La crisis demográfica y la Guerra de la Independencia agravaron la crisis
El conflicto bélico también desencadenó cambios en la estructura económica
Las secuelas de la Revolución Francesa de 1789 desencadenaron el
inicio de la crisis del Antiguo Régimen en España, un periodo
caracterizado por las guerras, la debilidad y el derrumbe de muchas de
las viejas instituciones, la inestabilidad política y la alteración de
la dinámica económica.
Desde un punto de vista macroeconómico, entre 1789 y 1840, año en el
que finalizó la primera guerra carlista y se asentó el régimen liberal,
se alternaron dos fases expansivas, 1789-1801 y 1815-1840, y una
recesiva, entre 1802 y 1814. Este artículo se ocupa esencialmente de la
crisis de la década y media inicial del siglo XIX, pero también extiende
su mirada al antes y al después.
En cuanto a las fases de crecimiento, resulta aparentemente
paradójico que España, de 1789 a 1801 y de 1815 a 1840, obtuviera
resultados económicos positivos en momentos de graves contratiempos
internos y de cierta desintegración de la economía internacional. La
principal clave explicativa radica en que el debilitamiento, primero, y
el desplome, después, del Antiguo Régimen facilitaron la incorporación a
la labranza de enormes extensiones de tierra.
En la España del siglo XVIII coexistieron dos velocidades y dos modos
distintos de crecimiento económico. En los territorios interiores y en
las regiones septentrionales, el PIB aumentó a una tasa no superior al
0,5%, el crecimiento tuvo un carácter marcadamente rural, la
productividad del trabajo en la agricultura permaneció estancada y los
progresos en la especialización y en los tráficos mercantiles fueron
modestos.
La España interior estaba lejos de aprovechar plenamente su potencial
de crecimiento agrario: muchas zonas se hallaban aún poco colonizadas
porque los grandes propietarios territoriales rentistas, las oligarquías
locales con importantes negocios pecuarios, los dueños de cabañas
trashumantes y la Mesta, grupos que acumulaban bastante poder, estaban
interesados en frenar las roturaciones en las tierras municipales.
Por el contrario, en el área mediterránea y en la Andalucía
atlántica, el PIB creció a una tasa cercana o algo superior al 1% y la
expansión productiva se sustentó, al igual que en otras zonas de Europa
occidental, en un cierto incremento de la productividad agraria, en el
auge de la economía marítima, en el desarrollo de la protoindustria y en
la mayor laboriosidad de la mano de obra familiar. En muchos casos, esa
intensificación del factor trabajo fue la respuesta a la caída de los
salarios reales y/o al descenso de ingresos netos de numerosas
explotaciones agrarias, fruto del incremento de las rentas territoriales
y de la reducción de su tamaño ocasionada por la mayor presión de la
población sobre los recursos agrarios.
Por consiguiente, las "fuerzas económicas del progreso" (mayor
comercio y especialización y pequeños avances tecnológicos) solo
resultaban claramente hegemónicas en una parte minoritaria de España; de
ahí que nuestro país siguiese divergiendo de Europa occidental en el
siglo XVIII.
La década de 1790 fue un periodo de fuertes convulsiones, de
desequilibrio financiero del Estado y de crisis sectoriales, pero
también de aceleración del crecimiento demográfico y agrario. En la
España del siglo XVIII, su último decenio fue, tras el de 1720, el de
mayor crecimiento de los bautismos (véase el gráfico 1 basado en una
muestra de más de 1.200 localidades). Lo más llamativo de este auge
radicó en que fue protagonizado fundamentalmente por regiones que habían
registrado una expansión modesta o moderada en el siglo XVIII
(Andalucía occidental, Aragón y Castilla-La Mancha). En las zonas
interiores, este crecimiento demográfico habría sido inalcanzable sin
que simultáneamente se registrara una importante expansión agraria.
El impulso agrícola de la última década del siglo XVIII fue fruto de
la necesidad, de los mayores incentivos y de las oportunidades abiertas
por el nuevo panorama político. Los granos se encarecieron notablemente
en todos los mercados y, además, el diferencial de precios del trigo
entre la periferia y el interior se incrementó debido en buena medida a
la disminución y a la mayor irregularidad de las importaciones
resultantes de las perturbaciones que los conflictos bélicos ocasionaron
al comercio exterior desde 1793. De modo que el interior se encontró
con una coyuntura favorable para incrementar su participación en el
abasto de cereales de la periferia. Además, el cambio de escenario
político provocado por la Revolución Francesa indujo a los integrantes
del frente antirroturador a moderar su oposición a los
rompimientos. El notable incremento de la defraudación en el pago del
diezmo, aparte de ser un exponente del inicio de la descomposición del
Antiguo Régimen, también constituyó un acicate para ampliar las labores.
La década de 1790 presentó una cara, la expansión demográfica y
cerealista, pero también una cruz: fuerte incremento de las tensiones
inflacionistas y acusado descenso de los salarios reales, agudización de
los problemas financieros de la Monarquía, reducción y mayor
irregularidad del comercio exterior y dificultades para todas las
economías periféricas que mantenían un apreciable grado de dependencia
de los intercambios internacionales.
La recesión de la década y media inicial del siglo XIX estuvo
integrada, en realidad, por dos crisis distintas: la ocasionada por las
malas cosechas y las importantes epidemias (paludismo, tifus y fiebre
amarilla) de principios del Ochocientos, y la desencadenada por la
Guerra de la Independencia. Los factores exógenos a la economía y a la
sociedad españolas desempeñaron un papel preponderante en dichas crisis,
pero los endógenos no fueron ajenos a la magnitud de ambas: primero, la
creciente desigualdad en el reparto del ingreso en la segunda mitad del
Setecientos había acentuado la precariedad de muchas familias; y,
segundo, la elevada mortalidad del periodo también obedeció a la
incapacidad de los Gobiernos para paliar escaseces y carestías, y al
deterioro del funcionamiento de los mercados y de instituciones
asistenciales, como los pósitos, que estaban siendo sacrificadas para
evitar el colapso financiero de la Monarquía.
En la España interior de la época moderna, la crisis de mortalidad de
1803-1805 fue, tras la de 1596-1602, la que tuvo un mayor alcance
territorial e intensidad. El desastre demográfico de 1803-1805 fue fruto
de una crisis de subsistencias muy profunda (el promedio anual del
precio del trigo se incrementó, con respecto al de la década precedente,
más de un 125%), pero también de una importantísima crisis epidémica.
Aparte de la mortalidad catastrófica, también aumentó notablemente la
ordinaria en la década y media inicial del siglo XIX. En 25 pueblos de
la provincia de Guadalajara, el cociente difuntos/bautizados fue de 0,87
en 1785-1799, de 1,14 en 1800-1814 y de 0,72 en 1815-1829 (véase el
gráfico 2).
Las áreas periféricas también tuvieron que afrontar unos importantes
contratiempos económicos en los albores del siglo XIX. Las guerras
navales, las dificultades y la carestía del transporte marítimo y la
crisis agraria y demográfica de los territorios no marítimos provocaron
un descenso en el nivel de actividad manufacturera y comercial. Desde
1805, las colonias americanas prácticamente prescindieron de la
mediación hispana en sus tráficos exteriores.
La Guerra de la Independencia abortó la recuperación que la
agricultura española había iniciado después de 1805. Ahora bien, las
secuelas de este conflicto fueron mucho más allá del desencadenamiento
de una nueva crisis económica.
Entre las principales, han de
contabilizarse:
1. Tras la ocupación del país por las tropas
francesas, muchas de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen
se desmoronaron o quedaron muy debilitadas.
2. El vacío de poder en la metrópoli propició el
estallido de movimientos independentistas en buena parte de las colonias
americanas.
3. La crisis financiera del Estado absolutista se intensificó extraordinariamente.
4. La sobremortalidad y la merma de nacimientos ocasionadas por la guerra ascendieron a no menos de medio millón de personas.
En el terreno más estrictamente económico, deben mencionarse:
a) Numerosas explotaciones agrarias vieron reducidas sus
disponibilidades de fuerza de trabajo y de ganado; de ahí que muchas de
ellas tratasen de incorporar mayores cantidades del factor tierra para
compensar las pérdidas en los otros factores y restablecer un cierto
equilibrio productivo.
b) Los saqueos y las destrucciones de cosechas provocaron daños de consideración en no pocas zonas.
c) Las secuelas del conflicto perjudicaron de un modo especialmente intenso al comercio y a la industria.
d) Los ahorros de los propietarios rurales fueron absorbidos
por gravámenes extraordinarios, requisas, suministros y préstamos
forzosos a los ejércitos, a la guerrilla y a los municipios. Los más
pudientes acumularon unos activos de elevado valor nominal sobre unos
concejos cuyo nivel de endeudamiento les impedía atender sus
obligaciones financieras, salvo que se desprendiesen de parte de sus
todavía extensos patrimonios territoriales. De modo que tales acreedores
enseguida se percataron de que solo había una alternativa para
recuperar sus contribuciones a la financiación del conflicto bélico: la
privatización de tierras municipales.
Es indudable que la Guerra de la Independencia tuvo, en el corto
plazo, un impacto económico muy negativo, pero también generó otras
secuelas que contribuyeron a inducir, en el medio y largo plazo, cambios
en la velocidad y en el tipo de crecimiento económico, en la política
comercial y en los niveles de desigualdad.
El mayor potencial de crecimiento agrícola de España, al menos a
corto y medio plazo, estribaba en las enormes extensiones de tierras que
podían roturarse. Durante la Guerra de la Independencia se crearon
condiciones favorables para el estallido de una gran oleada de
rompimientos, que se moderó en las etapas de restablecimiento del
absolutismo, pero que mantuvo un ritmo relativamente intenso hasta
mediados del siglo XIX: tras el hundimiento del Antiguo Régimen, ni las
viejas autoridades locales, ni las nuevas pudieron refrenar las ansias
de numerosísimos productores agrarios de ocupar y roturar tierras
comunales; la desamortización silenciosa de tierras municipales facilitó
los rompimientos de extensas áreas de pastizales y bosques; y, el
incremento de los precios de los granos también constituyó un acicate
para extender los cultivos cerealistas.
Una vez concluido el conflicto, la recuperación demográfica fue
inmediata e impetuosa, sobre todo en las regiones cerealistas
meridionales. El vigor de ese proceso obedeció al fuerte crecimiento del
producto agrícola, pero también al relativamente reducido nivel de la
mortalidad entre 1815 y 1830. De 1820 a 1850, la población española
creció al 0,9% y la europea al 0,81%. Las estimaciones de Álvarez Nogal y
Prados de la Escosura apuntan a que, entre 1787 y 1857, el PIB y el PIB
por habitante se expandieron a una tasa cercana al 1% y a otra superior
al 0,2%, respectivamente. Es indudable, pues, que el conflicto con los
franceses también entrañó una ruptura en el ámbito económico: nunca
antes la población y el PIB habían crecido tan velozmente en España como
lo hicieron entre 1815 y 1850.
El impulso agrícola posterior a 1815 tuvo tres pilares esenciales: la
marea roturadora, el rápido crecimiento de la población y la
implantación y pervivencia de una política comercial prohibicionista en
materia de cereales. Varios factores nos ayudan a entender por qué
España adoptó en 1820 tal política comercial y por qué la mantuvo tantos
años:
1. La oleada de proteccionismo enérgico en la que
estuvieron involucrados numerosos países europeos y Estados Unidos,
países que habían impulsado procesos de sustitución de importaciones
entre 1793 y 1815.
2. La necesidad de defender una nueva e importante
actividad cerealista de la competencia exterior en los mercados
litorales una vez concluidas las guerras napoleónicas, nueva actividad
que se había desarrollado en periodos de precios absolutos y relativos
de los granos muy altos.
3. El régimen liberal, necesitado de ampliar su base
social, utilizó el prohibicionismo cerealista para frenar el descenso
de las rentas agrarias y de los precios agrícolas, lo que tornó más
atractivas las compras de las tierras desamortizadas.
4. Los propietarios y cultivadores de tierras de
cereal contaron con el decidido apoyo de los industriales catalanes en
la defensa del prohibicionismo.
5. La pérdida de las colonias americanas originó un
fuerte deterioro de las cuentas externas y un drástico cambio en el
panorama monetario (del intenso crecimiento del stock de oro y
plata en el periodo 1770-1796, se pasó a una fase de descenso apreciable
del mismo). Los sucesivos Gobiernos tuvieron que emprender una política
de reequilibrio de la balanza de pagos y el prohibicionismo constituyó
un instrumento esencial de la misma.
La presión que el prohibicionismo ejerció sobre los precios de los
cereales resultó clave para la formidable extensión de los cultivos en
la primera mitad del siglo XIX, pero otros factores también
contribuyeron a la aceleración del crecimiento económico: la notable
ampliación del mercado nacional derivada, ante todo, del intenso auge
demográfico; el impulso en la urbanización desde la década de 1820; el
modesto incremento de la productividad en la agricultura; los avances en
la integración de los mercados; el inicio de la industrialización
catalana, y el dinamismo de la demanda exterior de productos agrarios
mediterráneos y de minerales a medida que tomaba cuerpo la
industrialización europea.
El balance económico del periodo 1815-1850 presenta luces y sombras.
Por un lado, el crecimiento se aceleró fuertemente con respecto a las
fases precedentes y la distribución del ingreso se tornó menos desigual
(entre 1788-1807 y 1815-1839, la ratio renta de la tierra/salarios
agrícolas descendió un 21% y un 28% en Navarra y Castilla la Vieja,
respectivamente). En contrapartida, España, pese a su impulso económico,
se alejó de Europa; el prohibicionismo perjudicó a las regiones
exportadoras, sobre todo a Valencia, Murcia y a la Andalucía marítima;
y, además, el modelo de crecimiento de después de la Guerra de la
Independencia tenía una fecha de caducidad cercana: la expansión agraria
se debilitó a medida que iba completándose el proceso colonizador y que
empeoraban las condiciones de acceso a la tierra; de hecho, a finales
de la década de 1850 ya se hallaba prácticamente agotado.
Sin embargo, nuestro país no acabaría en el callejón sin salida al
que parecía abocado: merced en buena medida a los ferrocarriles, en los
que los capitales, la tecnología y el capital humano foráneos fueron
trascendentales, y a la creciente demanda exterior de minerales y de
distintos productos agrarios mediterráneos, especialmente de vinos,
España pudo ir deslizándose hacia un nuevo modelo de crecimiento
económico en el que el cultivo del cereal, actividad en la que España no
tenía ninguna ventaja comparativa, dejó poco a poco de tener una
hegemonía tan nítida y en el que los cultivos mediterráneos, las
actividades urbanas, el comercio exterior y, en general, las relaciones
económicas internacionales ganaron protagonismo.
Las lecciones del pasado decimonónico apuntan en la misma dirección
que las del siglo XX: los vientos europeos fueron cruciales para
derribar el Antiguo Régimen (aunque para ello el país sufriera un
conflicto bélico muy costoso en vidas y recursos), primero, y para dar
un nuevo impulso al crecimiento económico español, más tarde, desde que
comenzó a agotarse el modelo que había tenido uno de sus pilares
esenciales en el prohibicionismo cerealista y algodonero. La historia
contemporánea evidencia, pues, el grave error que el aislacionismo ha
entrañado para nuestro país.
Enrique Llopis Agelán es catedrático de Historia Económica de la Universidad Complutense de
No hay comentarios:
Publicar un comentario