77 HIS-ESP-CON: SOCIEDAD. BANDOLEROS. Carta de el Tempranillo al rey Fernando VII

Por Córdoba había enclaves frecuentado los malhechores y bandoleros
El bandolero José María el Tempranillo, se dejaba ver por altos de la Sierra de Montilla.
 El Pernales, que era un bandolero de la zona, y la gente huía cuando se lo encontraba". Al Pernales lo apresaron en las cumbres de Nueva Carteya, pero su abuelo continuó con el negocio circense.


Carta de el Tempranillo al rey Fernando VII 
Este manuscrito de ocho páginas fue extraído de un cofre de plata perteneciente al rey Fernando VII. El cofre se hallo al pie de la cama del monarca la noche de su muerte, el veintinueve de Septiembre de 1833, para alivio y alegría de muchos de los españoles que habían llorado a lagrima viva, solo seis dias antes, el asesinato de otro rey, el Rey de Sierra Morena, José María el tempranillo.

 Carta a Fernando VII, rey de las Españas.
Parador de San Antonio, calle Granada, Alameda a veintidós de septiembre de mil ochocientos treinta y tres.
Yo, José María Hinojosa Cobacho, conocido como el tempranillo, a causa de la corta edad con la que me tire al monte con los niños de Écija, me dirijo a ti Fernando, rey de las Españas, en mi lecho de muerte, que solo me quedan pocas horas de estar vivo si así lo dispone ese Dios que nunca he visto ni sé si veré, ese Dios que parece preferir la manteca cortesana a la miseria de tus súbditos, Fernando, la chusma que se enfrento por ti contra el francés y te apodo, ¡ay si primero te hubieran calo como a las  sandias! El deseado.
Herido a traición por una mala bestia, uno al que llaman el barberillo, bandolero de Estepa que deshonra a los de su misma especie y condición, acabo de dictar mi última voluntad ante el notario Orellana y en este momento debo de hacer un alto porque se acerca el párroco Navarrete que viene a ver si me reconcilio con el supremo, viene a darme los Santos Oleos, y yo, que dudo más que niego, en este trance voy, sin rencor, a recibirlos.
(Dos horas más tarde).
Ya se ha marchado Navarrete.
En verdad no es un cura al uso y tiene poderosas dotes de persuasión. Me ha hablado, largamente, de un dios amigo de los débiles. Al principio de la confesión el párroco se ha dirigido a mí con estas palabras: “no te preocupes Tempranillo, Jesús Cristo perdona a los vencidos” y no voy a engañarte, rey felón, sus palabras me han confortado, hasta el punto de contarle, sin ninguna vergüenza, buena parte de mis fechorías, las que pueblan mis pesadillas, pero también buena parte de las tuyas, Fernando, que a bandido no hay quien te gane, que por tu intransigencia y mal gobierno a lo mejor yo hice lo que hice, mate a quien mate, y ahora, para colmo, por defender tus malas leyes y a tus ministros egoístas, aquí estoy, desangrándome.
Porque si de algo me arrepiento no es de haber esquilmado al rico para dárselo al pobre, de eso estoy orgulloso, ni siquiera de algunos de los crímenes que cometí, o que en mi nombre se cometieron, puesto que algunos muertos están bien muertos y yo simplemente, ordene se cumpliera un destino que ellos habían escrito de antemano con sus crueles e injustos desmanes.
De lo único que me arrepiento, y al pensarlo mi conciencia arde como una tea, es de haber entregado mi alma y mis ideas, lo que es peor, la de mis hombres, a tu podrido indulto, rey taimado, aquella oscura y gélida mañana en la ermita de Corcoya.
Hoy, en mi agonía, cuando las tripas se me escurren y siento el canguelo, confundo los motivos que me hicieron confiar en tu falso perdón de autócrata. Concurrieron diversos motivos, y, sin embargo, aun deteniéndome y reflexionado en cada uno, ninguno, escúchame bien, justifica mi fatal cambio de bando, mi decisión cobarde.
Ni siquiera el temor a que ordenaras asesinar a mi hijo recién nacido, ni siquiera el patético nombramiento de Comandante del ejército que me otorgaste, mucho menos tu impensable (viraje) liberal, que solo esconde perpetuar tu trágica dinastía en Isabel, es porque se entrega dócil al fornicio y es más fértil que una perra en celo.
Fernando, no puedes imaginarte el hondo dolor que me provoca, más que las heridas que supuran en mí bajo vientre, el haber canjeado mi antigua vida punible por tu causa a un más pestilente. Hubiera muerto, al menos, de manera honrosa.
Pero el destino está escrito, ya lo creo. Este último año se me nublo el seso y del hombre que nunca se aturdía me transforme en parte de la escoria que te sirve, la escoria de tu estirpe dedicada amamanta desde el principio de los tiempos.
 ¿Cómo pude dejarme engañar por el soberano que mando ejecutar alevosamente al general Riego y hace solo un año condeno a la inocente Mariana Pineda? El mismo soberano que abrió de nuevo la frontera a Cien Mil Hijos de P… y en Cádiz concedió el perdón a los insurrectos para, acto seguido, abjurar de su palabra y enviar al patíbulo a tantos de ellos que hasta el propio duque de Angulema, jefe de los gabachos, al contemplar la escabechina, hinco sus rodillas en tierra para suplicarte que cesaras del derramar la  sangre de tus vasallos, y al irse Angulema, seguiste matando.
¡Qué estúpido he sido!
Si ya de mozo, Fernando, conspiraste contra Carlos, tu padre, y en Bayona regalaste la corona a Bonaparte, al que felicitabas por las victorias de sus tropas sobre la Ibérica canalla, y la canalla, en tanto, se dejaba por ti la piel a tiras y clamaba tu vuelta, Deseado, y a tu vuelta, di, ¿Qué hiciste a tu regreso de Valençay si no de nuevo encadenarnos, liquidar a los constitucionalistas, premiar la delicación, el odio y la venganza, reinstaurar la inquisición, las denuncias secretas, los tribunales de tortura, el registro impune, y aun peor, permitir que nos cubriesen de roña y crucifijos para sufragar tus perdidas guerras coloniales?.
¡Qué estúpido he sido y que ignorante!
Y pensar que a la tierna edad de trece años no había quien me timara, nadie. Harto de poseer por techo el bálago, arto de ver a mi padre  arar de solo a sol por un puchero maloliente, y a mi madre sufrir por su doble condena de ser fémina y analfabeta, decidí salir de Jauja, mi aldea natal, con la temprana manía de equilibrar la balanza y sisar por las malas arico hacendado lo que por las buenas le negaba al necesitado.
En los primeros años gane a pulso mi fama posterior. Con lo chico que soy, con lo menudo, mi figura creció, cruel reyezuelo, a tu costa. Mi figura y mi empres, si así puede llamarse, ha sido también alimentada, de todo vas s enterarte, monarca disoluto, por tus actuales amigos liberales, aunque en otro tiempo más exaltados, y por los viajeros de la Francia y de la Inglaterra, que recorren nuestro pais como si de una curiosidad se tratara.

