El primer naufragio
El primer naufragio es una la crónica del golpe de Estado jacobino contra la mayoría moderada de la Convención Nacional. Entre el 31 de mayo y el 2 de junio de 1793, Robespierre, Danton y Marat dieron la puntilla al primer Parlamento elegido por sufragio universal masculino.
Periódicos, panfletos, diarios de sesiones...
Lo que sucedió entonces anticipa más de dos siglos de conflictos entre las instituciones democráticas y los movimientos totalitarios. Esos días turbulentos tienen además una interesante lectura económica. Ese naufragio es fruto de “la inconsistencia suicida de las decisiones adoptadas para sostener las finanzas del Estado”. Los asignados, los bonos de la Revolución, fueron una envenenada salida económica. Reproducimos parte del capítulo II, Pillaje en febrero, la debacle financiera de un Estado que gasta más de lo que ingresa, que bien podría ser la crónica –aterradoramente actual– de nuestros naufragios.
Aunque no hubiera existido otro motivo, el Antiguo Régimen habría caído por su inviabilidad fiscal. Los ingresos del Estado eran muy inferiores a los gastos y además estaban repartidos de forma insoportablemente desigual e injusta. Las exenciones de la nobleza y el clero del pago de impuestos directos como la talla, la capitación y la vigésima obligaban al tercer estado –y muy especialmente a los campesinos– a soportar todo su peso.
A ello se sumaba la impopularidad y el anacronismo de impuestos indirectos como la gabela –concebido como un tributo sobre la sal– o los aranceles municipales que se cobraban en los fielatos situados en las barreras de entrada a las ciudades; y la arbitrariedad de una gestión tributaria privatizada en manos de los odiados fermiers générales.
Puesto que era un sistema de recaudación basado en gran medida en las apariencias, muchos franceses terminaban siendo pobres a base de aparentarlo con insistencia. [...] La ineficiencia del sistema que el propio Necker había calificado de “monstruoso a los ojos de la razón” estaba blindada tanto por su opacidad como por el derecho de bloqueo que los parlamentos provinciales ejercían, frente a los propios edictos del rey, en defensa de los privilegios de los notables. De hecho la convocatoria de los Estados Generales que dio paso a la Revolución había sido el último recurso de Luis XVI para intentar reformar tan decrépita maquinaria [...]
Con estos antecedentes sólo el insensato idealismo de gran parte de los diputados, unido a la supina ignorancia en materia económica de casi todos, explican la inconsistencia suicida de las decisiones adoptadas para sostener las finanzas del Estado tanto por la Asamblea Constituyente, como por la Legislativa, y no digamos nada por la propia Convención.
Así como todo fueron prisas para abolir el injusto sistema fiscal anterior, pues no en vano se habían asaltado antes los fielatos de las barreras de París que la propia Bastilla; el diseño y aplicación del nuevo, basado sobre todo en una contribución territorial sobre bienes raíces –la foncière– y en otra sobre los inmuebles –la mobilière–, fue mucho más premioso e impreciso, produciéndose un grave desfase en la recaudación [...] En 1790 y 1791 se recaudó menos del 60 por ciento de lo previsto, mientras los gastos crecían muy por encima de los del Antiguo Régimen.
En ese contexto el conejo que salió del sombrero de Mirabeau –un brillante y ardoroso discurso suyo terminó de convencer a la Constituyente– fueron los asignados. En un primer momento eran unos simples bonos del Estado, destinados a amortizar parte de la deuda pública pendiente con una entidad privada como la Caja de Descuento, que venía actuando como banquero oficioso de la Corona. Se ofrecían al público –en realidad a la minoría pudiente– en títulos cuyo valor oscilaba entre 200 y 1.000 libras con un 5 por ciento de interés anual y la particularidad de que servirían para adquirir en una futura subasta los bienes expropiados a la Iglesia y a la Corona.
Cada vez que se consumara una transacción, los asignados reingresados por la Tesorería serían quemados de inmediato, limitándose por lo tanto su función a la de un mero instrumento de financiación anticipada. Sin embargo, “los hechos se encargarían de demostrar que la venta de los bienes iba a ser lenta y la fabricación de asignados, rápida”.
