autor del Ángel Caído, monumento que se encuentra en el Parque del Retiro de Madrid. Es un hermoso desnudo juvenil que representa al diablo. Se encuentra sobre un tronco seco, con sus grandes alas abiertas y una serpiente enrollada en el cuello. Su rostro se crispa como grito desesperado mientras con la mano intenta librarse del rayo que lo derriba. Bellver supo ser muy cuidadoso y expresivo sin caer en detallismos excesivos.
Ángel Caído, de Ricardo Bellver


La evolución realista irá derivando en un naturalismo detallista y minucioso. Se copia del natural, sin dejar espacio a la imaginación, llegando a caer veces en lo desagradable y repelente o en la sensiblería. Todo esto conducirá al movimiento fin de siglo conocido como Modernismo.
Mariano Benlliure (1862-1947)


Estatua a Jacinto Ruiz, de Mariano Benlliure

Puede ser considerado como el puente con el Modernismo.

Una de sus esculturas decorativas más modernistas es el grupo alegórico que corona el edificio de La Unión y el Fénix.

Entre sus monumentos destaca la estatua ecuestre del General Martínez Campos. Una estatua antiheroica, de realismo casi fotográfico. El jinete cabalga pesadamente, con el capote abrochado al cuello y flotando sobre sus hombros, mientras el caballo, que ha detenido su marcha, vuelve la cabeza para rascarse.











La renovación escultórica del siglo XIX:

 Rodìn

El Impresionismo era un movimiento fundamentalmente pictórico, pero ejerció en las décadas
finales de siglo una influencia profunda en la música, la literatura y la escu ltura. En principio no
parecía la escultura el procedimiento idóneo para representar los cambios constantes de luz en la naturaleza. No obstante algunos maestros supieron introducir juegos lumínicos en sus esculturas mediante una renovación de sus técnicas y de entre todos ellos sobresale Augusto Rodin


La personalidad de Rodin desborda los límites del impresionismo. Su obra fue rechazada por sus contemporáneos a excepción del Beso que disfrutó de aceptación popular. Fue en un viaje
que realizó a Bruselas en 1871 cuando descubre los efectos del Barroco Flamenco, la vida que bulle en las obras de Rubens. En 1875 viajó a Italia y quedó seducido por el sentimiento de "terribili
tá" de Miguel Ángel.
A partir de entonces su arte rompió con todos los cánones académicos. Gozó del favor de los crí
ticos e incluso del arte oficial ya que realizó varios encargos para el Estado, sin embargo, el gran público no entendió su arte y se burlaban de sus obras. En esta segunda fase se
incluyen obras como El beso y El pensador donde el deterioro de las anatomías anuncia las deformaciones del Expresionismo.
El principal componente en la escu ltura de Rodín es el movimiento y después la luz. En él se funde
una técnica impresionista que, con la rugosidad de las superficies y la multiplicación de planos causada por el movimiento, obtiene efectos de luz cam biante. En El pensador se refleja
notablemente su influenc ia Miguelangelesca.

E. Valdearcos, “La escultura contemporánea”,Clío 34, 2008. http://clio.red iris.es. 
 PARA SABER MÁS, VER:
 Auguste Rodin: el Pensador o los Ciudadanos de Calais
Escultura s. XIX. A. Rodin 






 ESPAÑA: LA ESCULTURA DEL SIGLO XIX.




LA ENSEÑANZA DESDE LA ACADEMIA Y LAS CONDICIONES DE LOS ARTISTAS
 
La escultura del siglo XIX muestra, a lo largo de su desarrollo, influencias de campos cercanos y lejanos en el tiempo. Desde la herencia ideológica y formal del siglo XVIII a los intereses historicistas del último tercio del siglo, pasando por la recuperación mitológica que se hace notar en los primeros años decimonónicos, la escultura del XIX, aun no siendo la más relevante de la historia del arte español, es fiel reflejo de los avatares sociales, políticos y económicos del periodo. No hay que olvidar la evolución que ha venido experimentando el papel del escultor en siglos anteriores para comprender cómo la dimensión estética se acopla a las necesidades más cotidianas de los creadores.
Durante los siglos XVII y XVIII los artistas habían reivindicado un papel que sublimara el mero estatus social de artesano. Rechazaban que se les considerara meramente unos trabajadores manuales, y lucharon  por que el público captara una dimensión trascendente en su trabajo. Más allá de cualquier manufactura, argüían que era necesaria una inteligencia especialmente desarrollada para ejecutar una obra de arte. Partían del supuesto de que su consideración social conduciría a que fueran dignos de un mayor respeto. De ahí que numerosos artistas se desligaran de posicionamientos como los de Bernini o Miguel Ángel, que acentuaban la importancia de la materia, para imbuirse de pensamientos muy intelectuales. Era la inteligencia la que creaba, y la posterior realización artística (que evidentemente era una huella de una reflexión inteligente) se limitaba a ser un acto manual.
Esta dimensión intelectual en la creación artística ya se exponía en el siglo XVIII en la Enciclopedia. Al artista se le definía por una excelencia mecánica en la que se supone inteligencia. Además, esta inteligencia sería definitoria para distinguir entre un artista y un artesano. Entender de este modo la faceta artística era revolucionario para una época en la que aún los artistas estaban luchando por un mayor prestigio social. En este sentido, la Enciclopedia facilitó el camino para esa mejora de condiciones de vida y trabajo de los artistas.
En el mundo neoclásico, la escultura nos da nociones acerca de cómo puede el artista ejercer su arte alejándose de la materia. Desde la misma Academia se insiste en una formación de talante humanístico. Se propugna la idea de que el trabajo manual es indigno. El desprecio a los procesos materiales llevaría, a la larga, a un deterioro en la calidad de las obras esculpidas. Pero no adelantemos acontecimientos. En la Academia se defiende la idea de que la escultura se halla en el intelecto. La pieza se levanta en arcilla y se olvida: ya tiene sentido por sí misma, no hace falta pasarla a un material más perdurable, o al menos, no es el artista el que ha de pasarla a bronce o a mármol. Serán el cantero, el marmolista o el broncista los encargados de este aspecto final de la obra. Desde la Academia, se propicia que el escultor no esculpa, sino que lea a Homero y a otros clásicos. La música y –especialmente- la literatura serán las encargadas de atraer la inspiración mientras el escultor ejecuta su trabajo. Señeros escultores españoles o foráneos se suman de un modo activo a esta forma de crear. Thorvaldsen se acompañará de la música de la flauta o del mismo Mendelssohn, que toca el piano mientras él trabaja sus bajorrelieves. En el taller de Antonio Canova se leen obras clásicas a la vez que el italiano modela el barro. A pesar de ser un escultor ampliamente imitado en la corriente neoclásica, Canova  tampoco esculpe. Más cercano a nosotros, Antonio Solá, un destacado escultor y director de los artistas españoles pensionados en Roma, utiliza su casa como centro de reuniones nocturnas para recibir a sus alumnos y leerles a Plinio o a Winckelmann.
Los escritos de Winckelmann son un documento esencial para comprender la estética neoclásica. Las clases burguesas, los intelectuales, los artistas y los políticos constituyeron el público de Winckelmann, y su influencia en la estética sería intensa y larga en el tiempo. La popularización de sus preceptos  haría que la escultura adquiriera en la sociedad un poder que con anterioridad no había ostentado. A través del volumen se plasmaría la literatura, la historia, los valores tradicionales o la mitología. Las grandes ideas estaban reñidas con una plasmación escultórica amable o anecdótica que presentara lo intrascendente. Pero de este modo, con la perspectiva de los tiempos, podemos comprobar que también se pudo perder en numerosas obras la espontaneidad y la frescura. Demasiada perfección, demasiada disciplina, conducen hoy a unas percepciones estéticas que rondan lo estereotipado y lo gélido.
También  fue la Enciclopedia la que sirvió de empuje para que se abrieran las puertas a otras renovaciones de rango artístico. Si la inteligencia era un aspecto fundamental en la creación, era necesario que el artista comprendiera el pasado y el presente, el desarrollo y la esencia de la historia, y que consiguiera tener una profunda formación humanista de la que de algún modo se verían afectadas sus obras. Esto concernía especialmente a la escultura. El conocimiento histórico se unía a una dimensión moral, ya que la perpetuación escultórica de un personaje ilustre, tal como afirmaba Falconet en la Enciclopedia, nos hacía tener más cerca sus valores entre nosotros. Esta perspectiva didáctica y moralizante hace que la escultura  tenga una repercusión moral y pueda ser manejada como un arma de poder, que a fin de cuentas es lo que en gran parte hizo la Academia.
 La Academia promueve ese espíritu moralizante del arte, aplica severidad y disciplina a su enseñanza, y dignifica el papel trascendente del artista. Pero estas prerrogativas chocan muy pronto con la realidad. En España, demasiado a menudo la dignidad propiciada por la Academia era más un escaparate  que una realidad: la endémica escasez de medios, la falta de talleres para los artistas, incluso la miseria, hacían de la Academia una institución en la que se producían no sólo luchas de poder sino verdaderas batallas por la supervivencia. En esta situación no era extraño que la falta de respeto por la obra ajena fuera moneda corriente.
El universo de las formas con respecto a su plasmación escultórica fue en el periodo que nos ocupa precisamente eso, un universo de las formas, porque poca importancia se le daba a la materia. Artistas de primera fila de la época, como Antonio Solá, revelarán sin pudor que es igual trabajar un mármol de mayor o menor calidad. La Academia terminó enseñando tanto desprecio por el lenguaje de los materiales que los artistas formados en ella crearían en ese mismo código y, por tanto, no verían más que líneas en la escultura. Las vibraciones que los materiales provocan en las superficies escultóricas eran tan tomadas a la ligera que algunas obras relevantes, como el Daoíz y Velarde de Antonio Solá o la Defensa de Zaragoza de Álvarez Cubero, adolecen de un material ingrato y contraproducente para la percepción estética. El espectador es atraído por la calidad de formas de estas magníficas piezas, mientras que sus superficies hacen que se separe de ellas. Los grandes ideales plasmados en volúmenes terminan por no aprovechar las calidades vibrantes y palpitantes que los materiales pueden aportarles. La percepción estética termina quedándose en la mitad de lo que la pieza podría ofrecer.