Una vez fui yo mismo quien aumente a propósito mi leyenda de bandolero honrado, y eso que no era, ni todavía soy aunque has intentado comprarme, sino el terrible malhechor, la pesadilla de los migueletes, un ser a la par vilipendiado y temido por los poderosos de Andalucia, un ser a quien el arzobispo de Sevilla pinta desde el pulpito como un libidinoso engriado con garras y rabo que viola a las niñas y luego se las zampa, así, sin más. Pero esas mentiras, rey Fernando, esas mentiras no son suficientes para luchar contra mí ni contra mi leyenda de angel, maléfico o no, protector de los desamparados. Esto que voy a narrarte ocurrió hará seis o siete años.
Llevaba varios dias escondido en la venta de la Gregoria Rincón la tendera, me acompañaban algunos hombre de mi partía, entre otro estaban conmigo los principales: el Lero, el Venitas y Paquito salas, el de la Torre; venta Gregoria, como se la conoce, se encuentra a la salida de Antequera, hacia Badolatosa, aunque no sé porque te explico esto, Fernando, si no sales de palacio, y dudo mucho que sepas donde esta Badolatosa, Lucena, incluso si me apuras, la ciudad de Antequera.
Si bien mediaba el mes de septiembre, lucía un sol de julio, ese sol que como losa ardiente cae sobre los sesos y los parte en dos; al fresco, agazapados en las traseras de los patios, bajo un parral, mis hombres y yo bebíamos animadamente sin que nadie nos viera, en cambio nosotros si podíamos observar cuanto sucedía fuera y dentro de la casa, cuando en eso apareció como un rayo la diligencia que semanalmente hacia el recorrido desde Málaga a Madrid.
-         No puede ser, algo a pasado.
-         ¿Por qué Gregoria? Le pregunte intrigado.
-         -porque ayer paro aquí esta galera camino de Madrid, ¿y a que su retorno?
Gregoria más lista que el hambre, no se había equivocado. Descendieron a trompicones de la galera, desarreglados, mustios, descompuestos, dos damas y un caballero que, pronto nos enteramos, habían sido asaltados por unos bandoleros.ás me subleva aguce el oído para escuchar lo que decía una de las damas, la mas pálida, de pálida, transparente a contraluz, aunque de afilada lengua; lo que más me subleva repetía es la fama de galante gentilhombre que algunos quieren hacer tragar de ese demonio al que llaman el Tempranillo, ya me encargue yo, a llegar a Madrid, si es que llegamos, de destruir esa leyenda.
 