En septiembre de 1790 tras un vivo debate, una no demasiado holgada mayoría de la Asamblea –508 contra 423– acordó la primera emisión de asignados sin ningún interés, convirtiéndolos en la práctica en papel moneda y fijando un límite de mil doscientos millones para su valor en circulación. [...]
En la nave de la Revolución no había una sola mano firme con capacidad y autoridad para llevar el timón de las finanzas y desoír los cantos de sirena del dinero fácil que brotaban de aquellos arrecifes.
Fue más cómodo atribuir a Maury y otros diputados conservadores la aviesa intención de preservar los bienes del clero, en lugar de atender a sus objeciones técnicas. Desde la distancia de su exilio autoimpuesto, Necker describiría pronto con ácida ironía lo que ocurrió después: “Cuando todos los recursos se hubieron agotado, la Asamblea creó esa moneda de papel que se hizo célebre con el nombre de asignados y que, prolongando la capacidad de gastar sin ingresar, volvió tan cómodo y tan fácil el manejo de las finanzas.
Entonces el gobierno se sintió aún más dispensado de presionar a los contribuyentes y exigirles sacrificios […].Y así fue como la institución de una moneda ficticia, liberando a la administración del yugo imperioso de las realidades, permitió a los legisladores abandonarse con más confianza a sus abstracciones; y las necesidades de dinero, estas embarazosas groserías, no vinieron a distraerles de sus elevados pensamientos”.
En efecto pronto quedó claro que para los nuevos gobernantes los asignados no eran tanto un mecanismo para amortizar la deuda pública o afrontar gastos extraordinarios como un sistema para financiar el déficit estructural que estaban generando y salvar el día a día. A finales de 1791 ya había más de mil millones en asignados en circulación y sólo se habían destruido 200 tras la compra de bienes eclesiásticos.
Francia carecía además, a diferencia de Inglaterra, de un banco central público que garantizara el valor de las emisiones de papel moneda. El resultado fue el comienzo de la devaluación del valor nominal de los asignados respecto al de la moneda en metálico o numerario –acuñada en ecus de plata tras la retirada en noviembre de 1790 de los luises de oro– con la que, según había decretado la Asamblea Constituyente, podían “concurrir en todos los intercambios”.
Política económica
Hay quien sostiene que esto no tenía por qué haber sucedido así y que al tratarse de una cuestión de confianza en el nuevo método de pago, “todo dependía de un factor político: el éxito o el fracaso de la Revolución”. Sin embargo, también puede alegarse con tanto o más fundamento que es la política económica de un régimen la que influye de forma decisiva en su estabilidad o su colapso [...]
Aunque durante unos pocos meses la paridad entre el numerario y los asignados se mantuvo estable, pronto el papel moneda alcanzó una devaluación del 20 por ciento respecto a su equivalente en plata. A partir de ahí fue generalizándose la tendencia por la que todo el mundo pretendía pagar en asignados pero cobrar en metálico, lo que no hizo sino acelerar una espiral inflacionista perversa que fomentaba la escasez de los productos y el aumento de sus precios. Como eso afectaba también al coste de la mano de obra, otra de sus nefastas consecuencias fue el aumento del paro, especialmente significativo en París. [...]
La continua escalada de los precios favorecía que tanto los productores como los comerciantes retuvieran una parte de sus cosechas o existencias para sacarlas al mercado cuando les pagaran más por ellas. [...] Entre la realidad y el mito surgió así el problema del acaparamiento y la persecución de los acaparadores, que en la segunda fase de la Revolución concitaron los odios populares de igual manera que los aristócratas y los clérigos lo habían hecho en la primera.
Al negarse a afrontar el problema de su déficit fiscal, cada decisión que adoptaba la Asamblea no hacía sino empeorar las cosas. [...] Los únicos beneficiados por la situación fueron los miembros de la burguesía, incluidos muchos ex nobles, que, integrando la nueva élite revolucionaria o sintonizando al menos con ella, disponían de los suficientes recursos para acudir a las subastas de los bienes expropiados [...]
Gargantúa financiero
Para el resto de la población y en especial para los campesinos y obreros la situación adquirió tintes de pesadilla. Lo peor de la herencia recibida por la Convención no es que se hubieran emitido cerca de dos mil millones de asignados, equivalentes ya al valor total de los bienes que los garantizaban, sino que se había creado un sistema basado en el canibalismo monetario y se había consolidado un modus operandi que hacía indispensable seguir alimentándolo con nuevas emisiones. [...] Era un Gargantúa financiero que lo engullía todo e iba despojando a los franceses no ya sólo de su riqueza real, sino hasta de los medios más básicos para su subsistencia.
La clave del problema seguía estando en la baja recaudación fiscal y en el descontrol del gasto. El 1 de octubre de 1792 apenas si se habían recaudado 150 millones en impuestos directos del año anterior, cuando sólo la contribución territorial o foncière debía superar los 300 millones.
Era evidente que la recaudación por todos los conceptos iba a quedar muy lejos de los 550 millones de libras presupuestados y, sin embargo, los gastos seguían aumentando muy por encima de los 774 millones previstos.
Paradójicamente, junto a los dispendios militares –la guerra, como siempre, costaba dinero–, uno de los principales motivos de tal desbordamiento era la subvención de los precios. Mientras las autoridades, y en especial el ministro de Finanzas Clavière [...] culpaban a la propaganda clerical y contrarrevolucionaria del incumplimiento general de las obligaciones tributarias, la tan radical Comuna de París se distinguía por lo poco, tarde y mal que recaudaba. Pero su capacidad de presión le permitía obtener, en cambio, sustanciosos préstamos de la Convención –a modo de anticipo sobre futuros tributos– para mantener el precio de las harinas, y por lo tanto del pan, por debajo de los valores del mercado.
La ejecución del rey, que pulverizó el crédito exterior de la República, la exportación de numerario tanto por parte de los emigrados como de los banqueros privados que trataban de cerrar más o menos ordenadamente sus negocios en París, y el incremento de los gastos militares aceleraron la escasez de las monedas de plata y el subsiguiente desplome de los asignados. Quien tenía ecus –o no digamos luises de oro– los guardaba como el más preciado de los tesoros y sólo en caso de extrema necesidad se desprendía de ellos. Muy pronto el dinero en metálico dejó simplemente de circular, de acuerdo con la ya conocida ley de Gresham, por la que la mala moneda saca del mercado a la buena.
La sangre de Luis XVI se había convertido en el fluido vital de la República, pero cortarle la cabeza había sido un muy mal negocio para la Revolución. Mientras en diciembre de 1792 un asignado de 100 libras aún servía para comprar lo mismo que 72 libras en plata, a finales de enero la equivalencia cayó bruscamente a 51. Esto suponía una depreciación del asignado respecto al cada vez más escaso y escondido numerario de casi el 50 por ciento. [...]
Para tratar de compensar tal desplome, los comerciantes que sabían que iban a cobrar en asignados o billetes de conveniencia subían preventivamente los precios y sólo ponían sobre el mostrador la mercancía mínima que necesitaban vender para subsistir, reservándose o acaparando el resto a la espera de que su valor siguiera subiendo. Los negocios se constriñeron a una economía de supervivencia en la que todo iba “de la mano a la boca”. Esto generó a la vez una tasa de inflación mensual de entre el 6 y el 8 por ciento y un desabastecimiento autoinducido por razones psicológicas porque, como explica Crouzet, “cuando la escasez parece amenazar como en 1793, el miedo paraliza la circulación de los productos y vuelve la escasez real; el temor a la falta de suministros conduce de forma efectiva a la falta de suministros”.
Como los salarios siempre iban detrás de los precios, tanto los campesinos como los sans–culottes urbanos cada vez debían dedicar una parte mayor de sus ingresos a impedir que ellos y sus familias murieran de inanición, lo que reducía drásticamente la demanda sobre los productos manufacturados o industriales de los que dependía el empleo urbano. Aunque, según cálculos recientes, la pérdida real del poder adquisitivo entre 1790 y 1793 de los sans-culottes que conservaron su empleo no habría pasado del 15 por ciento, también en este aspecto el factor psicológico –el pánico a la indigencia– tuvo una importancia decisiva.
Era el caldo de cultivo perfecto para los disturbios callejeros. En enero de 1792 la brusca subida del azúcar, en gran parte causada por la rebelión de los esclavos en Haití, había desencadenado asaltos a las tiendas de comestibles que, con la complacencia de las autoridades municipales, desembocaban en el mantenimiento forzoso del precio anterior y la subsiguiente pérdida para los tenderos. Los jacobinos reaccionaron lanzando una campaña entre las secciones para renunciar al consumo de azúcar por el bien de la Revolución, pero no pudieron hacer lo mismo cuando durante el siguiente invierno comenzó a subir el precio del pan. [...]
La Convención podría haber rectificado su loca carrera hacia el desastre bien suspendiendo el pago de la deuda pública, bien estableciendo nuevos impuestos –llegó a considerar uno sobre las puertas y ventanas–, o sobre todo introduciendo sanciones y otros métodos coactivos para cobrar los atrasos de los vigentes; pero todas estas iniciativas debieron de parecerle propias del Antiguo Régimen y optó por autorizar nuevas emisiones de asignados. [...]
El caso es que cada vez había más billetes, cada vez su valor nominal significaba menos, y cada vez había más dificultades para adquirir un menor número de productos. La reacción de la población que carecía de los mínimos conocimientos para entender lo que estaba pasando fue demonizar a los “acaparadores” y “especuladores” y refugiarse en la exigencia de medidas proteccionistas como las que habían regido durante el Antiguo Régimen limitando el comercio de granos. [...]
Pese a que en diciembre, a la vista de la experiencia, se anularon las restricciones de septiembre sobre el comercio de granos, fue imposible dar marcha atrás en esa especie de escalada del egoísmo municipal. En la calle cundía el fervor intervencionista en el que se refugia siempre la impotencia popular. Se pedía que el valor de los asignados respecto al numerario quedara fijado de forma inalterable por ley, y en último extremo que se eliminaran las piezas de plata de la circulación para que nadie pudiera especular. Se pedían medidas fulminantes contra el acaparamiento y los acaparadores. Pero, sobre todo, el santo y seña que circulaba por los faubourgs de la periferia de París y por barrios obreros del centro como el de Gravilliers quedaba resumido en dos palabras mágicas: la tasación y el maximum.
Lo que reclamaba el movimiento de los enragés –más que como “airados” o incluso “rabiosos”, una traducción fiel a su espíritu debería definirlos como “cabreados”– era que todos los artículos de primera necesidad fueran tasados por las autoridades con un precio máximo y que cualquier venta que lo desbordara fuera considerada un grave delito. [...]
Especuladores
Tal y como denunciaría el propio ministro Garat ante la Convención, uno de los efectos más notorios de la medida era que numerosos habitantes de los departamentos circundantes acudían a la capital a comprar pan barato para revenderlo fuera, tras sacarlo subrepticiamente a través de los fielatos o de las brechas abiertas en el muro que rodeaba a la capital.
Para completar el círculo del despropósito ese comercio clandestino y la obsesión por la escasez terminaron obligando a muchos parisinos a abastecerse de harina fuera de la ciudad. [...] En todo caso, los ciudadanos movilizados bajo la bandera de sus recién adquiridos derechos no entraban en disquisiciones sobre el estado de las arcas municipales o el vigor del comercio interior.
En un entorno de corrupción, derroche y dinero fácil, ellos veían deteriorarse aceleradamente su poder adquisitivo. O para ser más exactos temían que eso ocurriera aún en mucha mayor medida y buscaban a los culpables con las picas en la mano, mientras pedían a la Convención que atendiera sus reivindicaciones con medidas drásticas. París era aquel febrero un barril de pólvora en el que el más leve chispazo podía desencadenar una nueva explosión revolucionaria, una de esas sacudidas violentas que tanto le gustaban a Marat, siempre que las provocara él.
En Expansión. com, 30.09.2011
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