ESCULTORA ESPAÑOLA del siglo XIX
La escultura española del siglo XIX se corresponde con tres momentos históricos diferentes. El reinado de Fernando VII coincide con el Neoclasicismo, el de Isabel II con el Romanticismo y la Restauración alfonsina, en el último tercio de siglo, con las nuevas tendencias realistas o naturalistas.
Neoclasicismo
El siglo XIX se inicia con el movimiento neoclásico procedente del siglo anterior. Se produce la decadencia de la escultura religiosa y cobra importancia la escultura como elemento decorativo de la arquitectura. Su gran mecenas será la realeza que con la construcción de sus nuevos palacios o la reforma de los existentes hacen necesario que se establezca la plaza de escultor de cámara.
Las Academias serán las encargadas de la formación de los jóvenes artistas y las que establecen concursos y becas de estudio en Madrid, Roma o París. Se impone la rigidez académica que exige la imitación de la Antigüedad. El resultado es una estatua fría, que no comunica nada más que unas poses y unas medidas.
Encontramos dos focos artísticos. Por un lado, Madrid, a la que acudían los artistas de otras regiones por su carácter de capital y Barcelona, donde se crea la Escuela de la Lonja que fue un importante centro de formación académica.
José Ginés (1768-1823)
Supone el fin de la escultura del siglo XVIII, ya que a pesar de su formación barroquista es sorprendentemente clasicista.
El grupo de La matanza de los inocentes del llamado Nacimiento del Príncipe, tiene mucho de tradición barroca aunque posee cierto academicismo. Sus figuras representan a soldados arrebatando niños de los brazos de sus madres, mujeres agrupadas para defender a sus criaturas, una madre desesperada poniendo el pecho a su hijo muerto, etc.
La Venus con el niño Cupido tapa su desnudo con un paño del que tira, sonriente, el niño Cupido. Se observa un modelado de gran pureza y clasicismo.
José Álvarez Cubero (1768-1867)
Es la gran figura del neoclasicismo español. Fue escultor de cámara con Fernando VII ocupando la vacante de Ginés.
La obra cumbre de su madurez es La defensa de Zaragoza, que se inspira en un episodio de los sitios. Un joven guerrero que ve caer a su padre herido y acude en su auxilio enfrentándose al enemigo hasta que es atravesado por una lanza.
En los temas de la antigüedad es donde consigue sus mayores creaciones. Apolino, Hércules luchando contra el León, Joven cisne o El amor dormido.
Otros escultores cortesanos fueron Pedro Hermoso, Ramón Barba y Valeriano Salvatierra.
Antonio Solá con el Monumento a Daoiz y Velarde en la plaza del Dos de Mayo de Madrid y Damián Campeny son los más representativos de la escultura neoclásica en Cataluña.
Campeny
No sólo fue neoclásico en los temas, sino también en el tratamiento y la elección de los materiales.
Lucrecia muerta es su obra maestra. El cuerpo desplomado en la silla resbala blandamente, la cabeza cae inerte hacia un lado y las ropas se ciñen al cuerpo dejando ver el pecho, en el que se percibe la herida de un puñal. Se desprende de la figura una emoción suave, casi plácida, sin rastro de la frialdad típica de la antigüedad.
Romanticismo
eL corto periodo romántico en escultura responde a encargos oficiales para embellecer edificios o erigir monumentos conmemorativos. A diferencia de lo que sucede en pintura, se caracteriza por la falta de carácter y la desorientación. Es una época de transición, que alterna elementos clasicistas con otros criterios que desembocarán en un nuevo realismo.
La corte deja de ocuparse de la escultura, a Isabel II no le interesa demasiado el arte y se suprimen los pintores de cámara. A partir de 1845 la Academia deja de dirigir la enseñanza artística y se crea la Escuela de Bellas Artes. Las Exposiciones Universales sustituirán los premios y pensiones de la Academia.
Ponciano Ponzano
Sus mejores obras son los relieves Hércules y Diomenes y La Virgen con su hijo en los brazos.
Su San Jerónimo aparece reclinado sobre una roca y alza el rostro al escuchar la trompeta del juicio, mientras a su lado aparece un león que dormita. El modelado es perfecto y la tensión interna que hace vibrar la figura sin agitarse, contrasta con la calma del animal.
José Gragera (1818-1897)
Es la representación más clara del romanticismo en nuestro país. Su monumento a Juan Álvarez Mendizábal, inicia un nuevo estilo de estatua que abandona las togas y las cabezas a la romana, para cuidar del parecido con el representado. Lo dota de ropa moderna, no estilizada y tratada con sobriedad.
Su otra gran obra es el Don Simón de Rojas Clemente.
Realismo
Lo entendemos como la inspiración directa en la realidad que nos rodea.
Los escultores que en el último tercio del siglo XIX asimilaron la corriente naturalista son más abundantes.
Ricardo Bellver (1845-1924)
Es el autor del Ángel Caído, monumento que se encuentra en el Parque del Retiro de Madrid. Es un hermoso desnudo juvenil que representa al diablo. Se encuentra sobre un tronco seco, con sus grandes alas abiertas y una serpiente enrollada en el cuello. Su rostro se crispa como grito desesperado mientras con la mano intenta librarse del rayo que lo derriba. Bellver supo ser muy cuidadoso y expresivo sin caer en detallismos excesivos.
La evolución realista irá derivando en un naturalismo detallista y minucioso. Se copia del natural, sin dejar espacio a la imaginación, llegando a caer veces en lo desagradable y repelente o en la sensiblería. Todo esto conducirá al movimiento fin de siglo conocido como Modernismo.
Mariano Benlliure (1862-1947)
Puede ser considerado como el puente con el Modernismo.
Una de sus esculturas decorativas más modernistas es el grupo alegórico que corona el edificio de La Unión y el Fénix.
Entre sus monumentos destaca la estatua ecuestre del General Martínez Campos. Una estatua antiheroica, de realismo casi fotográfico. El jinete cabalga pesadamente, con el capote abrochado al cuello y flotando sobre sus hombros, mientras el caballo, que ha detenido su marcha, vuelve la cabeza para rascarse.
La renovación escultórica del siglo XIX:
Rodìn
El Impresionismo era un movimiento fundamentalmente pictórico, pero ejerció en las décadas
finales de siglo una influencia profunda en la música, la literatura y la escu ltura. En principio no
parecía la escultura el procedimiento idóneo para representar los cambios constantes de luz en la naturaleza. No obstante algunos maestros supieron introducir juegos lumínicos en sus esculturas mediante una renovación de sus técnicas y de entre todos ellos sobresale Augusto Rodin
La personalidad de Rodin desborda los límites del impresionismo. Su obra fue rechazada por sus contemporáneos a excepción del Beso que disfrutó de aceptación popular. Fue en un viaje
que realizó a Bruselas en 1871 cuando descubre los efectos del Barroco Flamenco, la vida que bulle en las obras de Rubens. En 1875 viajó a Italia y quedó seducido por el sentimiento de "terribili
tá" de Miguel Ángel.
A partir de entonces su arte rompió con todos los cánones académicos. Gozó del favor de los crí
ticos e incluso del arte oficial ya que realizó varios encargos para el Estado, sin embargo, el gran público no entendió su arte y se burlaban de sus obras. En esta segunda fase se
incluyen obras como El beso y El pensador donde el deterioro de las anatomías anuncia las deformaciones del Expresionismo.
El principal componente en la escu ltura de Rodín es el movimiento y después la luz. En él se funde
una técnica impresionista que, con la rugosidad de las superficies y la multiplicación de planos causada por el movimiento, obtiene efectos de luz cam biante. En El pensador se refleja
notablemente su influenc ia Miguelangelesca.
