ARTE S. XIX: ESCULTURA
La escultura en la 1ª MITAD Del s. xix
La escultura en la 1ª MITAD Del s. xix
La
percepción de un espíritu romántico en la escultura del siglo XIX puede
encontrarse tanto en la producción de artistas académicos cuya obra entronca
sin particulares enfrentamientos con los principios plásticos del
Neoclasicismo, como en algunos escultores, especialmente franceses, que, a la
inversa, es decir, sin tanta “revolución” como después se ha supuesto, se
manifestaron en contra de algunas posiciones del jurado de los salones y
trataron de demostrar que sus creaciones respondían al mismo grito
revolucionario de pintores y escultores, aunque éstos señalaron repetidas
veces que la escultura no podía expresar los sentimientos románticos. Por lo
tanto, no pueden sistematizarse paradigmas formales de estilo hacia los que se
acerquen unas u otras obras, ni tampoco períodos cronológicos de transición o
plenitud: únicamente puede afirmarse que existe una “sensibilidad” romántica
consciente y que en algunos casos esa “sensibilidad” parece poder reconocerse
plástica o temáticamente.
Así, una
pléyade de artistas de todos los países, generalmente clasificados por sus
temas y su aparente respeto a una normativa conocida entre los clasicistas,
tienen un innegable punto de vista romántico. Tal es el caso de la obra de
Schadow o Rauch, en Alemania, de Pradier, David d’Angers o Bosio, en Francia,
de Chantrey en Inglaterra, o de Ponzano o Piquer en España. En todos esos
casos, y en otros muchos, lo clásico es sólo lo descriptivo, es decir, la
posibilidad de localizar unos principios estilísticos académicos, pero, al
mismo tiempo, existe una sutil irradiación de romanticismo que va desde la
textura voluptuosa a la complejidad didáctica, de la ternura individualizada a
la nostalgia historicista. En escultura, más que en ninguna de las otras
artes, queda claramente manifiesta la imposibilidad de traducir en elementos
formales constantes e invariables las distintas tendencias decimonónicas, por
lo demás siempre encabalgadas.
Tradicionalmente, sin embargo, un grupo de escultores franceses -a los que no
resulta fácil encontrar paralelo en otros países- suelen presentarse como
abanderados de la causa romántica, en tanto que reúnen todos o una gran
parte de los siguientes valores: frente al carácter intemporal, arquetípico,
de la belleza ideal antigua, proponen la incorporación de temas
contemporáneos, concretos, y la libertad para elegirlos, el gusto por la
tensión y el movimiento, la curiosidad por lo grotesco y hasta lo imperfecto,
la renuncia a principios anatómicos o compositivos estrictos, la búsqueda de
efectos pictóricos y expresivos, la captación de la emoción y el arrebato, la
manifestación de todo tipo de sentimientos, la exploración de la fuerza de la
inquietud frente a la templanza y la sugerencia hasta el paroxismo. Pero tal
clasificación es más fruto de una racionalización posterior, como consecuencia
de una intencionada alternativa de situarse frente a algo, que la existencia
real de formas nuevas. La prueba es que, aunque algunos fueron recibidos con
crítica ad versa por su evidente posición reivindicativa, todos acaba ron
integrándose sin mayores sobresaltos en el esquema general preexistente y su
triunfo social no se hizo esperar. El carácter incluso tardío de su aparición
en relación con otras artes es una demostración más de que esa pretensión
consciente de que la escultura reuniese específicos valores románticos no se
había traducido en un cambio sustancial. Por eso, todas las novedades son
asimiladas por otros escultores -cualesquiera que sean su formación originaria
y sus intenciones- de una forma sistemática, poniéndolas al servicio del poder
y utilizándolas para su éxito. Estos últimos artistas suelen llamarse
eclécticos en tanto que se supone que, por razones de cronología, efectúan
un proceso de síntesis de tendencias, mientras otros, como Rude, Barye o
Préault, suelen aparecer como genuinamente románticos. Otra vez es evidente la
relatividad del concepto de estilo.
En la
mayor parte de los países -e incluso en la propia Francia, cuya historiografía
implantó unos modelos más rígidos- carece de sentido establecer diferencias
entre espíritu romántico en el clasicismo, escultura romántica y eclecticismo,
cuando, en realidad, la evolución de la escultura no sufre alteraciones. El
término “eclecticismo” es, en cualquier caso, el que mejor define
estilísticamente a la mayor parte de la escultura decimonónica. De todos
modos, como ya se ha planteado, el eclecticismo puede interpretarse como una
realidad inconsciente -y por lo tanto inevitable- o como un esfuerzo
voluntario de síntesis. La dimensión formal del eclecticismo estriba tanto en
la posibilidad de repetir un modelo del pasado según un lenguaje codificado
previamente, al igual que en arquitectura, como en la utilización simultánea
de múltiples estereotipos estilísticos -sobre todo los experimentos desde el
Renacimiento- para conseguir la más perfecta de las obras de arte. En este
último caso, el más frecuente, pueden señalarse en la escultura los siguientes
aspectos: se trata de obras vinculadas a las esferas del poder (medallas en
salones o exposiciones o encargos oficiales); la repetición de los citados
estereotipos estilísticos no equivale a la repetición de la función (lo que se
concibió para un altar puede aparecer en el remate de un edificio, en una
plaza, en una tumba o en un centro de mesa); los valores inherentes a la
escultura como arte (volumen, textura de materiales...) suelen verse
desplazados por la búsqueda de efectos escenográficos y narrativos; hay un
intencionado esfuerzo por manifestar todo tipo de alardes técnicos, huyendo de
la simplicidad; la composición, por lo tanto, suele resultar compleja y, casi
siempre, agitada; se produce un juego emocional, erótico muchas veces, con el
espectador, de tal manera que el argumento o la primera apariencia determinan
la complacencia en la escultura.
La
repercusión del Realismo en la escultura es más de orden temático o
expresivo que de innovación formal y por eso no cabe separarlo del marco
general del eclecticismo. En realidad, los deseos de verdad, de vestir los
personajes a la moderna, de seleccionar cualquier aspecto de lo cotidiano,
existen, en Francia al menos, desde los años treinta. Se prodiga una temática
que podríamos llamar de género, por ponerla en paralelo con la pintura, que
desde una visión bucólica de pastores, pescadores o feriantes, se extiende a
la representación “objetiva” de todas las clases sociales, desde la burguesía
al obrero. Un papel singular hay que conceder al belga Constantin Meunier: su
representación de trabajadores vinculados a las actividades de una sociedad
industrial no tiene nada de pintoresca. El trabajo se ha convertido en un
símbolo alegórico de otro poder, aunque los medios para expresarlo no son
siempre tan distintos. Su estela, más superficial siempre, se deja sentir por
toda Europa.
De todos
modos, la escultura, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX sobre todo,
denota unos valores forma les que si aparentemente han sido la causa de su
minusvaloración frente a la pintura, también es verdad que, en ocasiones,
merecen, desde otro punto de vista, ser tenidos en cuenta para la comprensión
del fenómeno regenerador que se va a producir en el cambio de siglo. Así,
puede reconocerse que el carácter pictórico evidencia una valoración de la
superficie -de distintas superficies- que su pera la dicotomía entre
materiales dignos y no dignos y otorga a cada uno la diversidad que le es
propia. El ilusionismo, que parece la esencia contraria a la escultura con
temporánea y resulta pretensión constante en el XIX, no es siempre la
sustitución imaginaria de la realidad en el arte sino, por definición, la
creación de otra realidad o ilusión y, en ese sentido, la escultura
decimonónica no está tan lejos de cualquier obra de arte de cualquier época.
Quede eso por un lado. Pero es que también la escultura es inevitablemente
volumen en el espacio y esta condición no puede negársele a la escultura del
siglo XIX; es más, cuando la temática realista se afianza, hay una
complacencia en el volumen. En tercer lugar, hay que reconocer que la poética
de Rodin, Bourdelle o Rosso -entre otros renovadores finiseculares- es la
poética de lo primitivo, del boceto, pero los de Carpeaux o los Daumier no
están lejos. Por último, ¿existe una diferencia verdaderamente radical entre
tanta escultura calificada muchas veces apresuradamente de “modernista”
-o de su entorno-, por aspectos en su mayoría superficiales, y tantas
experiencias historicistas y esteticistas, en apariencia dentro del
eclecticismo internacional?
