637 El ajuste económico de la transición

ECONOMÍA EN LA TRANSICIÓN
 la crisis de los años 1973-1985 

El ajuste económico de la transición. La crisis del petróleo desencadenó una espiral inflacionista. El Gobierno de Adolfo Suárez se vio forzado a tomar duras medidas. El paro se disparó y acabó enquistándose
La crisis energética de los años 70 y el alza de los precios del petróleo recrudecieron una grave crisis económica en España, anclada en un sistema productivo caduco y una nula competitividad: nuestro país no tenía por entonces ni medios ni herramientas para luchar contra el déficit exterior. La inflación galopante llegó a casi el 30% anual y las estadísticas de desempleo oficiales rondaban los 600.00 españoles, pero las cifras reales podían más que doblar este número: España estuvo al borde la suspensión de pagos e incluso se temía poner en peligro una frágil democracia recién nacida.
Pero el 25 de octubre de 1977 se firman dos tratados que cambian este panorama desolador: el Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía y el Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política, que pasaron a la historia como los Pactos de la Moncloa, y que pusieron las bases de la estabilidad del país y la Transición.
Este mismo año, tras la constitución de las Cortes Generales, las elecciones del 15 de junio dieron la victoria por mayoría simple a la legislatura constituyente presidida por Adolfo Suárez, quien junto con Enrique Fuentes Quintana, vicepresidente Segundo para Asuntos Económicos y ministro de Economía, encaminó el país hacia el desarrollo económico. Pero estos pactos no fueron cuestión de un día, como explica Manuel Lagares en el monográfico 1958-2003: 45 años de economía en libertad, editado por Actualidad Económica. Entre 1974 y 1977 se celebran múltiples reuniones para fraguar una reforma fiscal dentro un programa de ajuste de la economía, que necesitaba el apoyo de los partidos políticos. Suárez respaldó sin fisuras la propuesta de Fuentes Quintana de firmar un gran pacto político para conseguir la modernización de la económica: estaba convencido de que el consenso económico podía asegurar el proceso constitucional. Desde el principio tanto la patronal como los sindicatos se opusieron a las condiciones que suponía un pacto de esta envergadura, por lo que decidieron que las medidas se irían implementando paulatinamente, dado así tiempo a los agentes sociales para madurar su visión de este proceso necesario. El primero de los programas del Pacto de la Moncloa -de saneamiento y reforma económica-, estableció la incorporación gradual de medidas monetarias para fijar un cambio realista de la peseta, una reforma fiscal con enfoque social, la limitación de los aumentos salariales y los estímulos a la libertad económica de mercado. Las medidas, junto al Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política, centrados en unas directrices clave -libertad de expresión, medios de comunicación social de titularidad estatal, derecho de reunión y asociación política, ley de enjuiciamiento criminal y reorganización de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, pusieron los cimientos de la libertad democrática.

 


9 de octubre de 1977: El Gobierno y la oposición negocian los Pactos de la Moncloa. / EFE

 La crisis petrolera de 1973 fue el detonante del fin de una época dorada
 
El 6 de octubre de 1973, día del Yom Kipur, o del Perdón, para los judíos, las tropas de los países árabes vecinos lanzaron una ofensiva a gran escala contra Israel. Tras tres semanas de combates, los israelíes —contando con la ayuda de EEUU— lograron restablecer su hegemonía. Esta breve guerra iba a dejar un rastro profundo, y no solo en Oriente Próximo. Sabedores del soporte occidental al Estado hebreo, los países árabes decidieron utilizar el petróleo como arma económica y bloquearon los envíos previstos a los países que apoyaban a Israel. Los precios se triplicaron en muy pocas semanas y aún aumentarían más en los años siguientes. Fue el detonante del fin de la época dorada —la larga etapa de crecimiento económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial—, que en aquellos momentos sufría ya los efectos de la crisis del sistema monetario internacional y las consiguientes presiones inflacionistas.

 Pocas semanas después, el 20 de diciembre, moría asesinado en Madrid el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno español y hombre de confianza de Francisco Franco, el anciano dictador de 81 años. La muerte de Carrero, delfín y garante del régimen, significaba el inicio de un proceso de transición abierto a todo tipo de incertidumbres.