E. Valdearcos, “La escultura contemporánea”,Clío 34, 2008. http://clio.red iris.es.
Auguste Rodin: el Pensador o los Ciudadanos de Calais
Escultura s. XIX. A. Rodin
713 RODIN
ESPAÑA: LA ESCULTURA DEL SIGLO XIX. | ||
LA ENSEÑANZA DESDE LA ACADEMIA Y LAS CONDICIONES DE LOS ARTISTAS
La
escultura del siglo XIX muestra, a lo largo de su desarrollo,
influencias de campos cercanos y lejanos en el tiempo. Desde la
herencia ideológica y formal del siglo XVIII a los intereses
historicistas del último tercio del siglo, pasando por la recuperación
mitológica que se hace notar en los primeros años decimonónicos, la
escultura del XIX, aun no siendo la más relevante de la historia del
arte español, es fiel reflejo de los avatares sociales, políticos y
económicos del periodo. No hay que olvidar la evolución que ha venido
experimentando el papel del escultor en siglos anteriores para
comprender cómo la dimensión estética se acopla a las necesidades más
cotidianas de los creadores.
Durante
los siglos XVII y XVIII los artistas habían reivindicado un papel que
sublimara el mero estatus social de artesano. Rechazaban que se les
considerara meramente unos trabajadores manuales, y lucharon por que
el público captara una dimensión trascendente en su trabajo. Más allá
de cualquier manufactura, argüían que era necesaria una inteligencia
especialmente desarrollada para ejecutar una obra de arte. Partían del
supuesto de que su consideración social conduciría a que fueran dignos
de un mayor respeto. De ahí que numerosos artistas se desligaran de
posicionamientos como los de Bernini o Miguel Ángel, que acentuaban la
importancia de la materia, para imbuirse de pensamientos muy
intelectuales. Era la inteligencia la que creaba, y la posterior
realización artística (que evidentemente era una huella de una
reflexión inteligente) se limitaba a ser un acto manual.
Esta
dimensión intelectual en la creación artística ya se exponía en el
siglo XVIII en la Enciclopedia. Al artista se le definía por una
excelencia mecánica en la que se supone inteligencia. Además, esta
inteligencia sería definitoria para distinguir entre un artista y un
artesano. Entender de este modo la faceta artística era revolucionario
para una época en la que aún los artistas estaban luchando por un
mayor prestigio social. En este sentido, la Enciclopedia facilitó el
camino para esa mejora de condiciones de vida y trabajo de los
artistas.
En
el mundo neoclásico, la escultura nos da nociones acerca de cómo
puede el artista ejercer su arte alejándose de la materia. Desde la
misma Academia se insiste en una formación de talante humanístico. Se
propugna la idea de que el trabajo manual es indigno. El desprecio a
los procesos materiales llevaría, a la larga, a un deterioro en la
calidad de las obras esculpidas. Pero no adelantemos acontecimientos.
En la Academia se defiende la idea de que la escultura se halla en el
intelecto. La pieza se levanta en arcilla y se olvida: ya tiene
sentido por sí misma, no hace falta pasarla a un material más
perdurable, o al menos, no es el artista el que ha de pasarla a bronce o
a mármol. Serán el cantero, el marmolista o el broncista los
encargados de este aspecto final de la obra. Desde la Academia, se
propicia que el escultor no esculpa, sino que lea a Homero y a otros
clásicos. La música y –especialmente- la literatura serán las
encargadas de atraer la inspiración mientras el escultor ejecuta su
trabajo. Señeros escultores españoles o foráneos se suman de un modo
activo a esta forma de crear. Thorvaldsen se acompañará de la música
de la flauta o del mismo Mendelssohn, que toca el piano mientras él
trabaja sus bajorrelieves. En el taller de Antonio Canova se leen obras
clásicas a la vez que el italiano modela el barro. A pesar de ser un
escultor ampliamente imitado en la corriente neoclásica, Canova
tampoco esculpe. Más cercano a nosotros, Antonio Solá, un destacado
escultor y director de los artistas españoles pensionados en Roma,
utiliza su casa como centro de reuniones nocturnas para recibir a sus
alumnos y leerles a Plinio o a Winckelmann.
Los
escritos de Winckelmann son un documento esencial para comprender la
estética neoclásica. Las clases burguesas, los intelectuales, los
artistas y los políticos constituyeron el público de Winckelmann, y su
influencia en la estética sería intensa y larga en el tiempo. La
popularización de sus preceptos haría que la escultura adquiriera en
la sociedad un poder que con anterioridad no había ostentado. A través
del volumen se plasmaría la literatura, la historia, los valores
tradicionales o la mitología. Las grandes ideas estaban reñidas con
una plasmación escultórica amable o anecdótica que presentara lo
intrascendente. Pero de este modo, con la perspectiva de los tiempos,
podemos comprobar que también se pudo perder en numerosas obras la
espontaneidad y la frescura. Demasiada perfección, demasiada disciplina,
conducen hoy a unas percepciones estéticas que rondan lo
estereotipado y lo gélido.
También
fue la Enciclopedia la que sirvió de empuje para que se abrieran las
puertas a otras renovaciones de rango artístico. Si la inteligencia
era un aspecto fundamental en la creación, era necesario que el
artista comprendiera el pasado y el presente, el desarrollo y la esencia
de la historia, y que consiguiera tener una profunda formación
humanista de la que de algún modo se verían afectadas sus obras. Esto
concernía especialmente a la escultura. El conocimiento histórico se
unía a una dimensión moral, ya que la perpetuación escultórica de un
personaje ilustre, tal como afirmaba Falconet en la Enciclopedia, nos
hacía tener más cerca sus valores entre nosotros. Esta perspectiva
didáctica y moralizante hace que la escultura tenga una repercusión
moral y pueda ser manejada como un arma de poder, que a fin de cuentas
es lo que en gran parte hizo la Academia.
La
Academia promueve ese espíritu moralizante del arte, aplica severidad
y disciplina a su enseñanza, y dignifica el papel trascendente del
artista. Pero estas prerrogativas chocan muy pronto con la realidad.
En España, demasiado a menudo la dignidad propiciada por la Academia
era más un escaparate que una realidad: la endémica escasez de
medios, la falta de talleres para los artistas, incluso la miseria,
hacían de la Academia una institución en la que se producían no sólo
luchas de poder sino verdaderas batallas por la supervivencia. En esta
situación no era extraño que la falta de respeto por la obra ajena
fuera moneda corriente.
El
universo de las formas con respecto a su plasmación escultórica fue
en el periodo que nos ocupa precisamente eso, un universo de las
formas, porque poca importancia se le daba a la materia. Artistas de
primera fila de la época, como Antonio Solá, revelarán sin pudor que
es igual trabajar un mármol de mayor o menor calidad. La Academia
terminó enseñando tanto desprecio por el lenguaje de los materiales
que los artistas formados en ella crearían en ese mismo código y, por
tanto, no verían más que líneas en la escultura. Las vibraciones que
los materiales provocan en las superficies escultóricas eran tan
tomadas a la ligera que algunas obras relevantes, como el Daoíz y
Velarde de Antonio Solá o la Defensa de Zaragoza de Álvarez Cubero,
adolecen de un material ingrato y contraproducente para la percepción
estética. El espectador es atraído por la calidad de formas de estas
magníficas piezas, mientras que sus superficies hacen que se separe de
ellas. Los grandes ideales plasmados en volúmenes terminan por no
aprovechar las calidades vibrantes y palpitantes que los materiales
pueden aportarles. La percepción estética termina quedándose en la
mitad de lo que la pieza podría ofrecer.
Evidentemente,
hay grandes obras en el primer tercio de siglo que enriquecen la
mediocridad de la que estamos hablando. Pero cuando un artista
despunta, lo hace dentro de un contexto artístico bastante homogéneo.
El neoclásico ofrece una estética universalista. Muchos países se ven
afectados por ella. De hecho, en el contexto español la afiliación a
los preceptos neoclásicos resulta más patente que las referencias al
mundo autóctono del artista. La homogeneidad del estilo en distintos
países trae como contrapartida la eliminación parcial o total de la
impronta nacional. En el momento en que el sentido de la norma puede
con la palpitación de las formas y la materia, nos encontramos con
obras mediocres. De ahí que, como afirma Mª Jesús Quesada, si
Canova es magistral es porque para él la norma es un medio, y no un
fin. Las obras más destacadas dentro de nuestras fronteras provendrán
de las enseñanzas del último barroco, que sí que conocía las vibraciones
de la materia y la potencia de las formas. Su adaptación al
pensamiento neoclásico, su homogeneización artística, no invalida su
calidad dentro de esta estética clasicista. Pero esta situación que
se da en el primer tercio de siglo, se empezará a deteriorar cuando se
repitan estereotipos y se llegue a la mímesis de la estatuaria
grecolatina sin aportar nuevos lenguajes formales. Los desnudos sólo
serán concebibles desde la perspectiva clásica y de este modo la
dictadura de las formas llevada a cabo desde la Academia terminaría
cercenando el crecimiento de una estatuaria que se afiliaba a
intereses naturalistas. En el momento en que la armonía perfecta del
clasicismo pudiera alterarse, en la ocasión en que pudiera entreverse
que la norma se rompía, o que la naturaleza no se idealizaba, nació el
miedo que llevó a la mediocridad. Estas circunstancias afectan
especialmente a las dos generaciones de escultores que protagonizan
los primeros años del siglo XIX. La primera generación, que recibió sus
enseñanzas en talleres tradicionales en el siglo XVIII, tiene a su
favor un aprendizaje matérico férreo. Esto, unido a su capacidad de
adaptación a los nuevos pensamientos neoclásicos, ocasiona la génesis
obras de gran belleza pero, sobre todo, sentida. Artistas
fundamentales como Canova y sus contemporáneos se encuentran en esta
beneficiosa situación. Canova y Thorvaldsen siguen la idea de que el
trabajo material es vil, pero ellos han tenido un aprendizaje profundo
y son capaces de terminar sus esculturas una vez que los obreros han
realizado el moldeado y el sacado de puntos. Ocurre lo mismo con los
principales escultores españoles de la época fernandina. Juan Adán,
Campeny, o Álvarez Cubero aportan a la escultura la vitalidad y la
fuerza que ellos habían aprendido trabajando con los materiales en su
juventud.
En
cambio, a la segunda generación de escultores le afectará
especialmente que no hayan sido acogidos por la estructura de los
talleres y que se hayan formado en el entorno de la academia, con
aquel característico desprecio al material. Lo más habitual es que su
enseñanza se haya debido a la actividad de centros como la Academia de
San Fernando en Madrid o la Lonja en Barcelona. Seguidamente, reciben
una pensión para completar su formación en Roma. El deterioro
progresivo de la enseñanza práctica en la Academia se traduce en que
la verdadera formación escultórica de los pensionados se genera en
Italia. Los artistas son enviados de España a Italia cuando aún son muy
jóvenes y tienen una práctica muy limitada de la escultura. La
diferencia con los artistas formados en el siglo anterior es notable.
Tienen problemas de base insuficiente en el conocimiento técnico, casi
como si se tratara de aficionados: armazones mal construidos, barro
resquebrajado, etc.
A
su vuelta de Italia el objetivo suele ser el de conseguir puestos
oficiales, como escultores de cámara en la corte o como directores o
tenientes directores de la Academia. La competitividad que se
establece entre los artistas a menudo va en detrimento del mismo
quehacer creativo, y son tenidas más en cuenta las cualidades
políticas y los contactos que la calidad de la obra. Este contexto
explica que en muchas ocasiones los pensionados en Roma prefirieran
prorrogar su pensión y no volver a España. De este modo, hay un
nutrido grupo de obras debidas a españoles que se realizan en el
extranjero, o personajes ilustres de la escultura que vuelven a España
sólo para morir, como Álvarez Cubero, o no regresan nunca, como
Antonio Solá.
En
las luchas de pasillo que se desarrollan en el panorama escultórico
de España, pocos artistas consiguen el favor del rey. Entre 1808 y
1833, periodo correspondiente al reinado de Fernando VII, la
protección de las artes no responde a ninguna iniciativa del monarca.
Éste carece de inquietudes artísticas o simplemente no se dedica a
ellas. La Guerra de la Independencia previa al reinado de Fernando VII
tampoco fue un periodo adecuado para la creación. Había necesidades
más perentorias en el momento. Por otra parte, la instauración del
monarca conllevaría posteriormente a una actitud poco sana, la de la
depuración política de los mismos artistas. Nada tenían que ver las
obras con la aceptación del creador; más relevante sería el
comportamiento que el artista había tenido cuando los franceses
ostentaron el poder en España. De ahí que los mismos artistas utilicen
como argumento para sus objetivos profesionales la lealtad al monarca
en el exilio, y que esto se convierta en un baremo para la
consecución de los puestos de escultores de cámara.
Pero
tampoco pensemos que los puestos de la corte suponían una fortuna
personal para estos artistas. Había en ello más prestigio que buenos
rendimientos económicos. El primer Escultor de Cámara tenía un sueldo
máximo de 15.000 reales al año, pero resulta irrisorio compararlo a la
suma de 30.000 reales que un operario podía obtener con el encargo de
una pieza que tuviera de ocho a diez palmos de altura.
Todas
estas cuestiones ponen énfasis en el duro ambiente artístico que se
vivía en el primer tercio del siglo. Resulta lógico pensar que no
favorecería la generación de nuevos creadores. Había demasiados
elementos en contra. Poco apoyo podía tener un aprendiz de escultor
que no ignoraba que incluso los artistas más afamados y que habían
tenido una trayectoria más brillante morían en la miseria. Creadores
de la talla de Álvarez Cubero, que era considerado el mejor escultor
de su tiempo, morían sin que la familia pudiera hacerse cargo de los
gastos ocasionados por su enfermedad o su funeral. Ya en el segundo
tercio del siglo, en 1861, Antonio Solá moría indigente, después de que
el gobierno hubiera decidido suprimir el cargo de Director de
Pensionados en 1855.
Aparte
de la política despreciativa hacia la materia que propugnaba la
Academia, los alumnos se encontraban con problemas de competencias
profesionales. El respeto a las parcelas que con tanto celo se
apropiaban y defendían los operarios, provocaba que los pensionados
españoles cada vez tuvieran menos experiencia en la técnica de los
materiales.
No
existe, por tanto, una sola causa para el deterioro del panorama
escultórico a principios de este siglo. A pesar de que las normativas
intenten ajustarse a la realidad y sólo se les permita hacer escultura
a los que son miembros de la Real Academia (Real Orden del 12 de
febrero de 1817), la situación es mucho más compleja. Los operarios
pueden ser verdaderamente agresivos en el celo de sus competencias,
pero esto se une al hecho de que el escultor sólo trabaja en barro.
Con suerte, un grupo monumental podrá ser pasado a escayola, porque se
considere que merezca la pena que se perpetúe en el tiempo y que
pueda deleitar y enseñar a más público. Esto permite una situación que
casi nunca se da: la de que un generoso mecenas aporte la cantidad
necesaria para que la figura pase a mármol o a bronce. El que dos o
más clientes se disputen la pieza es más habitual, pero lo que conlleva
es que se haga un nuevo vaciado de escayola. Pero supongamos que
verdaderamente existe el generoso mecenas, y que se pueda realizar la
escultura en un material más noble. Ni siquiera en estos casos el
artista puede vigilar su obra, y en pocas ocasiones toca con sus manos
lo que el cliente se llevará a su casa. Los marmolistas se encargan
de desbastar la piedra, sacar los puntos e incluso de pulir la pieza.
Los broncistas proporcionan también la apariencia final a aquella
escayola pasada al noble metal. De ahí que por el aspecto que las
esculturas neoclásicas ofrecen hoy, parecen -según Mª Jesús Quesada-
más copias que originales, después de haber pasado por una
desnaturalización progresiva.
Estas
circunstancias dejaban al artista sin protección respecto a los
derechos inherentes a su creación. Se trata de una situación que se
prolongó hasta el último tercio del siglo. En ocasiones, los mismos
operarios realizaban copias de la obra para su propio lucro, sin que
el escultor pudiera vigilar y dirigir el proceso de copia de la pieza.
LOS ARTISTAS Y SU ACTIVIDAD EN LA ÉPOCA FERNANDINA
Pocos
escultores de talla desarrollaron su actividad en provincias. Las
creaciones escultóricas se centraron fundamentalmente en Madrid y
Barcelona. Cuando existían escultores provinciales, generalmente de
bajo nivel, éstos solían dedicar sus esfuerzos a la escultura
tradicional en madera policromada. El impulso dado al Neoclasicismo
desde la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid hizo que
se generaran unas claras directrices de la creatividad que afectarían a
toda la nación.
Durante
el primer tercio del siglo se dará una escultura de una calidad
digna, a pesar de que progresivamente el nivel técnico irá
descendiendo. Esta dignidad se halla directamente relacionada con el
hecho de rechazar el sentimentalismo religioso, ensalzar la belleza
como concepto universal y propugnar valores morales y cívicos. Una
novedad absoluta en el panorama escultórico es el desnudo. La idea de
perfección y belleza inherente a las realizaciones neoclásicas de
desnudos tuvo que enfrentarse a algún que otro prejuicio, pero salió
vencedora del reto.
Aquella
generación formada en el siglo anterior es la protagonista del
mundo escultórico del primer tercio del XIX. En la corte madrileña se
reúnen escultores como Juan Adán, José Ginés o Esteban de Agreda, que
realizan su obra tanto en el XVIII como en el XIX.
Pensionado
en Roma por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de
Madrid, Juan Adán (1741-1816) volvió a España en 1776 y recibió uno de
los cargos oficiales con los que soñaban muchos de los escultores de
la época, el de teniente director de escultura en la Real Academia
madrileña. Gracias a estos cargos, muchos escultores sobrevivirían y
podrían continuar con su quehacer artístico. Esto fructificó en el
caso de Juan Adán y, aunque ya en Roma había realizado sus primeros
trabajos de importancia, en España pudo desarrollar su obra con el
apoyo económico del puesto conseguido y con otros posteriores, que
culminaron con el de primer escultor de cámara en la época de Fernando
VII, aunque el artista murió al año siguiente.
Por
hallarse bajo las influencias de dos siglos, en la producción de Juan
Adán se constatan aún influencias del barroco tardío, sobre todo por
las obras de carácter religioso como el Cristo Crucificado de la
iglesia parroquial de Torrelavega o el San José de la iglesia de San
Ginés de Madrid. Su vinculación con la casa real le llevó a la
creación de retratos de Carlos IV, María Luisa de Parma y otros
personajes relacionados con la corte. Entre otros temas tocados por
Juan Adán se encuentra una de las primeras incursiones en la
estatuaria ecuestre, pues en 1778 Carlos III encargó a través de una
Real Orden que los directores y tenientes directores (caso de Adán) de
la sección de Escultura de la Academia realizaran un modelo para un
monumento en homenaje a su padre, Felipe V. Pero su afiliación al
espíritu neoclásico se demuestra sobre todo en una obra fechada en
1793, la Venus realizada para la Alameda de Osuna en Madrid. En la
misma línea sigue Adán durante los primeros años del XIX, periodo en
el que realizaría el grupo Hércules y Anteo, para la fuente de
Aranjuez del mismo nombre.
Aunque
la Venus de la Alameda de Osuna pertenezca cronológicamente a la
última década del siglo XVIII, se trata de un ejemplo claro en el que
se puede observar la labor de un maestro típico de la primera
generación que se da en el siglo XIX, aquella formada en el barroco y
que conoce la calidad que los materiales aportan, pero que se abre a
la perspectiva neoclásica de la belleza amable. El pensamiento
universalista e intelectual del neoclásico se transforma en esta ocasión
en una alegría que le imprime un carácter ligero y hasta un poco
frívolo. De este modo, la Venus de la Alameda de Osuna se encuentra
entre las Venus púdicas clásicas y las obritas dieciochescas de
Sèvres.
Un
caso análogo del paso del espíritu barroco al neoclásico es el del
escultor José Ginés (1768-1823). Su nombramiento en 1816 como primer
escultor de cámara de Fernando VII ayudó económicamente a la creación
de su obra, aunque la cortedad de miras de la corona hiciera que en
ese cargo se tratara sobre todo el retrato del monarca y de otros
personajes de la corte, como lo demuestra el hecho de que tras su
muerte, los herederos de Ginés donaran a la Academia varios vaciados
entre los que se encontraba el retrato de la esposa de Fernando VII,
María de Braganza.
Previamente
al nombramiento real, la vida de José Ginés muestra que desde sus
estudios es un alumno destacado, tanto en las Academias de Madrid como
de Valencia, y que el pensamiento y las referencias clásicas
cristalizan desde su obra más juvenil. Por ejemplo, cuando Ginés
cuenta sólo con diecinueve años, realiza un relieve que narra el
convite del tirano Dionisio a Damocles; en él pueden observarse las
facilidades técnicas de Ginés, conseguidas gracias a su talento y a
las coherentes enseñanzas del siglo XVIII, una composición armoniosa
que responde al talante neoclásico y un magnífico modelado. Pero no
hay que olvidar que Ginés aún se encuentra a caballo entre los
artistas que provienen del barroco tardío y las sensibilidades traídas
del exterior. La intensidad expresiva y el dramatismo se ponen de
relieve en la realización del belén del príncipe al servicio de
Carlos IV, especialmente en su grupo de la degollación de los santos
inocentes. Su habilidad técnica se demuestra también en otros encargos
de talante religioso para la Capilla del Palacio Real, como los
imponentes y solemnes cuatro evangelistas realizados en estuco, un
material con el que el artista se manejaba muy bien.
Aparte
del belén del príncipe o de los cuatro evangelistas, resulta
interesante establecer un hilo conductor de sensibilidades al poner en
relación la Venus de la Alameda de Osuna de Juan Adán y la Venus,
acompañada de Cupido, realizada por José Ginés para ser ubicada en el
Real Sitio de Aranjuez por encargo de Carlos IV. Se trata, según
confesiones de José Ginés, del primer ensayo que realiza en mármol,
pero en ella no se observa ningún espíritu dubitativo, sino un
quehacer cuidadoso que provoca que inmediatamente la relacionemos con la
frescura de la obra de Juan Adán. El carácter minucioso de la Venus
de Ginés, sobre todo en las telas adheridas al cuerpo, desvela una
sensualidad que nace intuitivamente en el espectador, aunque el autor
no la haya buscado. Ambas Venus sobresalen entre otras obras
neoclásicas también por el cuidado en su ejecución, por su carácter
irrepetible, por la sensación que se produce de que se trata de piezas
únicas, sobre todo si se comparan con el aspecto de copia de muchas
esculturas que han llegado hasta nuestros días. Venus y Cupido, en el
Museo de San Telmo en San Sebastián, se convierte así en un modelo del
ideario neoclásico. La Venus cubre su cuerpo púdicamente dando
sensualidad al desnudo intuido y su acompañante Cupido es un mero apoyo
de este desnudo.
Si
Ginés es otro de los escultores más sobresalientes de la época es por
su habilidad técnica y por su incursión por distintos caminos, pero
fue José Álvarez Cubero (1768-1827) quien ostentó el papel de ser
considerado el mejor escultor de nuestro periodo neoclásico. Su
biografía artística engarza con el mismo inicio del siglo, pues sus
primeras producciones se localizan en París entre 1800 y 1805. El
hecho de ser hijo de un marmolista hizo que desde pequeño estuviera en
contacto con el material y la técnica escultórica. Más tarde
estudiaría en Córdoba y Granada, hasta ingresar en la Real Academia de
Madrid. Como otros alumnos destacados, consiguió una pensión de la
misma Academia para estudiar en París y en Roma, donde completó su
formación. En su producción parisina destaca una obra que Álvarez
Cubero envió a Madrid, Ganimedes. Álvarez Cubero llegó a Roma en 1805,
y casi toda su vida la pasaría allí. Contactó pronto con Canova, un
maestro con el que mantendría una sólida amistad y con el que
compartiría principios escultóricos. Realizaría encargos para
Napoleón en Roma, a pesar de que políticamente nunca reconoció a José
Bonaparte como rey de España. Más tarde, cuando desaparecieron las
presiones políticas napoleónicas, Álvarez Cubero adquiriría tanto en
Roma como en España una sólida fama premiada por honores y recompensas
académicas, que culminarían con el nombramiento de Primer Escultor de
Cámara de Fernando VII en 1823. De ahí su decisión de regresar a
Madrid en 1826, aunque murió al año siguiente.
Su
apartamiento de la precaria situación artística española ayudó a que
pudiera realizar una obra bastante libre, dedicada principalmente a
los temas mitológicos y al retrato. Su vida en Roma propició
producciones como el Apolino del Casón del Buen Retiro, que ha sido
calificado como el desnudo masculino más elegante del neoclásico
español. La influencia del clásico Praxíteles se pone en evidencia en
las ondas y curvas de esta pieza, haciendo que las formas se traduzcan
en el terreno del pensamiento, y que se plasmen en un esplendor
espiritual y un sentido de la belleza física propias del dios de las
artes. Los cuerpos desnudos resultan ser los modelos perfectos para
que se concentre en ellos un ideario neoclásico, y sus distintas
connotaciones ofrecen una suave placidez -como ocurre en el Amor
dormido que se encuentra en el Museo de San Telmo de San Sebastián- o
una vitalidad juvenil amable, como en el Joven con un cisne del Casón
del Buen Retiro. La estatuaria antigua había penetrado con facilidad
en España, sobre todo el “estilo bello”, asociado a las piezas de
corte praxiteliano, que el mismo Álvarez Cubero toma como inspiración.
Su amigo Canova también recurre a las proporciones de Praxíteles y
absorbe su espíritu, con lo que llega instaurar de nuevo en Europa un
modo de hacer de raíz clásica.
Pero
la obra cumbre de este artista neoclásico es un grupo escultórico, el
de la Defensa de Zaragoza. Su génesis, a pesar de tratarse de un tema
de raíz hispana de actualidad, se remonta a su dilatado periodo
romano. El Cerco de Zaragoza ocurrido en 1808 fue un episodio cruel
del asedio francés. Álvarez Cubero se inspiró en unos sucesos
conocidos en el asedio. Un padre, herido por los franceses, se ve
rodeado por unos cuantos soldados. El hijo lo ve, acude ardoroso a
su defensa y mata a los enemigos que le rodeaban. Pero un oficial a
caballo ataca al joven y acaba con su vida. El padre es hecho
prisionero, pero el dolor más grave es el de la pérdida de su hijo y
muere a los pocos días. Este argumento, una vez tratado
escultóricamente por Álvarez Cubero, se convierte en una obra que,
aparte de su calidad, puede ser llevada a materiales nobles, sobre
todo por el cambio político producido en España a partir del reinado
de Fernando VII. Tengamos en cuenta que el grupo escultórico se
concluye en yeso en 1818. El monarca español, afectado por cuestiones
políticas más que artísticas, no sólo aprueba al año siguiente su
paso a mármol, sino que se realice este proceso con cargo a la corona.
Una vez finalizada la talla en mármol, Álvarez Cubero la envía a
España en 1825.
La
Defensa de Zaragoza es un grupo escultórico de composición
piramidal en la que domina un dramatismo y una fuerza inusuales que se
unen a los propósitos de exaltar el amor filial y el ardor
patriótico. Estos alicientes, que pueden denominarse románticos, son
sin embargo expresados desde el más completo espíritu neoclásico,
utilizando el sentido del dramatismo, la fuerza y la grandeza. En la
historia se encuentra el aliciente del heroísmo conjugado con rasgos
de tragedia griega, por lo que no extraña que Álvarez Cubero
volviera los ojos al mundo clásico. También desde el punto de vista
estilístico las reminiscencias con otras obras clásicas o neoclásicas
son evidentes. No hay que olvidar que los pensionados en Roma tenían
también la posibilidad de observar las grandes obras clásicas que se
conservaban en colecciones de la ciudad eterna. El joven de Álvarez
Cubero parece seguir en la línea del Creugante de Canova, y el padre
nos recuerda a Galo dándose muerte (el Galo Ludovisi) que se encuentra
en el Museo de las Termas en Roma. De este modo, Álvarez Cubero
consiguió que a pesar de partir de unos hechos reales, su conjunto no
quedara empañado de lo anecdótico, sino que trascendiera hacia
principios más universales. De ahí que el grupo de la Defensa de
Zaragoza fuera conocido en Roma bajo el título de Héctor y Antíloco.
De este modo, la atemporalidad invade la obra y le imprime un carácter
trascendente. El conjugar en este grupo el movimiento propio de la
acción con la serenidad y la grandeza de los ideales del momento,
el combinar la limpieza de las líneas con la pureza de la forma a
través de la simplificación en planos lisos, y la ausencia de lo
anecdótico (sólo se puede reconocer en las superficies una única vena,
en el ángulo inguinal), llevó a que Álvarez Cubero recibiera
numerosas alabanzas en Roma, donde además surgieron muchos mecenas
dispuestos a sufragar su paso al mármol.
Aparte
de las obras de rango mitológico, este escultor realizó magníficos
retratos en el ámbito aristocrático, y en ellos se observa una
trasposición de las formas en que se plasmaba el mundo femenino en la
escultura romana. Son excelentes las figuras de cuerpo entero y
sedentes de las reinas María Luisa de Parma y María Isabel de
Braganza, en el Casón del Buen Retiro, o el de la marquesa de Ariza,
de la colección de los duques de Alba. En esta misma colección se
encuentran también los bustos del compositor Rossini y de Carlos
Miguel, duque de Alba. Aparte de estas efigies, también realizó
retratos de compañeros artistas, como el perteneciente a la Real
Academia de San Fernando de Madrid, que toma como modelo a un
concentrado y sereno escultor: Esteban de Agreda, otro escultor de la
época pero no tan relevante como Álvarez Cubero.
En
general, los nombres de primera fila se encuentran asociados a la
capital de España, o a Roma. Sin embargo, hay que señalar que la
escuela de la Lonja propició un grato apoyo a escultores catalanes, de
modo que surgieron nombres importantes de artistas que terminarían en
su mayoría trabajando en Roma o en Madrid. Figuras como Antonio Solá o
Campeny destacan no sólo en el panorama catalán, sino en el nacional.
Antonio
Solá (1782/83-1861) se formó en la Lonja y estudió en Roma, pero fue
la capital italiana la sede de su residencia hasta el fin de sus
días. No regresó a España, pero su contacto con la vida de la
península fue constante. Su obra se desarrolla en el primer tercio de
siglo y gran parte del segundo. En 1832 fue nombrado para el cargo de
tutor de los alumnos pensionados en Roma por las instituciones
académicas, y ello hizo que las relaciones con España y su influencia
estilística en el panorama nacional fueran persistentes. En 1837
consiguió ser además nombrado para el cargo de presidente de la
Academia italiana de San Lucas, un puesto que sólo otro extranjero
insigne, Thorvaldsen, había disfrutado. Se trata, por tanto, de un
personaje clave en el neoclasicismo español. Además, periódicamente
estaba obligado a enviar obras suyas a la península, gracias a una
pensión de la misma corona. Sin embargo, su fama no impidió que al
final de sus días se viera abocado a la penuria económica. Como la
corona española suprimió en 1855 el cargo de Director de pensionados
en la capital italiana, se encontró sin medios y tuvo que abandonar su
taller por no poder pagar el alquiler. Murió en 1861 en el Palacio de
España en Roma, lugar en que tuvo que pedir una estancia para vivir.
Su
dirección a los pensionados, junto a la labor de Campeny, creó el
sendero de la generación siguiente, la que se impuso a sí misma la más
rígida disciplina de trabajo. No extraña esta condición de Solá si
tenemos en cuenta que las superficies de sus esculturas revelan una
meditación en la simplificación de la forma, lo que constituía el
camino para que otros llegaran con posterioridad a una escultura muy
intelectualizada y a menudo fría. Esta meditación y disciplina suponen
una renuncia cada vez mayor a la naturaleza para pasar al mundo de la
idea, y la dirección inversa vendrá solamente auspiciada por ideas
románticas.
Su
instintiva elegancia le hace separarse de un neoclasicismo
exacerbado que podía darse en la capital italiana, para internarse en
obras como Venus y Cupido, fechada en 1820 y conservada en el Museo
de Arte Moderno de Barcelona. Venus y Cupido responde a la idea
de una escultura amable y ornamental cuyo referente más constante era
el cuerpo femenino de diosas clásicas. Las Psiquis y Venus que
tan delicadamente había representado Canova estaban en la mente de
numerosos artistas. Sólo Thorvaldsen y sus seguidores atentarían
contra la escuela suaves curvaturas de hombros, dulces giros de cabeza
o sutiles nacimientos de cabello que había generado el italiano. En
la obra de Solá, Venus enseña a Cupido del mismo modo que Ginés había
diseñado diez años antes, y por eso a menudo estas obras han sido
comparadas. Pero la obra de Solá es una nueva interpretación del mismo
tema, en la que se consigue una estructura más compacta y unas formas
más rotundas, en las que se revela que el quehacer de Solá responde a
un mayor talento y finura en la composición de volúmenes. El Cupido de
Ginés apenas era un apoyo, mientras que en la obra de Solá las dos
figuras tienen entidad con lo que se asocian más a la idea de grupo
con dos personajes.
Obras
menores de Solá son por ejemplo la Caridad romana que se halla en la
Diputación Provincial de Castellón de la Plana, el Meleagro del
palacio de Liria de Madrid, las esculturas del sepulcro de la marquesa
de Ariza en la iglesia de Liria (Valencia) y el sepulcro de los
duques de San Fernando, en el palacio de Boadilla del Monte.
Pero
su grupo más importante es su Daoíz y Velarde, producción fechada
en 1822 y ubicada en la plaza del Dos de Mayo de Madrid. Se trata de
una obra que no responde a lo que estamos habituados en la escultura
neoclásica. Su espíritu retórico y apasionado, vinculado a la
exaltación patriótica, al valor y al heroísmo hace que esta obra se
relacione con la Defensa de Zaragoza de Álvarez Cubero. En ambos
casos, además, las piezas se inspiran en la Guerra de la Independencia.
Solá halla en Daoíz y Velarde un ritmo compositivo excepcional, que se
pone en práctica en la manera en que diseña las amplias capas de las
figuras. En Roma, este grupo escultórico causó verdadera sorpresa, ya
que la capital italiana estaba ya habituada las representaciones de
desnudos y a vestiduras como las togas convencionales. Por eso, el
atavío de vestidos cotidianos para la representación de ideales tan
altos, con tanta carga simbólica, fue revelador de otro modo de
entender el neoclasicismo. La grandeza a la que aspiraba el
neoclasicismo podía aunarse a hechos reales más contemporáneos en el
tiempo. En este sentido, la obra de Solá presentaba una mayor audacia
que la de Álvarez Cubero, que había proporcionado el título
mitológico de Héctor y Antíloco a su grupo de la Defensa de Zaragoza.
Solá no cedió a la ambigüedad temporal para adaptarse al espíritu
clásico, sino que se propuso el ambicioso objetivo de elevar lo
concreto al nivel de lo universal. Había alguna intención en Solá de
rivalizar con Álvarez Cubero, y tal vez por ello tomó referencias de
partida similares, entonó un canto patriótico que mostraba una gran
pericia a la hora de adaptarse al espíritu, y no a la letra, de la
gran estatuaria neoclásica como la de Canova. La adaptación a la norma
no era cuestión de rigidez, sino de espíritu. Esa grandeza se
encuentra en pocas obras neoclásicas, y entre ellas se encuentra el
Daoíz y Velarde de Solá. Su profundo conocimiento escultórico se
revela en esta obra de primer nivel en la que el riesgo es mucho mayor
que el tomado en otras producciones suyas. Es este riesgo el que ha
hecho que algunos estudiosos hayan visto cierto romanticismo en este
grupo, tanto por su intención como por su ejecución.
Las
dos figuras vinculan sus manos y sus espíritus. Más que sellar un
compromiso, encuentran un apoyo recíproco. Las cabezas, elevadas,
revelan heroísmo, pero también el enfrentamiento a lo inevitable. La
conjunción de la valentía con el temor, la fatalidad con la
obligación, que destilan estas figuras, las une a ciertas
inquietudes románticas. La forma en que se conjugan los volúmenes hace
que los personajes se encuentren encajados a la perfección, y no sólo
compositiva sino también espiritualmente.
Los
ropajes que se adoptan provienen de la realidad, pero están
trabajados con la estética clásica, haciendo más rotundos los pliegues
para que puedan contrastar con la superficie tersa de la piel. La
sabiduría que destila este grupo hace que, junto a la Defensa de
Zaragoza, represente el máximo nivel escultórico que se produce en
nuestro país en la estatuaria neoclásica de carga simbólica y
monumental.
El
concepto de monumento, de carácter didáctico e histórico, se refiere a
representaciones escultóricas que desde mediados del siglo XVIII se
habían producido en Europa. Su objetivo era honrar a hombres famosos
como Descartes, Galileo o Shakespeare. Esta tendencia se tradujo en el
panorama español en una obra de Solá, realizada en una fecha
tardía para producciones de tal espíritu. Fue en 1835 cuando Solá
levantó un monumento a Miguel de Cervantes, el que se encuentra en la
plaza de las Cortes de Madrid. En esta obra pervive la tendencia de
considerar la ciencia y el arte como las mayores expresiones del
hombre. Por su calidad de bienes comunes de la humanidad, debían ser
representados para todos, y este mismo sentido subyace a la creación
de Academias y Museos. En este contexto intelectual hay que comprender
el monumento a Miguel Cervantes. La dignidad de la representación del
autor de El Quijote no queda empañada siquiera por el modesto
pedestal que la soporta.
Otra
de las grandes personalidades del neoclasicismo español de este
periodo es Damián Campeny y Estrany (1771-1855). Se formó, como Solá,
en la Lonja. Gracias a su relevante talento, obtuvo una pensión en
Roma en 1797. Allí entabló amistad con Canova y Thorvaldsen, y su
relación propició una formación y un espíritu neoclásico que dio
frutos exquisitos a nuestro neoclasicismo. Mientras se hallaba en la
capital italiana, estuvo enviando a Madrid diversas obras que
produjeron gratas respuestas, como el relieve del sacrificio de
Carroe, que pertenece a la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando y que se conserva en la Real Academia Catalana de Bellas
Artes de San Jorge de Barcelona. Con la fama adquirida en su periodo
romano, volvió en 1816 a Barcelona y allí fue profesor de la Escuela de
la Lonja y director de la sección de escultura. En su trayectoria
artística también sería miembro de la Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando y conseguiría ser designado por la corona escultor
honorífico de cámara.
La
obra con la que Campeny ha pasado a la historia de la escultura es
sin duda alguna la Lucrecia Muerta que se conserva en el Museo de Arte
Moderno de Barcelona. Fue realizada en yeso en Roma y enviada a la
Escuela de la Lonja. Corría el año 1804, pero hasta treinta años más
tarde el escultor no vería la posibilidad de ejecutarla en mármol. Esta
imagen en mármol se haría un hueco imprescindible en el estilo
neoclásico gracias a la morbidez del cuerpo femenino desplomado que
representa a la heroína que se quitó la vida para salvar su dignidad.
Esta Lucrecia Muerta se adapta a la perfección a la estética del
momento.
Con
un oficio bien aprendido, Campeny fue un trabajador incansable, pero
la ausencia de genialidades le delata en muchas de sus obras. A
menudo se le ha criticado por su exceso de frialdad, tanto que sus
esculturas han sido percibidas con un halo de muerte. Pero podemos
empezar a dudar de la dureza de las críticas desde el momento en que
hay obras neoclásicas, de Thorvaldsen o de Canova, que también
desprenden un frío helado de muerte. En el caso de Lucrecia Muerta,
este frío helado beneficia a la pieza, aunque es cierto que con otras
obras menores de Campeny la sensación puede ser incongruente con el
tema planteado.
Esta
pieza revela la influencia que Canova tuvo en su ejecución. Esta
cuestión no es de extrañar, pues el modelado se realizó en Roma cuando
aún vivía el maestro italiano y mantenía amistad con Campeny. Era
difícil no sentirse impregnado del espítitu con que las
producciones de Canova contagiaban al espectador neoclásico. La
favorable respuesta ante la Lucrecia Muerta debió hacer que también
Campeny la valorara como su mejor obra, y de hecho no sólo la pasó al
mármol cuando ya contaba con 62 años, sino que llegó a copiarse a sí
mismo en una segunda obra, en yeso, que presentó junto con el mármol.
Se trata de Cleopatra agonizante, una pieza de la que se desprenden
sentimientos parecidos a los que emanan de la Lucrecia muerta, y que se
dispone compositivamente de un modo similar. Cleopatra agonizante
quedó realizada en su versión en yeso, lo que ocasiona que su
valoración nunca haya superado a la de Lucrecia Muerta. Técnicamente,
con la reina de Egipto Campeny se expresa con un virtuosismo que en
cierta medida anestesia otros valores escultóricos y poéticos. El alma
de la escultura queda amordazada por la sabiduría técnica. Los
defectos que pueda tener Lucrecia muerta se convierten en aspectos
positivos que nos hablan de la frescura y el sentimiento. El
virtuosismo de Cleopatra agonizante nos separa de la escultura; la
virtud se convierte en vicio. Lucrecia Muerta es la obra de
neoclasicismo español que mejor supo expresar la poética de Antonio
Canova. Otros escultores mejor dotados y más sobresalientes de este
periodo, como Álvarez Cubero, o Solá, no consiguieron nunca llegar al
punto en que se expresó Campeny en esta pieza, aunque el resto de su
obra en absoluto llegue a los niveles de Lucrecia. La tipología de
estatuaria femenina a la que responde, es decir la poética canoviana,
aún tendría influencias en la época en que el modelado se pasó a
mármol, años de desarrollo claramente romántico.
Otras
obras de Campeny que sí fueron pasadas a mármol son las
representaciones de Himeneo y la fidelidad conyugal y Diana y Paris,
piezas en las que temáticamente se trata de exaltar el amor y el
matrimonio y que se conservan en el salón principal de la Lonja.
Estos
son los nombres de los artistas más relevantes que protagonizan la
escultura neoclásica en la época fernandina. Aparte de ellos, hay un
conjunto de autores que, con mayor o peor fortuna, realizan
aportaciones de interés al panorama escultórico nacional. Procedentes de
la zona catalana, y con formación en La Lonja, no han de olvidarse
nombres como los de José Bover, o los hermanos Jaime y José Antonio
Floch i Costa. Mientras tanto, en la capital de España trabajarán
otros artistas como Esteban de Agreda, Pedro Hermoso, Ramón Barba,
Valeriano Salvatierra, José Tomás y Francisco Elías Vallejo.
Comencemos con el círculo madrileño.
Esteban
de Agreda (1759-1842), nueve años mayor que Álvarez Cubero, se
encuentra cronológicamente más cercano al cambio de los siglos XVIII y
XIX. Se formó en la Real Academia de San Fernando. Llegó a ser
nombrado escultor honorario de cámara de Carlos IV y director de la
Academia en 1831. Pero su academicismo no destaca, es sobre todo
correcto, lo que se refleja en las fuentes que realizó para Aranjuez
(con la referencia mitológica a Ceres, Apolo y Narciso). Esa firmeza
académica se observa también en las esculturas que diseñó para el
obelisco al Dos de Mayo en Madrid, aunque su ejecución en mármol,
indefectiblemente, correspondería a otros artistas
Pedro
Hermoso (1763-1830) gozó en su época gran popularidad, aunque la
perspectiva que proporciona el paso del tiempo no le ha favorecido.
Realizó piezas de tema taurino para la colección del duque del
Infantado en Madrid y obras religiosas que no se han conservado. En
general, fue un autor prolífico de obras menores, y el trabajo de más
importancia al que estuvo vinculado fue el relieve inconcluso de Apolo
coronando a las artes, que estaba destinado a rematar la fachada
principal del Museo del Prado.
Los
encargos que consiguió Ramón Barba (1769-1831) son más ambiciosos,
aunque su ejecución fuera francamente discreta. Se formó en Madrid y
en Roma, y permaneció muchos años en la capital italiana, hasta que
regresó a España en 1822. A su vuelta, logró alcanzar puestos de
importancia en la Academia. Llegó incluso a ser el primer escultor de
cámara de Fernando VII. Esta vinculación con el poder propició la
realización de retratos, como los bustos de Carlos IV y María Luisa de
Parma que se encuentran en el Palacio Real de Madrid. En ellos
sorprende que se trate de un retrato regio, pues las calidades están
excesivamente simplificadas y los monarcas no adquieren en sus bustos
la prestancia que se le presupone a un retrato de los que fueron
máximos dignatarios de la nación. Esta simplificación al menos no se
repite en el retrato sedente de Carlos IV, en el que aparece vestido a
la manera romana y se aprecia en la figura una mayor dignidad. Parece
ser que Ramón Barba se inspiró para las vestiduras en el Tiberio que
se encuentra en el Museo Vaticano. Tal vez el hecho de que el retrato
de Carlos IV estuviera destinado a formar pareja con el que Álvarez
Cubero realizó de María Luisa de Parma hiciera que en esta ocasión el
monarca apareciera triunfal, lo que muestra un objetivo más ambicioso
que el que ostentan los dos bustos comentados con anterioridad.
Con
otras obras de rango mitológico Barba ejerció una elegancia notable,
como con el Mercurio que se halla en el Museo del Prado. En él, la
importancia de la belleza masculina se destaca a través de un
interesante estudio anatómico. Barba estuvo vinculado a otros
proyectos complejos en los que intervenían varios artistas, como el
que realizó en colaboración con Valeriano Salvatierra para coronar la
Puerta de Toledo. Allí, España está representada con dos matronas que
representan las provincias y las artes. A Barba se debe también el
relieve de Apolo y las artes para la portada principal del Museo del
Prado, obra finalizada por sus discípulos, y los catorce medallones
que representan a artistas españoles que se colocaron en la fachada
del mismo museo.
El
mismo Valeriano Salvatierra (h.1789-1836) que colaboró con Ramón
Barba tendría importancia en el panorama escultórico nacional. Su
aprendizaje comenzó a edad temprana, ya que su padre fue escultor de
la catedral de Toledo. Más tarde completaría su formación en Madrid y
en Roma. En la capital italiana entró en contacto con Canova y
Thorvaldsen. Su sólido oficio y su inspiración vienen en ocasiones
mediatizadas por el maestro italiano. Por ejemplo, el monumento
funerario que Canova realizó para Clemente XIII y que se encuentra en
el Vaticano parece ser la referencia directa para el solemne sepulcro
del cardenal Luis de Borbón que se halla en la sacristía de la
catedral de Toledo. Otro sepulcro debido a Salvatierra, esta vez más
elegante, es el realizado para María Teresa de Borbón en Boadilla del
Monte. En general, su escultura religiosa resulta correcta y solemne,
como en las figuras de Santo Domingo de Silos y Santo Domingo de la
Calzada que ejecutó para la iglesia de San Ginés de Madrid. Se
conserva en la actualidad en la Real Academia de San Fernando de
Madrid un relieve de Salvatierra que realizó para su ingreso en la
institución. En él se descubre una gran facilidad narrativa, y toma
como relato de partida a Héctor despidiéndose de Andrómaca. Pero
otras obras suyas de talante alegórico pueden resultar demasiado sobrias
y poco expresivas. Las estatuas de la fachada principal del Museo del
prado realizadas por Salvatierra apenas afectan la percepción
estética del espectador. Aunque el autor no acabara más que cuatro, y
se deban a él los modelos de las ocho restantes, todas conducen a
cierta apatía que en principio nos llevaría a concluir que se trata
de un autor correcto pero de segunda fila. Sin embargo, Salvatierra
destaca en su faceta retratística. Muestran una gran dignidad sus
numerosas imágenes de personajes de la casa real, de actores y de
artistas, como las de Isidro Márquez y José Aparicio, unos vaciados en
yeso que se conservan en la actualidad en la Real Academia de San
Fernando de Madrid.
De
similar calidad en sus talentos artísticos fue José Tomás
(h.1795-1848), un escultor cordobés formado en la Academia
madrileña, donde llegó a ostentar el cargo de teniente director de
escultura en 1833. A este puesto habría que sumar, con el tiempo, el de
segundo escultor de cámara para la corona. Un paseo por Madrid ofrece
la obra más relevante de este artista cordobés. A él se debe la
fuente de los Galápagos, que fue finalizada en 1832 y se instaló
originariamente en la red de San Luis, aunque con el tiempo fuera
colocada en el parque del Retiro. Es esta obra un buen ejemplo de
dinamismo rítmico y vitalidad expresiva, algo que ya proporcionaba
el tema; los niños y los delfines resultan armónicos en su movimiento e
incluso se consigue que se integren las calidades de los materiales
utilizados, piedra y bronce según cada figura.
También
se deben a José Tomás las alegorías y los escudos del obelisco que en
la actualidad se encuentra en la plaza de Manuel Becerra, aunque
originariamente se ubicaba en la Castellana, y la personificación del
valor en el obelisco del Dos de Mayo. Sus bajorrelieves de la
fachada del antiguo colegio de San Carlos tratan alegóricamente el
ejercicio de la medicina; en los del Oratorio del Caballero de Gracia se
representa la ultima cena según una copia de la obra de Leonardo da
Vinci. Por último, también son de rango alegórico las figuras
dispuestas en el pedestal de la estatua ecuestre de Felipe IV que se
encuentra en la plaza de Oriente. Estas dos representaciones fluviales
se encuentran en la plaza de Oriente de Madrid.
Aparte
de estas piezas que se pueden observar en el entorno madrileño, se
sabe que José Tomás realizó para la Alameda de Osuna un busto de la
condesa de Benavente. A él se debe también el retrato de Cervantes que
se encuentra en el Museo del Ejército.
Dentro
del grupo de escultores madrileños de este periodo, se halla la
figura de Francisco Elías Vallejo (1782-1858), un artista cuya obra se
decantó en la ultima época de su vida hacia posiciones ligadas al
Romanticismo. Aún así, son pocas y escasamente relevantes las piezas
suyas que se conservan o se conocen en la actualidad. Francisco Elías
Vallejo se formó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
de Madrid, donde tuvo como maestro a Juan Adán. Llegó a ostentar el
cargo de director de la Academia, y más tarde, en 1836, llegaría a ser
primer escultor de cámara. Trabajó en proyectos a los que también
estaba vinculado José Tomás. Una de las alegorías fluviales de la
estatua ecuestre de Felipe IV en la plaza de Oriente se debe a Elías
Vallejo, y en el obelisco del Dos de Mayo realizó una alegoría de la
constancia. Como retratista, sus encargos provinieron sobre todo de la
corte. En la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se
conservan las efigies de Fernando VII y María Amalia de Sajonia. En el
Senado se halla el retrato de María Cristina de Borbón. Retratos de
otros personajes como Isabel II, Daoíz, Velarde, Agustín Argüelles y
Jovellanos se encuentran en la actualidad en el Museo del Ejército.
Finalmente, el sepulcro de Jovellanos, en la iglesia parroquial de San
Pedro, en Gijón, se debe también a Vallejo, aunque fuera ejecutado
por Juan Miguel Inclán Valdés.
Con
Francisco Elías Vallejo se cierra el ciclo de escultura fernandina en
Madrid. Simultáneamente, en los círculos artísticos de Barcelona
habían aparecido ya nombres de importancia, y tras ellos una serie de
autores, no muy relevantes pero sí de interés para el panorama
nacional.
En
la primera generación de artistas neoclásicos del XIX en Barcelona
destacan dos hermanos, Jaime y José Antonio Floch i Costa. Jaime Floch
tuvo su primera formación en La Lonja y con posterioridad pasó por la
Real Academia de San Fernando de Madrid. Como otros artistas de
talento, recibió una pensión para completar su aprendizaje en Roma,
ciudad en la que estuvo desde 1779 a 1786. Cuando volvió a España, fue
nombrado Académico de San Fernando, pero su actividad se centró
primero en Granada y luego en Barcelona. En Granada es precisamente
donde se encuentra su obra más importante, el sepulcro del arzobispo
Moscoso, en la capilla de San Miguel de la catedral. Se trata de un
trabajo en el que no se expone un claro neoclasicismo; más bien posee
una huella del renacimiento plateresco. En la capital catalana
consiguió el cargo de director de la Escuela de la Lonja.
José
Antonio Floch (1768-1814) siguió los pasos de su hermano, tanto en su
formación barcelonesa y madrileña como en su calidad de ayudante para
el sepulcro del arzobispo Moscoso. En pocas ocasiones tuvo la
oportunidad de realizar obras independientes a la de su hermano.
Dentro de la estatuaria funeraria neoclásica, al menos realizó una
pieza donde se observa su talento imaginativo, el sepulcro del marqués
de la Romana para la iglesia de Santo Domingo de Palma de Mallorca,
un encargo que data de 1811. Utiliza en esta obra un lenguaje un poco
teatral y retórico, pero destacable dentro del género en el periodo en
que nos situamos. Tras la ruina del templo, el sepulcro se encuentra en
la catedral de la misma ciudad.
Por
último, dentro de los artistas catalanes destaca Josep Bover
(1790-1866), un autor que oscilará hacia la inevitable tendencia
romántica con el paso del tiempo. De ahí que sus obras más culminantes
posean reminiscencias medievales tan ajenas al mundo neoclásico. Su
formación en la Lonja y su viaje a Roma, bajo la dirección de Álvarez
Cubero, son los acicates de su inicial neoclasicismo, y es dentro de
esta corriente donde destaca su Gladiador victorioso, obra que muestra
el buen oficio que aprendió bajo la tutoría de Álvarez Cubero. El
Gladiador de Bover posee reminiscencias del Creugante de Canova. Pero
la obra del italiano ya en sí se inspira en el Galo Ludovisi del Museo
de las Termas. Resulta también que la Defensa de Zaragoza de Álvarez
Cubero toma como modelo el Galo Ludovisi. Las creaciones y
recreaciones que se ponen en práctica en el mundo neoclásico no tienen
fin. Este comportamiento puede provenir de la dinámica que la norma
impone en la creación artística. Sólo se librarán de la impronta
manida los verdaderos creadores. El Gladiador victorioso, que hoy se
conserva en la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jorge de
Barcelona, es una obra muy digna dentro de este panorama. Si sigue la
línea de otros autores anteriores, es porque Bover intentaba
demostrar en su tierra el oficio que aprendió en Italia. Su obra
posterior ya no tendrá como referencia a esos modelos. Las
reminiscencias medievales de sus esculturas del canciller Fivaller y
de Jaime I de Aragón ubicadas en el ayuntamiento de Barcelona, o el
sepulcro de Jaume Balmes en la catedral de Vic, corresponden ya a otro
espíritu, alejado de los modelos neoclásicos con los que había
comenzado su trayectoria artística.
PARA SABER MÁS, VER:
Inmaculada Rodríguez Cunill |
BIBLIOGRAFÍA
ARIAS, E.; BASSEGORDA, J.; BELDRA, C.; GUASCH, A.; MORALES Y MARTÍN; J.L.; PÉREZ,C.; RINCÓN, W.; SANCHO, J.L.: Del neoclasicismo al impresionismo. Akal. Madrid, 1999.
NAVASCUÉS, Pedro; QUESADA MARTÍN, Mª Jesús: El siglo XIX, bajo el signo del romanticismo. Ed. Silex. Madrid,1992.
REYERO, Carlos: La escultura conmemorativa en España. La edad de oro del monumento público, 1820-1914. Ed. Cátedra. Cuadernos de Arte. Madrid, 1999.
REYERO, Carlos; FREIXA, Mireia: Pintura y escultura en España, 1800-1910. Ed. Cátedra. Manuales de Arte. Madrid, 1995.
PARA SABER MÁS, VER:
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