La otra
cuestión que gravita en torno a la escultura decimonónica, además del estilo,
es la diversificación funcional de las distintas tipologías. Como en todas las
manifestaciones artísticas del siglo -especialmente en arquitectura, pero
también en pintura- existe una vinculación determinante entre forma y función
hasta el punto de que ésta nos da las claves últimas de aquélla.
En primer
lugar, debe considerarse que una escultura, para el siglo XIX, es -seguramente
antes que otra cosa, pero, desde luego, además- un objeto bello cuya
contemplación contribuye decisivamente al progreso humano. Esta afirmación,
que puede parecer grandilocuente y pedante, es más obvia y tiene más
consecuencias que en otras artes por que también significa que la escultura
alcanza una dimensión decorativa esencial, tanto en su génesis como en los
efectos que debe producir. En ese sentido, el proceso creativo de una
escultura es complejo, pues las relaciones artista-obra de arte se verifican
en dos niveles, a veces complementarios, aunque no siempre. Existe la relación
tradicional de cualquier escultor que “crea” por los procedimientos
habituales, más o menos renovados: del dibujo se pasa a la talla directa o al
moldeado, que puede resultar obra definitiva o boceto, el cual, completado, se
copia en mármol o se funde en bronce. Todo ello proporciona resultados
variados; pero es que, además -dada esa dimensión decorativa-, entra en juego
el problema de la reproducción, que es económico y estético a la vez: no sólo
existe la posibilidad de copiar por puntos y en cualquier material y tamaño
cualquier escultura antigua o moderna, sino la de sustituir unos materiales
por otros con la apariencia que se desee y, sobre todo, fabricar en serie
cuantos modelos se elijan, todo lo cual hace que el análisis exhaustivo de la
escultura decimonónica desborde los límites de la historia del arte.
En
segundo lugar, la dimensión íntima del arte del siglo XIX es vital para el
desarrollo de la escultura, aunque sólo fuera por su abundancia, y por lo que
contribuye a la configuración de dos tipologías: la estatuilla y el retrato.
Las estatuillas representan todo tipo de temas y traducen muy
significativamente el gusto burgués. Su papel no debe menospreciarse. El
retrato es la expresión artística más apropiada, tanto del yo romántico o
la individualidad oficialista, como de la realidad menos idealizada. La
escultura de retratos es, más que la pintura, memoria sacralizada del modelo,
pero, lo mismo que en ésta, suelen tener tanta o más importancia los distintos
aspectos de la “puesta en escena” como la caracterización psicológica del
retratado, es decir, la buena apariencia física en relación con el natural, el
peinado (especialmente entre los femeninos), el vestido y, sobre todo, la
expresión gestual. En este sentido, hay que recordar que uno de los concursos
anuales de la escuela de Bellas Artes era el de “la cabeza de expresión”, a
través del cual el artista ponía de manifiesto su capacidad para traducir
plásticamente cualquier sentimiento (esperanza, dolor, odio, desdén, atención,
violencia, desprecio, venganza, resignación).
Por
último, el concepto historiográfico que hoy tenemos de la escultura
decimonónica no sería tal sin la proyección pública que este arte alcanzó en
los grandes encargos arquitectónicos, tanto políticos como religiosos, en el
monumento urbano y en los cementerios. La escultura aparece estrechamente
vinculada a la arquitectura, lo que es importante, tanto para comprender su
sentido icono gráfico en relación con la función del edificio, como para
apreciarla estéticamente en un conjunto que suele reunir relieves y figuras
exentas destinados a ser contemplados como un todo. El monumento urbano
es la tipología decimonónica por excelencia, por su difusión, su variado
desarrollo y las implicaciones artísticas y extra-artísticas que reúne.
Erigidos por concurso, encargo o suscripción, representan todos los valores
del ciudadano porque, además de constituir piezas indispensables del
amueblamiento urbano sin las cuales la ciudad sería distinta, engrandecen al
hombre con el pasado o con las virtudes de otros, es decir, le definen
socialmente, y, al mismo tiempo, proyectan su mensaje ejemplificador. El
cementerio es, de alguna manera, la ciudad ideal del siglo XIX. Si
urbanísticamente están organizados según los mismos principios y la
arquitectura alcanza allí los extremos más fantásticos del eclecticismo, son
las numerosas esculturas que salen de nichos y tumbas como seres mágicos
congelados las que otorgan a los cementerios la dimensión sentimental y moral
que poseen. Hay representaciones del propio difunto, de desgarrado realismo
una veces, de plácida solemnidad historicista otras, pero lo que más abunda es
la escultura alegórica, sea en relieve o exenta, transposición de personajes
mitológicos o ángeles de dudosa filiación cristiana, que, junto a símbolos
funerarios, se mezclan con la arquitectura y la vegetación hasta situarse en
la imprecisa frontera entre la vanidad y la apoteosis.
Carlos Reyero.- Del Romanticismo al
Impresionismo. Ed. Arín. Madrid 1988. Págs. 29-37
La escultura en la 2ª MITAD Del s. xix
La
brillantez, imaginación y calidad alcanzadas por la pintura durante el siglo
XIX no tuvieron paralelo en el caso de la escultura, a pesar de que, sobre
todo a partir de 1850, los escultores se esforzarían en obtener efectos de
luces y sombras a través del tratamiento de las superficies, tanto de piedra
como de metal o arcilla, intentando conseguir un ilusionismo similar al
pictórico.
La
llegada del Realismo supone una renovación de la escultura en cuanto a forma y
contenido, si bien habrá que esperar hasta finales de siglo para que se
materialice su deslinde definitivo de la pintura y se manifieste con un
lenguaje nuevo y autónomo.
Hasta
entonces, la escultura estaba mediatizada por su querencia a los modelos del
pasado y por su vinculación a intereses políticos y propagandísticos. De este
modo, su realización se veía limitada a la de personajes ilustres, de héroes
militares, de relevantes políticos y de significados literatos o artistas, lo
que propiciaba la proliferación de monumentos conmemorativos y de homenaje.
Unos monumentos que cumplían tanto una función didáctica y ejemplarizante como
un fin decorativo, y cuya ubicación respondía a programas urbanísticos y
embellecedores de las ciudades.
Asimismo,
la escultura florecería, con concesiones a la fantasía y a la evocación
sentimental, en los monumentos funerarios, cuya importancia se vería
multiplicada por la creación de grandes cementerios en el extrarradio de las
ciudades, fruto, a su vez, del desarrollo de la moda del culto a los muertos.
La
obra de Carpaux.-
El escultor que más destaca dentro del panorama artístico del Segundo Imperio francés fue Jean-Baptiste Carpaux (1827-1875). Discípulo de François Rude (1784-1855), uno de los más notorios escultores del período napoleónico y gracias al cual se apartó del academicismo, acuñando un estilo personal libre y vivaz. En 1853 consiguió, tras varias tentativas, el ansiado Premio de Roma, lo que le permitió entrar en contacto directo con la escultura de la antigüedad. Fruto de su admiración por la de Miguel Ángel es su obra Ugolino y sus hijos (Jardines de las Tullerías), que realizó entre 1861 y 1863, que causó admiración por su fuerza dramática y que le serviría de inspiración a Rodin a la hora de concebir su Pensador.
El escultor que más destaca dentro del panorama artístico del Segundo Imperio francés fue Jean-Baptiste Carpaux (1827-1875). Discípulo de François Rude (1784-1855), uno de los más notorios escultores del período napoleónico y gracias al cual se apartó del academicismo, acuñando un estilo personal libre y vivaz. En 1853 consiguió, tras varias tentativas, el ansiado Premio de Roma, lo que le permitió entrar en contacto directo con la escultura de la antigüedad. Fruto de su admiración por la de Miguel Ángel es su obra Ugolino y sus hijos (Jardines de las Tullerías), que realizó entre 1861 y 1863, que causó admiración por su fuerza dramática y que le serviría de inspiración a Rodin a la hora de concebir su Pensador.
Su
ejecución más famosa fue, sin embargo, La danza, obra que llevó a cabo
en 1869 para la decoración de la Opera de París y en la que, en contraste con
la seriedad y dramatismo que caracteriza a la anteriormente citada, destacan
la gracia, la vivacidad y el decorativismo que desprende el conjunto
escultórico. Unas cualidades que Carpaux ya había esbozado en las decoraciones
para el Pavillon de Flora del Louvre, en 1864-1866, pero que en esta ocasión
alcanzaron el máximo grado de expresividad.
En esa
misma línea de vitalidad y sensualismo puede situarse La fuente del
Observatorio, de 1867-1877, un homenaje al cuerpo femenino mediante la re
presentación de cuatro mujeres desnudas, simbolizando así las cuatro razas
humanas, que al tiempo que bailan sostienen la esfera zodiacal.
En el tratamiento de sus bustos también trasmitió a sus modelos vitalidad y penetración. Es el caso del que realizó en 1869 a su amigo Charles Garnier, arquitecto de la Opera de París, que se conserva en ese edificio; el del que llevó a cabo en 1872 al pintor J. L. Gerome (París, Col. particular), y, sobre todo, el boceto que para el monumento a su paisano Watteau en Valenciennes hizo en 1863, donde el espíritu plástico de este pintor es materializado por Carpaux en una figura esbelta con rostro pensativo.
El
realismo de Meunier y de Dalou.-
La mejor traducción escultórica del realismo social se dio en Bélgica con la figura de Constant Meunier (1831-1905), quien tras vivir directamente la dureza del trabajo en la región minera de Borinage decidió testimoniar su compromiso con la clase trabajadora a través de la pintura y, sobre todo, de la escultura. Sus protagonistas fueron distintos tipos de obreros -mineros, descargadores, herreros, etc.-, a los que monumentalizaba en lo físico, dotando a las figuras de fuerza y vigor, y en lo moral. En este sentido, guardaba con los pintores realistas, de un modo especial con Millet, mucha similitud en cuanto a esa identificación del héroe moderno con el trabajador anónimo.
La mejor traducción escultórica del realismo social se dio en Bélgica con la figura de Constant Meunier (1831-1905), quien tras vivir directamente la dureza del trabajo en la región minera de Borinage decidió testimoniar su compromiso con la clase trabajadora a través de la pintura y, sobre todo, de la escultura. Sus protagonistas fueron distintos tipos de obreros -mineros, descargadores, herreros, etc.-, a los que monumentalizaba en lo físico, dotando a las figuras de fuerza y vigor, y en lo moral. En este sentido, guardaba con los pintores realistas, de un modo especial con Millet, mucha similitud en cuanto a esa identificación del héroe moderno con el trabajador anónimo.
Estibador (Petit Palais, París) y Pudelador (Museo de Bellas Artes,
Bruselas) son dos expresivos ejemplos de esa es cultura monumental, donde el
idealismo está amortiguado por la severidad y la austeridad de las formas.
Otro
escultor preocupado por lo social fue el francés Jules Dalou
(1838-1902). Discípulo de Carpaux, estuvo comprometido con el socialismo
militante hasta tal punto que hubo de huir de Francia en 1871 al caer la
Comuna, desarrollando parte de su carrera en Inglaterra. Amnistiado en 1879,
regresó a su país, presentándose a un concurso para la ejecución del monumento
al Triunfo de la República, encargo que le llevó veinte años (1879-1899). Una
obra grandiosa en la que la República está representada por una figura
femenina, aupada en actitud triunfante a un carro conducido por el genio de la
libertad y al que acompañan representaciones alegóricas del trabajo, la
justicia y la prosperidad.
En su
inquietud por enaltecer el mundo laboral, Dalou, cuyas figuras son más
naturales y, por tanto, menos heroicas que las de Meunier, proyectó en 1895
Monumento al trabajo, del que se conservan algunas piezas en el Petit
Palais de París.
Un
pintor que esculpe: Degas.-
El hacer escultórico de Degas, ..., no puede considerarse desligado de su pintura, por cuanto fue producto de sus investigaciones en torno a la figura y al movimiento, sus gran des preocupaciones pictóricas.
El hacer escultórico de Degas, ..., no puede considerarse desligado de su pintura, por cuanto fue producto de sus investigaciones en torno a la figura y al movimiento, sus gran des preocupaciones pictóricas.
De Degas
se tienen catalogadas setenta y cuatro obras, que fueron fundidas entre 1919 y
1921, ya fallecido el artista, por Hebrard, que utilizó para ello las
correspondientes figuras de cera halladas en el estudio del pintor, junto a
muchas otras cuyo estado de deterioro impidió su reproducción.
Sólo en
una ocasión expondrá Degas una escultura de su firma. Lo hizo en el Salón de
los Impresionistas de 1881 con Bailarina de catorce años (París, Museo
d’Orsay), una figura de cera con falda de tul y lazo de raso de seda,
criticada entonces por su excesivo realismo. Una figura que no es más que una
transposición de una de las muchas bailarinas de ballet que el pintor plasmaba
en sus cuadros con igual precisión y perfección de detalles, y a las que
trasmitía la sensación de movimiento.
Los
grandes renovadores: Rodin e Hildebrand.-
La renovación que experimenta la es cultura en la segunda mitad del siglo XIX tuvo como protagonistas esenciales a dos significados artistas: Rodin e Hildebrand. Contemporáneo uno del otro, representan, sin embargo, dos polos opuestos en cuanto a sus respectivos planteamientos, pues si apasionado e ingenioso era el primero, teórico y filosófico fue el segundo. No obstante, ambos tienen en común el objetivo de re vivir los antiguos ideales de la escultura, alejándola de la mera reproducción naturalista y de su vinculación con lo pictórico.
La renovación que experimenta la es cultura en la segunda mitad del siglo XIX tuvo como protagonistas esenciales a dos significados artistas: Rodin e Hildebrand. Contemporáneo uno del otro, representan, sin embargo, dos polos opuestos en cuanto a sus respectivos planteamientos, pues si apasionado e ingenioso era el primero, teórico y filosófico fue el segundo. No obstante, ambos tienen en común el objetivo de re vivir los antiguos ideales de la escultura, alejándola de la mera reproducción naturalista y de su vinculación con lo pictórico.
Los
estudios sobre la obra de August Rodin (1840-1917) suelen
iniciarse haciendo mención de El hombre con la nariz rota (París, Museo
del Louvre), escultura que realizó cuando contaba veinticuatro años de edad y
que fue rechazada en el Salón de 1864 al considerarla inacabada el jurado. Una
consideración que acabaría convirtiéndose en uno de los principales postula
dos artísticos de Rodin, tal como confesó en su día: “Esta máscara
determinó mi futuro”.
Los
primeros años de Rodin no fueron fáciles. No admitido en la Ecole de Beaux
Arts, hubo de contentarse con asistir a la Petite Ecole des Arts Decoratives,
siendo su primer empleo el de modelador y dibujante de escultura decorativa.
Tampoco gozó de la comprensión de la crítica.
En 1877
realiza Edad de bronce (París, Museo Rodin), un desnudo masculino de
tamaño natural, siendo acusado de haberlo fundido a partir de un modelo vivo.
Y es que Rodin concebía la escultura como una masa plástica vital y vibrante,
resultado que, según sus palabras, obtenía porque en vez de visualizar las
diferentes partes del cuerpo como superficies más o menos planas, las
imaginaba como proyecciones de unos volúmenes internos... Y ahí reside la
verdad de mis figuras: en vez de ser superficies, parecen surgir de dentro a
afuera, exactamente como la propia vida.
En 1880
recibía el encargo oficial de llevar a cabo una puerta de grandes dimensiones
para el nuevo museo de Artes Decorativas. Inspirándose en Dante, la tituló
La puerta del infierno, si bien en lo formal recuerda a la renacentista
Puerta del paraíso, en Florencia, de Ghiberti. La complejidad del proyecto des
bordó en más de una ocasión al escultor. Integrado por 186 figuras, muchos de
los bocetos y realizaciones dieron lugar a numerosas composiciones, algunas de
las cuales llegaron a convertirse en obras independientes. Tal fue el caso de
El pensador, situado originariamente en el dintel superior de la
puerta, obra inspirada en el Ugolino de Carpaux, según se cita en otro lugar.
Es el caso también de El beso, inicialmente prevista para decorar esa
entrada, obra inspira da en los amores de Paolo y Francesca, personajes de El
infierno de Dante. El beso, del que existe una versión en el Museo Rodin y
otra en la Tate Gallery, revela una de las características distintivas del
escultor: no utilizar el punto de vista único, sino la contemplación de la
obra desde varias perspectivas, para potenciar al máximo la expresividad del
cuerpo humano.
Camille
Mauclair, que mantuvo una estrecha relación con el artista, explicaría en un
texto de 1905 el método seguido por Rodin: Hacía sucesivos apuntes de todas
las caras de sus obras y a su alrededor daba continuas vueltas con el fin de
obtener una serie de vistas conectadas en círculo... Su deseo era que una
estatua se levantara totalmente libre y aguantara la contemplación desde
cualquier punto; debía además guardar una relación con la luz y la atmósfera
que la rodeaba. Un método, pues, que vincula a Rodin con la escultura cinética
que idearan los escultores del siglo XVI.
Por otra
parte, en las piezas mutiladas del arte antiguo supo ver un gran valor
expresivo, lo que le llevó a realizar obras de partes concretas de la anatomía
humana, presentándolas como asuntos independientes. El hombre que camina
(1877) y El torso (1889), ambos en el museo Rodin, son dos ejemplos de
lo que con el tiempo sería muy común en la escultura moderna.
En Miguel
Ángel descubrió Rodin el atractivo de lo inacabado y el abanico de
posibilidades que brindaban los con trastes entre superficies pulidas y sin
pulir en una misma obra o el abandono total de las formas pulidas. Este
hallazgo lo asumió y explotó sin vacilar, pues aunque manejaba el barro con
increíble facilidad, hasta el punto de poder ser considerado como el gran
modelador de la historia de la escultura, apenas trabajó la piedra, delegando
la labor de talla en sus ayudantes, entre los que destacaron Antoine Bourdelle
(1861-1929) y Charles Despiau (1874-1946).
La
diferencia sustancial entre Rodin y Miguel Ángel estriba en que las zonas
aparentemente inacabadas que practicaba el primero no eran, como en el caso
del segundo, el resultado de un proceso de talla directa.
La fuerza
de la expresión fue especialmente perseguida por Rodin en dos obras que
realizó por encargo. Se trata de Los burgueses de Calais (1884-86) y
Balzac (1892), ésta última para la Societé de Gents de Lettres, ambas en
el museo Rodin. Mientras que la primera de ellas fue concebida como un grupo
compacto, la del escritor Balzac es una escultura individual, cuya ejecución
se prolongó por espacio de siete años, tiempo en el que el artista modificará
su concepción, yendo desde el fiel retrato de la fisonomía de Balzac hasta
sintetizar una figura colosal dominada por la inspiración creadora, no
obstante la pequeña estatura que poseía el protagonista. El resultado fue una
figura envuelta y escondida en un voluminoso abrigo, coronada por una robusta
cabeza en la que los rasgos ‘están profundamente marcados. Una obra en la que
a la simplicidad se une la profundidad psicológica, constituyendo uno de los
retratos escultóricos más sugerentes de la época moderna.
Adolf von Hildebrand (1847-1921) dejó dicho que, si sólo tuviéramos
fragmentos de las figuras de Rodin, tendríamos que admitir que no habría
habido nada igual desde los días de los griegos o de Miguel Ángel.
Hildebrand, mejor teórico del arte que escultor, fue junto con Rodin quien más
impulsó la renovación de la escultura de su tiempo. Admirador también de
Miguel Ángel, abogaba tenazmente por el regreso al método renacentista y
artesanal de la talla directa a través de El problema de la forma, libro
ideado en principio como necrología de su amigo el pintor Von Marées y que,
una vez editado, en 1893, se convirtió en un texto que ejerció una notable
influencia no sólo en los artistas y estudiantes, sino también en
historiadores del arte como Wólfflin, que adoptaron plenamente sus teorías.
Como
escultor, sus obras más significativas fueron Un adolescente (Berlín,
Staatliche Museen), de 1884, una estatua de mármol donde acaso refleja en
exceso sus ideas sobre la pureza, la claridad y la austeridad de las formas, y
La fuente de Wittelsbach, de 1895, ubicada en Munich, en la que también
adecua sus teorías a un monumento público.
A Rodin,
a través del impacto de sus obras escultóricas, y a Hildebrand, mediante sus
escritos, se deberán, pues, muchas de las características que impregnaron la
obra de posteriores generaciones de escultores.
PARA SABER MÁS, VER:
Escultores neoclasicistas
Constatin Meunier : El descargador del puerto de Amberes.
Degas: Bailarinas
Adolf von Hildebrandt : Adolescente,.
Auguste Rodin: el Pensador o los Ciudadanos de Calais
VER:
Escultura s. XIX. A. Rodin
713 RODIN
Degas: Bailarinas
Adolf von Hildebrandt : Adolescente,.
Auguste Rodin: el Pensador o los Ciudadanos de Calais
VER:
Escultura s. XIX. A. Rodin
713 RODIN
ESPAÑA
Escultura Siglo XIX en España
FUENTE : ARTEHISTORIA
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