Evidentemente, hay grandes obras en el primer tercio de siglo que enriquecen la mediocridad de la que estamos hablando. Pero cuando un artista despunta, lo hace dentro de un contexto artístico bastante homogéneo. El neoclásico ofrece una estética universalista. Muchos países se ven afectados por ella. De hecho, en el contexto español la afiliación a los preceptos neoclásicos resulta más patente que las referencias al mundo autóctono del artista. La homogeneidad del estilo en distintos países trae como contrapartida  la eliminación parcial o total de la impronta nacional. En el momento en que el sentido de la norma puede con la palpitación de las formas y la materia, nos encontramos con obras mediocres. De ahí que, como afirma Mª Jesús Quesada, si Canova es magistral es porque para él la norma es un medio, y no un fin. Las obras más destacadas dentro de nuestras fronteras provendrán de las enseñanzas del último barroco, que sí que conocía las vibraciones de la materia y la potencia de las formas. Su adaptación al pensamiento neoclásico, su homogeneización artística, no invalida su calidad dentro de esta estética clasicista.  Pero esta situación que se da en el primer tercio de siglo, se empezará a deteriorar cuando se repitan estereotipos y se llegue a la mímesis de la estatuaria grecolatina sin aportar nuevos lenguajes formales. Los desnudos sólo serán concebibles desde la perspectiva clásica y de este modo la dictadura de las formas llevada a cabo desde la Academia terminaría cercenando el crecimiento de una estatuaria que se afiliaba a intereses naturalistas. En el momento en que la armonía perfecta del clasicismo pudiera alterarse, en la ocasión en que pudiera entreverse que la norma se rompía, o que la naturaleza no se idealizaba, nació el miedo que llevó a la mediocridad. Estas circunstancias afectan especialmente a las dos generaciones de escultores que protagonizan los primeros años del siglo XIX. La primera generación, que recibió sus enseñanzas en talleres tradicionales en el siglo XVIII, tiene a su favor un aprendizaje matérico férreo. Esto, unido a su capacidad de adaptación a los nuevos pensamientos neoclásicos, ocasiona la génesis obras de gran belleza pero, sobre todo, sentida. Artistas fundamentales como Canova y sus contemporáneos se encuentran en esta beneficiosa situación. Canova y Thorvaldsen siguen la idea de que el trabajo material es vil, pero ellos han tenido un aprendizaje profundo y son capaces de terminar sus esculturas una vez que los obreros han realizado el moldeado y el sacado de puntos. Ocurre lo mismo con los principales escultores españoles de la época fernandina. Juan Adán, Campeny, o Álvarez Cubero aportan a la escultura la vitalidad y la fuerza que ellos habían aprendido trabajando con los materiales en su juventud.
En cambio, a la segunda generación de escultores le afectará especialmente que no hayan sido acogidos por la estructura de los talleres  y que  se hayan formado en el entorno de la academia, con aquel característico desprecio al material. Lo más habitual es que su enseñanza se haya debido a la actividad de centros como la Academia de San Fernando en Madrid o la Lonja en Barcelona. Seguidamente, reciben una pensión para completar su formación en Roma. El deterioro progresivo de la enseñanza práctica en la Academia se traduce en que la verdadera formación escultórica de los pensionados se genera en Italia. Los artistas son enviados de España a Italia cuando aún son muy jóvenes y tienen una práctica muy limitada de la escultura. La diferencia con los artistas formados en el siglo anterior es notable. Tienen problemas de base insuficiente en el conocimiento técnico, casi como si se tratara de aficionados: armazones mal construidos, barro resquebrajado, etc.
A su vuelta de Italia el objetivo suele ser el de conseguir puestos oficiales, como escultores de cámara en la corte o como directores o tenientes directores de la Academia. La competitividad que se establece entre los artistas a menudo va en detrimento del mismo quehacer creativo, y son tenidas más en cuenta las cualidades políticas y los contactos que la calidad de la obra. Este contexto explica que en muchas ocasiones los pensionados en Roma prefirieran prorrogar su pensión y no volver a España. De este modo, hay un nutrido grupo de obras debidas a españoles que se realizan en el extranjero, o personajes ilustres de la escultura que vuelven a España sólo para morir, como Álvarez Cubero, o no regresan nunca, como Antonio Solá.
En las luchas de pasillo que se desarrollan en el panorama escultórico de España, pocos artistas consiguen el favor del rey. Entre 1808 y 1833, periodo correspondiente al reinado de Fernando VII, la protección de las artes no responde a ninguna iniciativa del monarca. Éste carece de inquietudes artísticas o simplemente no se dedica a ellas. La Guerra de la Independencia previa al reinado de Fernando VII tampoco fue un periodo adecuado para la creación. Había necesidades más perentorias en el momento. Por otra parte, la instauración del monarca conllevaría posteriormente a una actitud poco sana, la de la depuración política de los mismos artistas. Nada tenían que ver las obras  con la aceptación del creador; más relevante sería el comportamiento que el artista había tenido cuando los franceses ostentaron el poder en España. De ahí que los mismos artistas utilicen como argumento para sus objetivos profesionales la lealtad al monarca en el exilio, y que esto se convierta en un baremo para la consecución de los puestos de escultores de cámara.
Pero tampoco pensemos que los puestos de la corte suponían una fortuna personal para estos artistas. Había en ello más prestigio que buenos rendimientos económicos. El primer Escultor de Cámara tenía un sueldo máximo de 15.000 reales al año, pero resulta irrisorio compararlo a la suma de 30.000 reales que un operario podía obtener con el encargo de una pieza que tuviera de ocho a diez palmos de altura.
Todas estas cuestiones ponen énfasis en el duro ambiente artístico que se vivía en el primer tercio del siglo. Resulta lógico pensar que no favorecería la generación de nuevos creadores. Había demasiados elementos en contra. Poco apoyo podía tener un aprendiz de escultor que no ignoraba que incluso los artistas más afamados y que habían tenido una trayectoria más brillante morían en la miseria. Creadores de la talla de Álvarez Cubero, que era considerado el mejor escultor de su tiempo, morían sin que la familia pudiera hacerse cargo de los gastos ocasionados por su enfermedad o su funeral. Ya en el segundo tercio del siglo, en 1861, Antonio Solá moría indigente, después de que el gobierno hubiera decidido suprimir el cargo de Director de Pensionados en 1855.
Aparte de la política despreciativa hacia la materia que propugnaba la Academia, los alumnos se encontraban con problemas de competencias profesionales. El respeto a las parcelas que con tanto celo se apropiaban y defendían los operarios, provocaba que los pensionados españoles cada vez tuvieran menos experiencia en la técnica de los materiales.
No existe, por tanto, una sola causa para el deterioro del panorama escultórico a principios de este siglo. A pesar de que las normativas intenten ajustarse a la realidad y sólo se les permita hacer escultura a los que son miembros de la Real Academia (Real Orden del 12 de febrero de 1817), la situación es mucho más compleja. Los operarios pueden ser verdaderamente agresivos en el celo de sus competencias, pero esto se une al hecho de que el escultor sólo trabaja en barro. Con suerte, un grupo monumental podrá ser pasado a escayola, porque se considere que merezca la pena que se perpetúe en el tiempo y que pueda deleitar y enseñar a más público. Esto permite una situación que casi nunca se da: la de que un generoso mecenas aporte la cantidad necesaria para que la figura pase a mármol o a bronce. El que dos o más clientes se disputen la pieza es más habitual, pero lo que conlleva es que se haga un nuevo vaciado de escayola. Pero supongamos que verdaderamente existe el generoso mecenas, y que se pueda realizar la escultura en un material más noble. Ni siquiera en estos casos el artista puede vigilar su obra, y en pocas ocasiones toca con sus manos lo que el cliente se llevará a su casa. Los marmolistas se encargan de desbastar la piedra, sacar los puntos e incluso  de pulir la pieza. Los broncistas proporcionan también la apariencia final a aquella escayola pasada al noble metal. De ahí que por el aspecto que las esculturas  neoclásicas ofrecen hoy, parecen -según Mª Jesús Quesada- más copias que originales, después de haber pasado por una desnaturalización progresiva.
Estas circunstancias dejaban al artista sin protección respecto a los derechos inherentes a su creación. Se trata de una situación que se prolongó hasta el último tercio del siglo.  En ocasiones, los mismos operarios realizaban copias de la obra para su propio lucro, sin que el escultor pudiera vigilar y dirigir el proceso de copia de la pieza.
LOS ARTISTAS Y SU ACTIVIDAD EN LA ÉPOCA FERNANDINA
Pocos escultores de talla desarrollaron su actividad en provincias. Las creaciones escultóricas se centraron fundamentalmente en Madrid y Barcelona. Cuando existían escultores provinciales, generalmente de bajo nivel, éstos solían dedicar sus esfuerzos a la escultura tradicional en madera policromada. El impulso dado al Neoclasicismo desde la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid hizo que se generaran unas claras directrices de la creatividad que afectarían a toda la nación.
 Durante el primer tercio del siglo se dará una escultura de una calidad digna, a pesar de que progresivamente el nivel  técnico irá descendiendo. Esta dignidad se halla directamente relacionada con el hecho de rechazar el sentimentalismo religioso, ensalzar la belleza como concepto universal y propugnar valores morales y cívicos. Una novedad absoluta en el panorama escultórico es el desnudo. La idea de perfección y belleza inherente a las realizaciones neoclásicas de desnudos tuvo que enfrentarse a algún que otro prejuicio, pero salió vencedora del reto.
Aquella generación formada en el siglo anterior  es la protagonista del mundo escultórico del primer tercio del XIX. En la corte madrileña se reúnen escultores como Juan Adán, José Ginés o Esteban de Agreda, que realizan su obra tanto en el XVIII como  en el XIX.
Pensionado en Roma por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Juan Adán (1741-1816) volvió a España en 1776 y recibió uno de los cargos oficiales con los que soñaban muchos de los escultores de la época, el de teniente director de escultura en la Real Academia madrileña. Gracias a estos cargos, muchos escultores sobrevivirían y podrían continuar con su quehacer artístico. Esto fructificó en el caso de Juan Adán y, aunque ya en Roma había realizado sus primeros trabajos de importancia, en España pudo desarrollar su obra con el apoyo económico del puesto conseguido y con otros posteriores, que culminaron con el de primer escultor de cámara en la época de Fernando VII, aunque el artista murió al año siguiente.
Por hallarse bajo las influencias de dos siglos, en la producción de Juan Adán se constatan aún influencias del barroco tardío, sobre todo por las obras de carácter religioso como el Cristo Crucificado de la iglesia parroquial de Torrelavega o el San José de la iglesia de San Ginés de Madrid.  Su vinculación con la casa real le llevó a la creación de retratos de Carlos IV, María Luisa de Parma y otros personajes relacionados con la corte. Entre otros temas tocados por Juan Adán se encuentra una de las primeras incursiones en la estatuaria ecuestre, pues en 1778 Carlos III encargó a través de una Real Orden que los directores y tenientes directores (caso de Adán) de la sección de Escultura de la Academia realizaran un modelo para un monumento en homenaje a su padre, Felipe V.  Pero su afiliación al espíritu neoclásico se demuestra sobre todo en una obra fechada en 1793, la Venus realizada para la Alameda de Osuna en Madrid. En la misma línea sigue Adán durante los primeros años del XIX, periodo en el que realizaría el grupo Hércules y Anteo, para la fuente de Aranjuez del mismo nombre.
Aunque la Venus de la Alameda de Osuna pertenezca cronológicamente a la última década del siglo XVIII, se trata de un ejemplo claro en el que se puede observar la labor de un maestro típico de la primera generación que se da en el siglo XIX, aquella formada en el barroco y que conoce la calidad que los materiales aportan, pero que se abre a la perspectiva neoclásica de la belleza amable. El pensamiento universalista e intelectual del neoclásico se transforma en esta ocasión en una alegría que le imprime un carácter ligero y hasta un poco frívolo. De este modo, la Venus de la Alameda de Osuna se encuentra entre las Venus púdicas clásicas y las obritas dieciochescas de Sèvres.
Un caso análogo del paso del espíritu barroco al neoclásico es el del escultor José Ginés (1768-1823). Su nombramiento en 1816 como primer escultor de cámara de Fernando VII ayudó económicamente a la creación de su obra, aunque la cortedad de miras de la corona hiciera que en ese cargo se tratara sobre todo el retrato del monarca y de otros personajes de la corte, como lo demuestra el hecho de que tras su muerte, los herederos de Ginés donaran a la Academia varios vaciados entre los que se encontraba el retrato de la esposa de Fernando VII, María de Braganza.
Previamente al nombramiento real, la vida de José Ginés muestra que desde sus estudios es un alumno destacado, tanto en las Academias de Madrid como de Valencia, y que el pensamiento y las referencias clásicas cristalizan desde su obra más juvenil. Por ejemplo, cuando Ginés cuenta sólo con diecinueve años, realiza un relieve que narra el convite del tirano Dionisio a Damocles; en él pueden observarse las facilidades técnicas de Ginés, conseguidas gracias a su talento y a las coherentes enseñanzas del siglo XVIII,  una composición armoniosa que responde al talante neoclásico y un magnífico modelado. Pero no hay que olvidar que Ginés aún se encuentra a caballo entre los artistas que provienen del barroco tardío y las sensibilidades traídas del exterior. La intensidad expresiva y el dramatismo se ponen de relieve en la realización del  belén del príncipe al servicio de Carlos IV, especialmente en su grupo de la degollación de los santos inocentes. Su habilidad técnica se demuestra también en otros encargos de talante religioso para  la Capilla del Palacio Real, como los imponentes y solemnes cuatro evangelistas realizados en estuco, un material con el que el artista se manejaba muy bien.
Aparte del belén del príncipe o de los cuatro evangelistas, resulta interesante establecer un hilo conductor de sensibilidades al poner en relación la Venus de la Alameda de Osuna de Juan Adán y la Venus, acompañada de Cupido, realizada por José Ginés para ser ubicada en el Real Sitio de Aranjuez por encargo de Carlos IV. Se trata, según confesiones de José Ginés, del primer ensayo que realiza en mármol, pero en ella no se observa ningún espíritu dubitativo, sino un quehacer cuidadoso que provoca que inmediatamente la relacionemos con la frescura de la obra de Juan Adán. El carácter minucioso de la Venus de Ginés, sobre todo en las telas adheridas al cuerpo, desvela una sensualidad que nace intuitivamente en el espectador, aunque el autor no la haya buscado. Ambas Venus sobresalen entre otras obras neoclásicas también por el cuidado en su ejecución, por su carácter irrepetible, por la sensación que se produce de que se trata de piezas únicas, sobre todo si se comparan con el aspecto de copia de muchas esculturas que han llegado hasta nuestros días. Venus y Cupido, en el Museo de San Telmo en San Sebastián, se convierte así en un modelo del ideario neoclásico. La Venus cubre su cuerpo púdicamente dando sensualidad al desnudo intuido y su acompañante Cupido es un mero apoyo de este desnudo. 