Estos dos acontecimientos y sus secuelas iban a presidir la trayectoria económica de España en los años siguientes. Para comprender el proceso es necesario que nos detengamos primero en el estado de la economía española en vísperas de la crisis del petróleo. Después del inapelable desastre que significó la autarquía, la liberalización impulsada por el Plan de Estabilización de 1959, si bien incompleta, abrió el paso a una etapa de crecimiento económico sin precedentes. Este fue un proceso estrechamente vinculado a la gran expansión que se producía paralelamente en toda Europa Occidental. De Europa vinieron los turistas y los capitales que permitieron a España adquirir la maquinaria y la tecnología con la que se modernizó y amplió el sector industrial. A Europa fueron centenares de miles de trabajadores que contribuyeron con sus remesas a la mejora del país, tanto a escala macroeconómica como familiar.

La economía española creció entre 1960 y 1973 más que ninguna otra de Europa, una diferencia que se explica en gran medida por la magnitud del atraso anterior. Las estimaciones más fiables nos hablan de que el PIB por habitante de España era el 62% del de los principales países europeos antes de la Guerra Civil y que descendió 20 puntos en los años de la autarquía. El gran crecimiento de los años sesenta permitió recuperar la cota perdida, pero no ir mucho más allá: hacia 1973, el PIB por habitante español era el 64% del europeo. En cualquier caso, esta etapa de fuerte expansión alteró profundamente la estructura económica de España. La industria se diversificó y extendió sus raíces más allá de las regiones industriales tradicionales, mientras el auge del turismo impulsaba la construcción y los servicios. Consecuencia de todo ello, un fortísimo proceso migratorio convirtió a millones de campesinos empobrecidos en trabajadores urbanos mejor remunerados y, sobre todo, con mejores expectativas de futuro.



Este decenio largo de crecimiento acelerado, sin duda globalmente positivo, no se produjo sin sombras. Algunas de ellas iban a convertirse en amargos costes en cuanto cesara la expansión. El más importante de estos débitos derivaba de los efectos que las veleidades políticas del Estado franquista impusieron sobre el proceso de crecimiento.
Mediante la concesión de vías privilegiadas de crédito y de otras ventajas a determinados sectores y empresas públicas y privadas, los Gobiernos de Franco provocaron que la inversión industrial se distribuyera en función de los intereses políticos o particulares de los dirigentes de turno y no conforme a la rentabilidad o a las expectativas de futuro de cada sector. No olvidemos que el poder se ejercía sin control democrático alguno y bajo la férula de la represión. La economía española presentaba así, a comienzos de los años 1970, una estructura deforme en la que habían adquirido un peso excesivo actividades que nunca fueron rentables y que pronto devendrían insostenibles.
Una segunda sombra surgida en los años del desarrollo fue una fuerte tendencia a la inflación que obligaba a adoptar medidas de reajuste periódicamente. El alza de los precios se tornó especialmente intensa en los ejercicios previos a la crisis petrolera debido en parte a las condiciones internacionales, pero también a factores internos. Entre 1970 y 1973, los precios subieron en España a un ritmo superior al 9% anual.
Sobre este escenario de desequilibrio estructural y de fuerte inflación impactó la multiplicación súbita de los precios del petróleo. El barril de Arabia ligero (el de mayor consumo en España) pasó de 3 a 11,70 dólares entre octubre de 1973 y enero de 1974. Dos terceras partes del consumo energético español dependían de las importaciones de crudo. La factura a pagar aumentó en 2.500 millones de dólares, lo que significaba, por sí solo, un incremento del déficit comercial del 50%. Un impacto de esta magnitud iba a tener, inevitablemente, importantes consecuencias. A corto plazo implicaba un empobrecimiento colectivo por transferencia neta de recursos al exterior, un aumento de las presiones inflacionistas y la aparición de serios desajustes fiscales. A nivel más profundo, el cambio en los precios relativos de la energía conllevaba una alteración de las condiciones de producción y hacía inevitable un reajuste de carácter estructural. Todo ello en un contexto internacional de gran incertidumbre.


Los años del ‘desarrollo’ legaron inflación y una industria deforme
Ante este panorama, las autoridades se vieron abocadas a tomar decisiones que iban a tener consecuencias de amplio calado. La primera de ellas, y la más trascendente a corto plazo, era la referida a los precios de venta interior de los derivados del petróleo. Una repercusión plena del alza del crudo implicaba (como mínimo) doblar los precios de venta de los productos derivados, algo que hubiera tenido repercusiones depresivas inmediatas sobre la actividad económica. No se trataba solo del transporte; recordemos que la mayor parte de la electricidad se producía en centrales térmicas consumidoras de fuel.
Ante esta eventualidad, el último Gobierno de Franco optó por una repercusión tan solo parcial, absorbiendo el Estado una parte del aumento del coste del crudo por la vía de reducir los impuestos que gravaban el consumo de derivados. Así, mientras los precios de las gasolinas y el fuel aumentaban tan solo en torno a un 20% en términos reales, los ingresos del Estado por la venta de derivados del petróleo disminuían un 35%.
El mismo objetivo de soslayar los efectos de la crisis internacional tuvo la segunda gran decisión de estos meses cruciales: el mantenimiento de una política monetaria laxa destinada a evitar dificultades de financiación a las empresas. Se trataba de sostener la demanda interior ante el fuerte declive que estaba experimentando la demanda exterior. Tengamos en cuenta que, a diferencia de España, los países europeos de nuestro entorno adoptaron de inmediato políticas de ajuste, transfiriendo los aumentos del precio del crudo a los consumidores y adoptando al tiempo medidas de control de la oferta monetaria. La consiguiente contracción económica de estos países tuvo efectos inmediatos sobre España: en términos reales, los ingresos procedentes del turismo descendieron más de un 30%, y las exportaciones, casi un 8%.

Esta política acomodaticia o compensatoria continuó tras la muerte de Franco y el inicio efectivo de la Transición. Sus resultados fueron, por un lado, un retraso en el proceso de ajuste, con el consiguiente mantenimiento de tasas de crecimiento relativamente altas, pero a costa de un agravamiento de los desequilibrios de fondo. Entre 1973 y 1976, el PIB español creció un 16%, mientras que en los principales países de Europa Occidental el crecimiento fue tan solo del 5,5%. Pero en julio de 1976, cuando la dimisión forzada de Carlos Arias Navarro —legatario de Franco— permitió el acceso de Adolfo Suárez a la presidencia del Gobierno, la situación ya era muy delicada. La inflación interanual se acercaba al 20%, el déficit de la balanza exterior por cuenta corriente superaba los 4.000 millones de dólares y el déficit del Estado aumentaba. La permisividad monetaria no había podido evitar, por otro lado, el ascenso del desempleo, que afectaba ya a más de medio millón de personas, el triple que tres años antes.


La crisis de fondo se agravó por la respuesta del Gobierno de Franco
Los meses siguientes fueron los más intensos de la transición política. La prioridad otorgada al delicado proceso de demolición del régimen autoritario hizo que la adopción de medidas económicas correctoras tuviera que esperar a la elección del primer Gobierno democrático. A primeros de julio de 1977, el presidente Suárez, ratificado en las primeras elecciones libres, nombraba vicepresidente del Gobierno para asuntos económicos al profesor Enrique Fuentes Quintana, uno de los más prestigiosos economistas del país. Se iniciaba una nueva etapa en la que el ajuste económico se convertiría en el elemento central del escenario público.

Los Pactos de la Moncloa

El retorno al equilibrio exigía, en primer lugar, poner fin a la enloquecida espiral de aumentos de precios y salarios que estaba en la base del desbordamiento inflacionario. El Estado, por otro lado, debía reducir el déficit público y el consecuente recurso a la deuda, para evitar que el endeudamiento alcanzara niveles insoportables. Una operación de este calado resultaba imposible, en aquella situación, sin contar con el consenso de los estamentos sociales más relevantes. Recordemos que el partido gobernante, la UCD de Adolfo Suárez, no disponía más que de mayoría relativa en el Parlamento y que el ajuste económico se iba a implementar mientras se desarrollaba el debate sobre la nueva Constitución democrática que habría de regir los destinos del país. El Gobierno, en consecuencia, promovió una negociación multilateral en la que, además del propio Ejecutivo, participaron las fuerzas políticas con representación parlamentaria, los sindicatos y las entidades patronales, y que desembocó en los llamados Pactos de la Moncloa, firmados en octubre de 1977.
Los elementos fundamentales del acuerdo pueden resumirse en dos:
1. Un ajuste económico a corto plazo basado en la contención salarial, una política monetaria restrictiva, la reducción del déficit público y la adopción de un sistema de cambios flotantes para la peseta, con la consiguiente devaluación.
2. La introducción de algunas reformas consideradas indispensables en el nuevo contexto político: modernización del sistema fiscal, aprobación de un nuevo marco legal para las relaciones laborales y liberalización del sistema financiero.

Los Pactos de la Moncloa facilitaron la moderación salarial y el ajuste
Los efectos estabilizadores de las medidas adoptadas se observaron a lo largo de 1978 y 1979: la devaluación hizo que la balanza por cuenta corriente se tornara positiva, mientras la política monetaria y el acuerdo de rentas permitían reducir la tasa de inflación del 25% al 15%. Como era de esperar, el enfriamiento económico tuvo efectos sobre el crecimiento, que se contrajo y se convirtió en levemente negativo en 1979.
Cuando el ajuste parecía próximo a completarse y se empezaba a detectar cierta recuperación, la economía mundial —y la española— se vio sacudida por la segunda crisis del petróleo. Esta vez, la razón fue el derrocamiento del sah y la instalación de un régimen de base religiosa en Irán, uno de los principales países productores de crudo, y el inmediato estallido de una guerra abierta entre ese país y el vecino Irak, asimismo un gran productor. De nuevo, los precios se multiplicaron: de 12,70 dólares por barril de principios de 1979 se pasó a 26 dólares a principios de 1980 y a 37 dólares a finales de ese mismo año.
La elevación de los precios del crudo produjo otra vez un fuerte desajuste macroeconómico. La inflación dejó de reducirse y se mantuvo durante varios años en torno al 15% anual, mientras que el déficit público pasaba del 1,7% a casi el 6% del PIB y la balanza por cuenta corriente se volvía de nuevo negativa por unos 5.000 millones de dólares anuales. El Gobierno optó en esta ocasión por repercutir en los consumidores el incremento de los precios del crudo. El precio del fuel pasó de 8.300 a más de 20.000 pesetas por tonelada. La economía española se estancó de nuevo y no volvió a la senda de la recuperación hasta bien entrado 1982. Los años siguientes, ya bajo Gobierno socialista, la recuperación prosiguió hasta alcanzarse tasas de crecimiento del producto en torno al 3%.
En buena medida, sin embargo, la crisis de estos años se cerró en falso. La economía volvió a crecer, pero sin haber solventado algunos desequilibrios básicos. Como indicábamos más arriba, la indispensable reconversión industrial solo se abordó a la llegada del partido socialista al poder, y aún entonces de forma harto tímida. La inflación había descendido hasta el 7%, pero seguía siendo más elevada que la de los países vecinos. Finalmente, esta crisis dejó enquistado el problema del paro. La intensidad del ajuste industrial significó una gran sangría de puestos de trabajo. El desempleo llegó a afectar a tres millones de personas (un 22% de la población activa; ver gráfico 2). Lo más significativo, sin embargo, es que solo cuando el crecimiento fue superior al 3% se produjo aumento neto de empleo. Un rasgo de nuestra economía que ha seguido vigente hasta hoy.

En definitiva, la crisis de los años 1973-1985 fue una crisis de carácter mundial, pero que tuvo en España características específicas que podemos resumir en dos: la debilidad de los Gobiernos que tuvieron que afrontarla y una economía con graves defectos estructurales, surgidos de un crecimiento fuertemente intervenido y protegido de la competencia exterior. Las necesarias decisiones de ajuste se tomaron con retraso y arrostraron en consecuencia un mayor coste, y las deformaciones estructurales pasaron su factura en forma de unas tasas de paro muy superiores y más persistentes que las sufridas por otros países. Aunque la crisis se superó a mediados de la década de 1980, quedó por realizar buena parte de la reestructuración industrial y empresarial. Algo que finalmente tuvo que hacerse unos años después con no pocas dificultades.
Dicho esto, el lado positivo del balance no debe olvidarse. En aquellos años turbulentos, España consiguió transitar en paz de un sistema autoritario a la democracia en un proceso que, con todas sus limitaciones, cabe calificar de éxito. Sin duda se cometieron errores en la gestión de los asuntos económicos, tanto en las decisiones adoptadas como en las eludidas, pero considero que sería injusto olvidar que el objetivo prioritario era entonces la transición política y que a ello hubieron de supeditarse otros objetivos, por importantes que fuesen.

Algunos de los rasgos de aquella crisis parecen comunes a los de la crisis actual: un origen exterior, una economía con serios problemas estructurales y, por razones diferentes, cierta debilidad en la acción política. No me corresponde analizar tales similitudes, pero resulta interesante constatar que la crisis que hoy padecemos es ya en estos momentos mucho más grave que la vivida hace tres décadas. La contracción máxima del PIB que se produjo entonces no llegó al 1%, mientas que desde principios de 2008 la caída ha sido ya del 5%. En lo que atañe al desempleo, los cinco millones actuales de afectados representan el 22% de la población activa, la proporción máxima alcanzada en 1985.
Carles Sudrià es catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Barcelona.
ELPAIS.COM, 12-2-2012

Un país con pérdida de renta, paro y una inflación del 15%

EL AÑO 1981 HABÍA ARRANCADO con la imagen de una España muy debilitada. El mundo sufría el impacto de una brusca subida de los precios del petróleo y se tambaleaba en una crisis de dimensiones parecidas a la actual; pero para España existía la diferencia importante de que no estaba dentro del paraguas comunitario y, menos, de una moneda única. Las razones eran palpables: la producción nacional solo cubría el 31% del consumo de energía, por lo que la dependencia del petróleo era inevitable. Y esa dependencia afectaba a la demanda interna, la balanza de pagos, la inflación y el empleo. Hace 30 años, como ratificaría posteriormente el Banco de España, la economía española se había empobrecido tres veces más que la del resto de países de la OCDE en el periodo 1979-1981. La pérdida real de renta había sido de tres puntos porcentuales para esos países y de seis para España.
El panorama, por tanto, no era nada halagüeño en materia económica como para calmar las revueltas aguas políticas. No hay más que mirar los datos. No obstante, los salarios, que partían de una base muy baja, habían aumentado un 50%, exceptuando el sector agrícola, entre 1973 -anterior crisis del petróleo- y 1980, cuando en los países industrializados el crecimiento había sido del 11%. Eso explicaba en parte el aumento imparable de la inflación, que cerró 1980 con un 15,3%, y, según el Banco de España, que se generara más paro como resultado de la compresión de los márgenes de excedentes empresariales y la rentabilidad y la consecuente reducción de la inversión productiva del sector privado. La política económica concedió prioridad a la lucha contra la inflación, seguramente porque tres años antes, cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa, había superado los 25 puntos.
Pero eso no arreglaba los otros problemas. De hecho, provocó más paro. El empleo no agrario cayó un 2,3% en 1980 dejando la tasa de desempleo en el 12,43%, es decir, 1,674 millones de personas sobre una población activa de 13,4 millones.
En resumen, 1980 había sido un año de lento crecimiento (el PIB, no obstante, creció el 1,4%, gracias al sector primario), bajos niveles de actividad y fuertes desequilibrios; el consumo privado avanzó el 1%, y el público, un 3,5%; la actividad productiva recibió el mayor impulso de la demanda interior, pero apenas de la exterior; la formación bruta de capital (inversión) se elevó, en términos reales, un 2,3%. Y el encarecimiento de las importaciones y la caída del comercio mundial empujaron la balanza de pagos a un déficit de más de 3.000 millones de dólares.
Asimismo, por entonces se estaba todavía digiriendo una reestructuración bancaria de calado, con la desaparición de cerca de un centenar de entidades bancarias. En 1980, el Fondo de Garantía de Depósitos procedió al saneamiento de una docena de bancos. Por primera vez, el dinero dedicado a sanear créditos y valores superó a los beneficios, que fueron de 128.840 millones de pesetas (aumento del 11,8% sobre el año anterior y del 21,1% en las cajas).
ELPAIS.COM, JUAN FRANCISCO JANEIRO 20/02/2011

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