-         Por lo que me tocaba salí de las traseras y me encare con la damisela.
 
-         Señora, perdone que me entrometa, pero ¿Qué le ha hecho a usted el Tempranillo para merecerle tan poca estima?
 
-         ¿es que no ve nuestro estado? Anoche el Tempranillo y sus hombres detuvieron con violencia nuestra galera, nos obligaron a descender de malos modos, a amordazaron al maestro de postas y al caballero que nos acompaña, a los que golpearon con saña, y a nosotras, ¡Jesús!, a nosotras nos manosearon a gusto sin pasar a mayores porque en el momento en que se disponían a hacerlo uno de los bandidos dio la voz de alarma de que estaba al acecho una compañía de migueletes armados hasta los dientes. Entonces desengancharon los caballos, los espantaron, y nos ataros a las ruedas, abandonándonos a nuestra suerte, ¡ah!, no sin antes desvalijarnos. A mí la dama mas pálida, ya roja de ira, me mostro su mano derecha, a mí solo me queda esta valiosa sortija que el mismísimo tempranillo, con las prisas, no pudo desprender de mi dedo, y eso que tiro, varias veces y con fuerza, el desalmado.
 
-         Perdóneme la insistencia, ¿y en que se funda para asegurar con tanta vehemencia de que se trataba del tempranillo?
 
-         ¿En qué me fundo? Sin requilorios se presento con nombre y sobrenombre el muy canalla.
 
-         Si no le importa, ¿puede describirme su aspecto físico?
-         Alto, rubiasco y desgarbado.
-         Y un ojo a la virule.
-         Efectivamente.
No había terminado de asentir aquella dama cuando ya galopaba sobre mi veloz alazán al encuentro de quien me había robado la identidad y actuaba por mí. Era el Veneno, no podía ser otro, un salteador sin escrúpulos que en sus sangrientas incursiones hacia honor a su letal apodo. Cabalgaba en solitario, sin más compañía que el sol martilleándome las sienes, no quise que ninguno de mis hombres se arriesgara a un enfrentamiento con aquel bicho, rey Fernando, un engendro incluso más pérfido que tu, que ya es difícil.
En menos de una hora aviste al Veneno y a dos de sus secuaces apostados a un lado del camino principal que lleva a Lucena; se estaban repartiendo el botín como los aguiluchos se reparten la carnaza, sin resguardarse, fiándose de la suerte que no siempre es buena amiga; contaban los miles de reales, elegían las joyas, galleaban por un par de botas de cuero y rían manoseando unas delicadas enaguas de encaje. Sin pensármelo dos veces fui a lo encuentro de el Veneno que, al reconocerme, se quedo paralizado mientras que sus dos compinches, por cierto, muy valientes, huyeron despavoridos, como si hubieran visto un espectro.
-         Veneno grite no te mato porque matarte sería un acto de justicia que no me incumbe. Ahueca el ala y sal volando antes de que me arrepienta.
Hizo el criminal amago de sacar la alfaca.
Entonces troné:
-         ¡Veneno! ¡ni lo intentes! Hoy te vas a librar pero la próxima vez que asaltes la galera de Madrid en mi terreno y en mi nombre te saco la piel a tiras, ¡por mis muertos!
Se levanto lentamente, dio media vuelta y desapareció. Con el mayor aplomo recogí el botín y regrese a uñas de caballo a la venta de la Gregoria, la tendera. Quería llegar antes de que lo hicieran tus remilgados migueletes, de los que ahora, cosas del destino, formo parte, Fernando, rey de ricos y poderosos.
-         Mi querida señora.
La dama se volvió hacia mi desconfiada:
-         Otra vez usted, que quiere.
-         He recuperado sus pertenencias, aquí las tiene.
Y puse sobre la mesa tres sacos bien colmados.
-         ¡Cielo Santo! ¿Cómo ha podido convencer a ese rufián?ontare con más detalle, pero ahora debe disculparme pues tengo que partir con toda urgencia a Puente Genil para socorrer a los huérfanos de la Casa Cuna. Que se han quedado las monjas sin sustento, que no acude en su ayuda ni el cabildo eclesiástico, que están desesperadas, que no le llega el pan para tantos y apenas tienen leche, por no tener no tienen ya ni agua, y es que en esta tierra a los gravosos tributos que impone la corona y los latifundistas deben sumarse tres años, uno tras otro, de sequia. Hasta otra, querida amiga.
 