Si Ginés es otro de los escultores más sobresalientes de la época es por su habilidad técnica y por su incursión por distintos caminos, pero fue José Álvarez Cubero (1768-1827) quien ostentó el papel de ser considerado el mejor escultor de nuestro periodo neoclásico. Su biografía artística engarza con el mismo inicio del siglo, pues sus primeras producciones se localizan en París entre 1800 y 1805. El hecho de ser hijo de un marmolista hizo que desde pequeño estuviera en contacto con el material y la técnica escultórica. Más tarde estudiaría en Córdoba y Granada, hasta ingresar en la Real Academia de Madrid. Como otros alumnos destacados, consiguió una pensión de la misma Academia para estudiar en París y en Roma, donde completó su formación. En su producción parisina destaca una obra que Álvarez Cubero envió a Madrid, Ganimedes. Álvarez Cubero llegó a Roma en 1805, y casi toda su vida la pasaría allí. Contactó pronto con Canova, un maestro con el que mantendría una sólida amistad y con el que compartiría principios escultóricos. Realizaría  encargos para Napoleón en Roma, a pesar de que políticamente nunca reconoció a José Bonaparte como rey de España.  Más tarde, cuando desaparecieron las presiones políticas napoleónicas, Álvarez Cubero adquiriría tanto en Roma como en España una sólida fama premiada por honores y recompensas académicas, que culminarían con el nombramiento de Primer Escultor de Cámara de Fernando VII en 1823. De ahí su decisión de regresar a Madrid en 1826, aunque murió al año siguiente.
Su apartamiento de la precaria situación artística española ayudó a que pudiera realizar una obra bastante libre, dedicada principalmente a los temas mitológicos y al retrato. Su vida en Roma propició producciones como el Apolino del Casón del Buen Retiro, que ha sido calificado como el desnudo masculino más elegante del neoclásico español. La influencia del clásico Praxíteles se pone en evidencia en las ondas y curvas de esta pieza, haciendo que las formas se traduzcan en el terreno del pensamiento, y que se plasmen en un esplendor espiritual y un sentido de la belleza física propias del dios de las artes. Los cuerpos desnudos resultan ser los modelos perfectos para que se concentre en ellos un ideario neoclásico, y sus distintas connotaciones ofrecen una suave placidez -como ocurre en el Amor dormido que se encuentra en el Museo de San Telmo de San Sebastián- o una vitalidad  juvenil amable, como en el Joven con un cisne del Casón del Buen Retiro. La estatuaria antigua había penetrado con facilidad en España, sobre todo el “estilo bello”, asociado a las piezas de corte praxiteliano, que el mismo Álvarez Cubero toma como inspiración. Su amigo Canova también recurre a las proporciones de Praxíteles  y absorbe su espíritu, con lo que llega instaurar de nuevo en Europa un modo de hacer de raíz clásica.
Pero la obra cumbre de este artista neoclásico es un grupo escultórico, el de la Defensa de Zaragoza. Su génesis, a pesar de tratarse de un tema de raíz hispana de actualidad, se remonta a su dilatado periodo romano. El Cerco de Zaragoza ocurrido en 1808 fue un episodio cruel del asedio francés. Álvarez Cubero se inspiró en unos sucesos conocidos en el asedio. Un  padre, herido por los franceses, se ve rodeado por unos cuantos soldados. El hijo lo ve,  acude ardoroso a su defensa y mata a los enemigos que le rodeaban. Pero un oficial a caballo ataca al joven y acaba con su vida. El padre es hecho prisionero, pero el dolor más grave es el de la pérdida de su hijo y muere a los pocos días. Este argumento, una vez tratado escultóricamente por Álvarez Cubero, se convierte en una obra que, aparte de su calidad, puede ser llevada a materiales nobles, sobre todo por el cambio político producido en España a partir del reinado de Fernando VII.  Tengamos en cuenta que el grupo escultórico se concluye en yeso en 1818. El monarca español, afectado por cuestiones políticas más que artísticas, no sólo aprueba al año siguiente su  paso a mármol, sino que se realice este proceso con cargo a la corona. Una vez finalizada la talla en mármol, Álvarez Cubero la envía a España en 1825.
La Defensa de Zaragoza  es un grupo escultórico de composición piramidal en la que domina un dramatismo y una fuerza inusuales que se unen a los propósitos de exaltar el amor filial y el ardor patriótico. Estos alicientes, que pueden denominarse románticos, son sin embargo expresados desde el más completo espíritu neoclásico, utilizando el sentido del dramatismo, la fuerza y la grandeza. En la historia se encuentra el aliciente del heroísmo conjugado con rasgos de tragedia griega, por lo que no  extraña que Álvarez Cubero volviera los ojos al mundo clásico. También desde el punto de vista estilístico las reminiscencias con otras obras clásicas o neoclásicas son evidentes. No hay que olvidar que los pensionados en Roma tenían también la posibilidad de observar las grandes obras clásicas que se conservaban en colecciones de la ciudad eterna. El joven de Álvarez Cubero parece seguir en la línea del Creugante de Canova, y el padre nos recuerda a Galo dándose muerte (el Galo Ludovisi) que se encuentra en el Museo de las Termas en Roma. De este modo, Álvarez Cubero consiguió que a pesar de partir de unos hechos reales, su conjunto no quedara empañado de lo anecdótico, sino que trascendiera hacia principios más universales. De ahí que el grupo de la Defensa de Zaragoza fuera conocido en Roma bajo el título de Héctor y Antíloco. De este modo, la atemporalidad invade la obra y le imprime un carácter trascendente. El conjugar en este grupo el movimiento propio de la acción con la serenidad y la grandeza de los ideales del momento,  el combinar la  limpieza de las líneas con la pureza de la forma a través de la simplificación en planos lisos, y la ausencia de lo anecdótico (sólo se puede reconocer en las superficies una única vena, en el ángulo inguinal), llevó a que Álvarez Cubero recibiera numerosas alabanzas en Roma, donde además surgieron muchos mecenas dispuestos a sufragar su paso al mármol.
Aparte de las obras de rango mitológico, este escultor realizó magníficos retratos en el ámbito aristocrático, y en ellos se observa una trasposición de las formas en que se plasmaba el mundo femenino en la escultura romana. Son excelentes las figuras de cuerpo entero y sedentes de las reinas María Luisa de Parma y María Isabel de Braganza, en el Casón del Buen Retiro, o el de la marquesa de Ariza, de la colección de los duques de Alba. En esta misma colección se encuentran también los bustos del compositor Rossini y de Carlos Miguel, duque de Alba. Aparte de estas efigies, también realizó retratos de compañeros  artistas, como el perteneciente a la Real Academia de San Fernando de Madrid, que toma como modelo a un concentrado y sereno escultor: Esteban de Agreda, otro escultor de la época pero no tan relevante como Álvarez Cubero.
En general, los nombres de primera fila se encuentran asociados a la capital de España, o a Roma. Sin embargo, hay que señalar que la escuela de la Lonja propició un grato apoyo a escultores catalanes, de modo que surgieron nombres importantes de artistas que terminarían en su mayoría trabajando en Roma o en Madrid. Figuras como Antonio Solá o Campeny destacan no sólo en el panorama catalán, sino en el nacional.
Antonio Solá (1782/83-1861) se formó en la Lonja y estudió en Roma, pero fue la capital italiana la sede de su residencia hasta el fin de sus días.  No regresó a España, pero su contacto con la vida de la península fue constante. Su obra se desarrolla en el primer tercio de siglo y gran parte del segundo. En 1832 fue nombrado para el cargo de tutor de los alumnos pensionados en Roma por las instituciones académicas, y ello hizo que las relaciones con España y su influencia estilística en el panorama nacional fueran persistentes. En 1837 consiguió ser además nombrado para el cargo de presidente de la Academia italiana de San Lucas, un puesto que sólo otro extranjero insigne, Thorvaldsen, había  disfrutado. Se trata, por tanto, de un personaje clave en el neoclasicismo español.  Además, periódicamente estaba obligado a enviar obras suyas a la península, gracias a una pensión de la misma corona. Sin embargo, su fama no impidió que al final de sus días se viera abocado a la penuria económica.  Como la corona española suprimió en 1855 el cargo de Director de pensionados en la capital italiana, se encontró sin medios y tuvo que abandonar su taller por no poder pagar el alquiler. Murió en 1861 en el Palacio de España en Roma, lugar en que tuvo que pedir una estancia para vivir.
Su dirección a los pensionados, junto a la labor de Campeny, creó el sendero de la generación siguiente, la que se impuso a sí misma la más rígida disciplina de trabajo. No extraña esta condición de Solá si tenemos en cuenta que las superficies de sus esculturas revelan una meditación en la simplificación de la forma, lo  que constituía el camino para que otros llegaran con posterioridad a una escultura muy intelectualizada y a menudo fría. Esta meditación y disciplina suponen una renuncia cada vez mayor a la naturaleza para pasar al mundo de la idea, y la dirección inversa vendrá solamente auspiciada por ideas románticas.
Su instintiva elegancia le hace separarse de  un  neoclasicismo exacerbado que podía darse en la capital italiana, para internarse en obras como Venus y Cupido, fechada en  1820 y conservada en el Museo de Arte Moderno de Barcelona. Venus y  Cupido  responde a la idea de una escultura  amable y ornamental cuyo referente más constante era el cuerpo femenino  de diosas clásicas.  Las Psiquis y Venus que tan delicadamente había representado Canova  estaban en la mente de numerosos artistas. Sólo Thorvaldsen y sus seguidores atentarían contra la escuela suaves curvaturas de hombros, dulces giros de cabeza o sutiles nacimientos de cabello que había generado el italiano. En la obra de Solá, Venus enseña a Cupido del mismo modo que Ginés había diseñado diez años antes, y por eso a menudo estas obras han sido comparadas. Pero la obra de Solá es una nueva interpretación del mismo tema, en la que se consigue una estructura más compacta y unas formas más rotundas, en las que se revela que el quehacer de Solá responde a un mayor talento y finura en la composición de volúmenes. El Cupido de Ginés apenas era un apoyo, mientras que en la obra de Solá las dos figuras tienen entidad con lo que se asocian más a la idea de grupo con dos personajes.
Obras menores de Solá son por ejemplo la Caridad romana que se halla en la Diputación Provincial de Castellón de la Plana, el Meleagro del palacio de Liria de Madrid, las esculturas del sepulcro de la marquesa de Ariza en la iglesia de Liria (Valencia) y el sepulcro de los duques de San Fernando, en el palacio de Boadilla del Monte.
Pero su grupo más importante es su Daoíz  y Velarde, producción fechada en 1822 y  ubicada en la plaza del Dos de Mayo de Madrid. Se trata de una obra que no responde a lo que estamos habituados en la  escultura neoclásica. Su espíritu retórico y apasionado, vinculado a la exaltación patriótica, al valor y al heroísmo hace que esta obra se relacione con la Defensa de Zaragoza de Álvarez Cubero.  En ambos casos, además, las piezas se inspiran en la Guerra de la Independencia. Solá halla en Daoíz y Velarde un ritmo compositivo excepcional, que se pone en práctica en la manera en que diseña las amplias capas de las figuras. En Roma, este grupo escultórico causó verdadera sorpresa, ya que la capital italiana estaba ya habituada las representaciones de desnudos y a vestiduras como las togas convencionales. Por eso, el atavío de vestidos cotidianos para la representación de ideales tan altos, con tanta carga simbólica, fue revelador de otro modo de entender el neoclasicismo. La grandeza a la que aspiraba el neoclasicismo podía aunarse a hechos reales más contemporáneos en el tiempo. En este sentido, la obra de Solá  presentaba una mayor audacia que la de Álvarez Cubero, que había proporcionado el título mitológico de Héctor y Antíloco a su grupo de la Defensa de Zaragoza. Solá no cedió a la ambigüedad temporal para adaptarse al espíritu clásico, sino que se propuso el ambicioso objetivo de elevar lo concreto al nivel de lo universal. Había alguna intención en Solá de rivalizar con Álvarez Cubero, y tal vez por ello  tomó referencias de partida similares, entonó un canto patriótico que mostraba una gran pericia a la hora de adaptarse al espíritu, y no a la letra, de la gran estatuaria neoclásica como la de Canova. La adaptación a la norma no era cuestión de rigidez, sino de espíritu. Esa grandeza se encuentra en pocas obras neoclásicas, y entre ellas se encuentra el Daoíz y Velarde de Solá. Su profundo conocimiento escultórico se revela en esta obra de primer nivel en la que el riesgo es mucho mayor que el tomado en otras producciones suyas. Es este riesgo el que ha hecho que algunos estudiosos hayan visto cierto romanticismo en este grupo, tanto por su intención como por su ejecución.
Las dos figuras vinculan sus manos y sus espíritus. Más que sellar un compromiso, encuentran un apoyo recíproco. Las cabezas, elevadas, revelan heroísmo, pero también el enfrentamiento a lo inevitable. La conjunción de la valentía con el temor, la fatalidad con la obligación, que  destilan estas  figuras, las une a ciertas inquietudes románticas. La forma en que se conjugan los volúmenes hace que los personajes se encuentren encajados a la perfección, y no sólo compositiva sino también espiritualmente. 
Los ropajes que se adoptan provienen de la realidad, pero están trabajados con la estética clásica, haciendo más rotundos los pliegues para que puedan contrastar con la superficie tersa de la piel. La sabiduría que destila este grupo hace que, junto a la Defensa de Zaragoza, represente el máximo nivel escultórico que se produce en nuestro país en la estatuaria neoclásica de carga simbólica y monumental. 
El concepto de monumento, de carácter didáctico e histórico, se refiere a representaciones escultóricas que desde mediados del siglo XVIII se habían producido en Europa. Su objetivo era honrar a hombres famosos como Descartes, Galileo o Shakespeare. Esta tendencia se tradujo en el panorama español en una obra  de Solá, realizada en una fecha tardía para producciones de tal espíritu. Fue en 1835 cuando Solá levantó un monumento a Miguel de Cervantes, el que se encuentra en la plaza de las Cortes de Madrid. En esta obra pervive la tendencia de considerar la ciencia y el arte como las mayores expresiones del hombre. Por su calidad de bienes comunes de la humanidad, debían ser representados para todos, y este mismo sentido subyace a la creación de Academias y Museos. En este contexto intelectual hay que comprender el monumento a Miguel Cervantes. La dignidad de la representación del autor de El Quijote no queda empañada siquiera por el modesto pedestal que la soporta.
Otra de las grandes personalidades del neoclasicismo español de este periodo es Damián Campeny y Estrany (1771-1855). Se formó, como Solá, en la Lonja. Gracias a su relevante talento, obtuvo una pensión en Roma en 1797. Allí entabló amistad con Canova y Thorvaldsen, y su relación propició una formación y un espíritu neoclásico que dio frutos exquisitos a nuestro neoclasicismo. Mientras se hallaba en la capital italiana, estuvo enviando a Madrid diversas obras que produjeron gratas respuestas, como el  relieve del sacrificio de Carroe, que pertenece a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y que se conserva en la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona. Con la fama adquirida en su periodo romano, volvió en 1816 a Barcelona y allí fue profesor de la Escuela de la Lonja y director de la sección de escultura. En su trayectoria artística también sería miembro de la Real Academia de  Bellas Artes de San Fernando y conseguiría ser designado por la corona escultor honorífico de cámara.
La obra con la que Campeny ha pasado a la historia de la escultura es sin duda alguna la Lucrecia Muerta que se conserva en el Museo de Arte Moderno de Barcelona. Fue realizada en yeso en Roma y enviada  a la Escuela de la Lonja. Corría el año 1804, pero hasta treinta años más tarde el escultor no vería la posibilidad de ejecutarla en mármol. Esta imagen en mármol se haría un hueco imprescindible en el estilo neoclásico gracias a la morbidez del cuerpo femenino desplomado que representa a la heroína que se quitó la vida para salvar su dignidad.  Esta Lucrecia Muerta se adapta a la perfección a la estética del momento.
Con un oficio bien aprendido, Campeny fue un trabajador incansable, pero la ausencia de genialidades le delata en muchas de sus obras.  A menudo  se le ha criticado por su exceso de frialdad, tanto que sus esculturas han sido percibidas con un halo de muerte. Pero podemos empezar a dudar de la dureza de las críticas desde el momento en que hay obras neoclásicas, de Thorvaldsen o de Canova, que también  desprenden un frío helado de muerte.  En el caso de Lucrecia Muerta, este frío helado beneficia a la pieza, aunque es cierto que con otras obras menores de Campeny la sensación puede ser incongruente con el tema planteado.
Esta  pieza revela la influencia que Canova tuvo en su ejecución. Esta cuestión no es de extrañar, pues el modelado se realizó en Roma cuando aún vivía el maestro italiano y mantenía amistad con Campeny. Era difícil no sentirse impregnado del espítitu  con que las producciones de Canova  contagiaban al espectador neoclásico. La favorable respuesta ante la Lucrecia Muerta debió hacer que también Campeny la valorara como su mejor obra, y de hecho no sólo la pasó al mármol cuando ya contaba con 62 años, sino que llegó a copiarse a sí mismo en una segunda obra, en yeso, que presentó junto con el mármol. Se trata de Cleopatra agonizante, una pieza de la que se desprenden sentimientos parecidos a los que emanan de la Lucrecia muerta, y que se dispone compositivamente de un modo similar. Cleopatra agonizante quedó realizada en su versión en yeso, lo que ocasiona que su valoración nunca haya superado a la de Lucrecia Muerta. Técnicamente, con la reina de Egipto Campeny se expresa con un virtuosismo que en cierta medida anestesia otros valores escultóricos y poéticos. El alma de la escultura queda amordazada por la sabiduría técnica. Los defectos que pueda tener Lucrecia muerta se convierten en aspectos positivos que nos hablan de la frescura y el sentimiento. El virtuosismo de Cleopatra agonizante nos separa de la escultura; la virtud se convierte en vicio.  Lucrecia Muerta es la obra de neoclasicismo español que mejor supo expresar la poética de Antonio Canova. Otros escultores mejor dotados y más sobresalientes de este periodo, como Álvarez Cubero, o Solá, no consiguieron nunca llegar al punto en que se expresó Campeny en esta pieza, aunque el resto de su obra en absoluto llegue a los niveles de Lucrecia. La tipología de estatuaria femenina a la que responde, es decir la poética canoviana, aún tendría influencias en la época en que el modelado se pasó a mármol, años de desarrollo claramente romántico.
Otras obras de Campeny que sí fueron pasadas a mármol son las representaciones de Himeneo y la fidelidad conyugal y Diana y Paris, piezas en las que temáticamente se trata de exaltar el amor y el matrimonio y  que se conservan en el salón principal de la Lonja.
Estos son los nombres de los artistas más relevantes que protagonizan la escultura neoclásica en la época fernandina. Aparte de ellos, hay un conjunto de autores que, con mayor o peor fortuna,  realizan aportaciones de interés al panorama escultórico nacional. Procedentes de la zona catalana, y con formación en La Lonja, no han de olvidarse nombres como los de José Bover, o los hermanos Jaime y José Antonio Floch i Costa. Mientras tanto, en la capital de España  trabajarán otros artistas como Esteban de Agreda, Pedro Hermoso, Ramón Barba, Valeriano Salvatierra, José Tomás y Francisco Elías Vallejo. Comencemos con el círculo madrileño.
Esteban de Agreda (1759-1842), nueve años mayor que Álvarez Cubero, se encuentra cronológicamente más cercano al cambio de los siglos XVIII y XIX.  Se formó en la Real Academia de San Fernando. Llegó a ser nombrado escultor honorario de cámara de Carlos IV y director de la Academia en 1831. Pero su academicismo no destaca, es sobre todo correcto, lo que se refleja en las fuentes que realizó para Aranjuez (con la referencia mitológica a Ceres, Apolo y Narciso). Esa firmeza académica se observa también en las esculturas que diseñó para el obelisco al Dos de Mayo en Madrid, aunque su  ejecución en mármol, indefectiblemente, correspondería a otros artistas
Pedro Hermoso (1763-1830) gozó en su época gran popularidad, aunque la perspectiva que proporciona  el paso del tiempo no le ha favorecido. Realizó piezas de tema taurino para la colección del duque del Infantado en Madrid y obras religiosas que no se han conservado. En general, fue un autor prolífico de obras menores, y el trabajo de más importancia al que estuvo vinculado fue el relieve inconcluso de Apolo coronando a las artes, que estaba destinado a rematar la fachada principal del Museo del Prado.
Los encargos que consiguió Ramón Barba (1769-1831) son más ambiciosos, aunque su ejecución fuera francamente discreta. Se formó en Madrid y en Roma, y permaneció muchos años en la capital italiana, hasta que regresó a España en 1822. A su vuelta, logró alcanzar puestos de importancia en la Academia. Llegó incluso a ser el primer escultor de cámara de Fernando VII. Esta vinculación con el poder propició la realización de retratos, como los bustos de Carlos IV y María Luisa de Parma que se encuentran en el Palacio Real de Madrid. En ellos sorprende que se trate de un retrato regio, pues las calidades  están excesivamente simplificadas y los monarcas no adquieren en sus bustos la prestancia que se le presupone a un retrato de  los que fueron máximos dignatarios de la nación. Esta simplificación al menos no se repite en el retrato sedente de Carlos IV, en el que aparece vestido a la manera romana y se aprecia en la figura una mayor dignidad. Parece ser que Ramón Barba  se inspiró para las vestiduras en el Tiberio que se encuentra en el Museo Vaticano. Tal vez el hecho de que el retrato de Carlos IV  estuviera destinado a formar pareja con el que Álvarez Cubero realizó de María Luisa de Parma hiciera que en esta ocasión el monarca apareciera triunfal, lo que muestra un objetivo más ambicioso que el que ostentan los dos bustos comentados con anterioridad.
Con otras obras de rango mitológico Barba ejerció una elegancia notable, como con el Mercurio que se halla en el Museo del Prado. En él, la importancia de la belleza masculina se destaca a través de un interesante estudio anatómico. Barba estuvo vinculado a otros proyectos complejos en los que intervenían varios artistas, como el que realizó en colaboración con Valeriano Salvatierra para coronar la Puerta de Toledo. Allí, España está representada con dos matronas que representan las provincias y las artes. A Barba se debe también el relieve de Apolo y las artes  para la portada principal del Museo del Prado, obra finalizada por sus discípulos, y los catorce medallones que representan a artistas españoles que se colocaron en la fachada del mismo museo.
El mismo Valeriano Salvatierra  (h.1789-1836) que colaboró con Ramón Barba tendría importancia en el panorama escultórico nacional. Su aprendizaje comenzó a edad temprana, ya que su padre fue escultor de la catedral de Toledo. Más tarde completaría su formación en Madrid y en Roma. En la capital italiana entró en contacto con Canova y Thorvaldsen. Su sólido oficio y su inspiración vienen en ocasiones mediatizadas por el maestro italiano. Por ejemplo, el monumento funerario que Canova realizó para Clemente XIII y que se encuentra en el Vaticano parece ser la referencia directa para el solemne sepulcro  del cardenal Luis de Borbón que se halla en la sacristía de la catedral de Toledo. Otro sepulcro debido a Salvatierra, esta vez más elegante, es el realizado para María Teresa de Borbón en Boadilla del Monte. En general, su escultura religiosa resulta correcta y solemne, como en las figuras de Santo Domingo de Silos y Santo Domingo de la Calzada que ejecutó para la iglesia de San Ginés de Madrid.  Se conserva en la actualidad en la Real Academia de San Fernando de Madrid un relieve de Salvatierra que realizó para su ingreso en la institución. En él se descubre una gran facilidad narrativa, y toma como relato de partida a Héctor despidiéndose de Andrómaca.  Pero otras obras suyas de talante alegórico pueden resultar demasiado sobrias y poco expresivas. Las estatuas de la fachada principal del Museo del prado  realizadas por Salvatierra apenas afectan la percepción estética del espectador. Aunque el autor no acabara más que cuatro, y se deban a él los modelos de las ocho restantes, todas conducen a cierta apatía que  en principio nos llevaría a concluir que se trata de un autor correcto pero de segunda fila. Sin embargo, Salvatierra destaca en su faceta retratística.  Muestran una gran dignidad sus numerosas imágenes de personajes de la casa real, de actores y  de artistas, como las de Isidro Márquez y José Aparicio, unos vaciados en yeso que se conservan en la actualidad en la Real Academia de San Fernando de Madrid.
De similar calidad en sus talentos artísticos fue José Tomás (h.1795-1848), un escultor cordobés  formado en la Academia madrileña, donde llegó a ostentar el cargo de teniente director de escultura en 1833. A este puesto habría que sumar, con el tiempo, el de segundo escultor de cámara para la corona. Un paseo por Madrid ofrece la obra más relevante de este artista cordobés.  A él se debe la fuente de los Galápagos, que fue finalizada en 1832 y se instaló originariamente en la red de San Luis, aunque con el tiempo fuera colocada en el parque del Retiro. Es esta obra un buen ejemplo de dinamismo rítmico y  vitalidad expresiva, algo que ya proporcionaba el tema; los niños y los delfines resultan armónicos en su movimiento e incluso se consigue que se integren las calidades de los materiales utilizados, piedra y bronce según cada figura.
También se deben a José Tomás las alegorías y los escudos del obelisco que en la actualidad se encuentra en la plaza de Manuel Becerra, aunque originariamente se ubicaba en la Castellana, y la personificación del valor en el obelisco del Dos de Mayo.  Sus bajorrelieves de la fachada del antiguo colegio de San Carlos tratan alegóricamente el ejercicio de la medicina; en los del Oratorio del Caballero de Gracia se representa la ultima cena según una copia de la obra de Leonardo da Vinci. Por último, también son de rango alegórico las figuras dispuestas en el pedestal de la estatua ecuestre de Felipe IV que se encuentra en la plaza de Oriente. Estas dos representaciones fluviales se encuentran en la plaza de Oriente de Madrid.
Aparte de estas piezas que se pueden observar en el entorno madrileño, se sabe que José Tomás realizó para la Alameda de Osuna un busto de la condesa de Benavente. A él se debe también el retrato de Cervantes que se encuentra en el Museo del Ejército.
Dentro del grupo de escultores madrileños de este periodo, se halla la figura de Francisco Elías Vallejo (1782-1858), un artista cuya obra se decantó en la ultima época de su vida hacia posiciones ligadas al Romanticismo. Aún así, son pocas y escasamente relevantes las piezas suyas que se conservan o se conocen en la actualidad. Francisco Elías Vallejo  se formó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, donde tuvo como maestro a Juan Adán. Llegó a ostentar el cargo de director de la Academia, y más tarde, en 1836, llegaría a ser primer escultor de cámara. Trabajó en proyectos a los que también estaba vinculado José Tomás. Una de las alegorías fluviales de la estatua ecuestre de Felipe IV en la plaza de Oriente se debe a Elías Vallejo, y en el obelisco del Dos de Mayo realizó una alegoría de la constancia. Como retratista, sus encargos provinieron sobre todo de la corte. En la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se conservan las efigies de Fernando VII y María Amalia de Sajonia. En el Senado se halla  el retrato de María Cristina de Borbón. Retratos de otros personajes como Isabel II, Daoíz, Velarde, Agustín Argüelles y Jovellanos se encuentran en la actualidad en el Museo del Ejército. Finalmente, el sepulcro de Jovellanos, en la iglesia parroquial de San Pedro, en Gijón, se debe también a Vallejo,  aunque fuera ejecutado por Juan Miguel Inclán Valdés.
Con Francisco Elías Vallejo se cierra el ciclo de escultura fernandina en Madrid. Simultáneamente, en los círculos artísticos de Barcelona habían aparecido ya nombres de importancia, y tras ellos una serie de autores, no muy relevantes pero sí de interés para el panorama nacional.
En la primera generación de artistas neoclásicos del XIX en Barcelona destacan dos hermanos, Jaime y José Antonio Floch i Costa. Jaime Floch tuvo su primera formación en La Lonja y con posterioridad pasó por la Real Academia de San Fernando de Madrid. Como otros artistas de talento, recibió una pensión para completar su aprendizaje en Roma, ciudad en la que estuvo desde 1779 a 1786. Cuando volvió a España, fue nombrado Académico de San Fernando, pero su actividad se centró primero en Granada y luego en Barcelona. En Granada es precisamente donde se encuentra su obra más importante, el sepulcro del arzobispo Moscoso, en la capilla de San Miguel de la catedral. Se trata de un trabajo en el que no se expone un claro neoclasicismo; más bien posee una huella del renacimiento plateresco.  En la capital catalana consiguió el cargo de director de la Escuela de la Lonja.
 José Antonio Floch (1768-1814) siguió los pasos de su hermano, tanto en su formación barcelonesa y madrileña como en su calidad de ayudante para el sepulcro del arzobispo Moscoso. En pocas ocasiones tuvo la oportunidad de realizar obras independientes a la de su hermano. Dentro de la estatuaria funeraria neoclásica, al menos realizó una pieza donde se observa su talento imaginativo, el sepulcro del marqués de la Romana para la iglesia de Santo Domingo de Palma de Mallorca, un encargo que data de 1811. Utiliza en esta obra un lenguaje un poco teatral y retórico, pero destacable dentro del género en el periodo en que nos situamos. Tras la ruina del templo, el sepulcro se encuentra en la catedral de la misma ciudad.
Por último, dentro de los artistas catalanes destaca Josep  Bover (1790-1866), un autor que oscilará hacia la inevitable tendencia romántica con el paso del tiempo. De ahí que sus obras más culminantes posean reminiscencias medievales tan ajenas al mundo neoclásico.  Su formación en la Lonja y su viaje a Roma, bajo la dirección de Álvarez Cubero, son los acicates de su inicial neoclasicismo, y es dentro de esta corriente donde destaca su Gladiador victorioso, obra que muestra el buen oficio que aprendió bajo la tutoría de Álvarez Cubero. El Gladiador de Bover posee reminiscencias del Creugante de Canova. Pero la obra del italiano ya en sí se inspira en el Galo Ludovisi del Museo de las Termas. Resulta también que la Defensa de Zaragoza de Álvarez Cubero toma como modelo el Galo Ludovisi. Las creaciones y recreaciones que se ponen en práctica en el mundo neoclásico no tienen fin. Este comportamiento puede provenir de la dinámica que la norma impone en la creación artística. Sólo se librarán de la impronta manida los verdaderos creadores. El Gladiador victorioso, que hoy se conserva en la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona, es una obra muy digna dentro de este panorama. Si sigue la línea de otros autores anteriores, es porque Bover intentaba  demostrar en su tierra el oficio que aprendió en Italia. Su obra posterior ya no tendrá como referencia a esos modelos. Las reminiscencias medievales de sus esculturas del canciller Fivaller y de Jaime I de Aragón ubicadas en el ayuntamiento de Barcelona, o el sepulcro de Jaume Balmes en la catedral de Vic, corresponden ya a otro espíritu, alejado de los modelos neoclásicos con los que había comenzado su trayectoria artística.
 


PARA SABER MÁS, VER:
Inmaculada Rodríguez Cunill

BIBLIOGRAFÍA
ARIAS, E.; BASSEGORDA, J.; BELDRA, C.; GUASCH, A.; MORALES Y MARTÍN; J.L.; PÉREZ,C.; RINCÓN, W.; SANCHO, J.L.: Del neoclasicismo al impresionismo. Akal. Madrid, 1999.
NAVASCUÉS, Pedro; QUESADA MARTÍN, Mª Jesús: El siglo XIX, bajo el signo del romanticismo. Ed. Silex. Madrid,1992.
REYERO, Carlos: La escultura conmemorativa en España. La edad de oro del monumento público, 1820-1914. Ed. Cátedra. Cuadernos de Arte. Madrid, 1999.
REYERO, Carlos; FREIXA, Mireia: Pintura y escultura en España, 1800-1910. Ed. Cátedra. Manuales  de Arte. Madrid, 1995.

PARA SABER MÁS, VER:

Escultura Siglo XIX en España  

    LA ESCULTURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX

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