-         Cogí su mano derecha y roce con mis labios la valiosa sortija de rubíes que el Veneno no había logrado sustraerle.
Me retiraba cuando oí a mi espalda.
-         ¡aguarde!
Aquella dama se acercaba a mí con paso rápido; su tez pálida había recuperado el color, un extraño matiz entre naranja y sonrosado.
-         Quiero darle esto para socorrer a sus monjas y sus huérfanos, me entrego la valiosa sortija de rubíes y añadió: y tenga por seguro, Jose Maria, que no seré yo quien desmienta su fama, al revés, describiré la hombría y caballerosidad de el Tempranillo por toda la capital, y si es menester, por todo el reyno.
 
-         Quedo a sus pies.
 
-         No hay tiempo, ¡ay si lo hubiera!, márchese que están al caer los migueletes del rey y vienen a prenderlo.
Y partí con mis hombres a Puente Genil.
(Queda poco tiempo: me muero).
El Marques de las Amarillas, el único aristócrata que merece mi respeto de aquí a Santa Pola, y que me honra con su amistad, ha enviado a su médico particular para intentar detener la hemorragia. Ha llegado el cirujano a última hora de la tarde y ha lavado concienzudamente mis heridas y cuidadosamente las ha suturado; he preferido permanecer despierto aun retorciéndome de dolor porque me he negado a que me suministraran láudano o cualesquiera de las pócimas que me ofrecía para amodorrarme: ahora, más que nunca, debo estar lucido; el médico, después, me ha untado unas pomadas y con verdadero tesón ha cambiado las vendas, pero creo que ya no hay nada que hacer. Noto que se me va la vida malvivida, con veintiocho años cumplidos, un hijo con veinte meses y sin madre que lo cuide. Debo confesar que tengo la sensación de haber vivido para otros, o contra otros, nunca para mí mismo.
Por fin Fernando, te vas a librar de mi, se han satisfecho tus deseos, no te basto concederme el indulto, tenerme a tus servicio, buscabas mi desaparición definitiva y aunque no haya sido tuya  la directa mano ejecutora, ni tampoco has sido tú quien enviaste a Barberillo a que consumara tu secreta condena, el ogro de la providencia ha jugado, esta vez, a tu favor, y no me extraña, en el fondo siempre he creído que, en realidad, la delincuencia trabajaba de tu parte, no de la mía, la delincuencia de guante blanco y el mas ruin de los pillajes han hurtado y asesinado a sus anchas bajo el manto de armiño de tu poder absoluto.
Pero quiero que sepas, Fernando, en mi hora postrera, cuanto me complace haber puesto en jaque durante años tu ensoberbecida y negra monarquía y haber conseguido, desde mi pequeño reino de Sierra Morena, una autoridad y un prestigio que me ayudo a poner coto a la ronda de tus excesos y a los de tus naturales aliados: el clero y la aristocracia ultramontana.
Se me nubla la vista, me tiembla el pulso, sin embargo, antes de morir, debía contarte todo esto, rey trágico de España, una España que has convertido en la nación más atrasada, pobre e ignorante de Europa.
Un hombre de mi confianza me ha jurado que hará en cuanto su mano este para que esta carta llegue a palacio, confió en su suerte; también me han revelado que estas muy, muy, enfermo, Fernando, casi agónico, como yo.
Igual, para tu desdicha, nos encontramos dentro de poco en el infierno.
Lo desea fervientemente, tu íntimo enemigo.
José María el tempranillo.
 
 Extraído del libro Cuentos del Tempranillo, de la Fundación para el Desarrollo de los Pueblos de la Ruta del  Tempranillo. Febrero 2003, Málaga.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario