POLÍTICA EXTERIOR
El principal objetivo de Carlos V fue unificar sus territorios bajo una misma religión, la católica, pero se encontró con algunos focos de oposición:
Francia era su prinsipal rival por la hegemonía en Europa.
Los turcos otomanos, suponían una amenaza constante en el Mediterráneo.
La rebeldía de los principes protestantes alemanes.
Carlos V, decepcionado por este fracaso dividió sus posesiones. Entregó el Sacro Imperio a su hermano Fernando y el resto a su hijo Felipe.
El principal objetivo de Carlos V fue unificar sus territorios bajo una misma religión, la católica, pero se encontró con algunos focos de oposición:
Tras las victorias españolas en la batalla de Bicocca de 1522 y en la batalla de Pavía de 1525 sobre los franceses, el poder de Carlos I sobre Italia resultaba incontestable. A principio de la década de 1490, Francia mantenía bajo su órbita Milán, parte de Nápoles, Saboya, y tenía amistad con los dirigentes de Génova y Florencia, así como aspiraciones sobre Sicilia. Medio siglo después y muchas batallas de por medio,Carlos I controlaba Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán (a partir de 1535) y mantendría firmes alianzas con el duque de Saboya, conlos Médici florentinos, con los Farnesio de Parma y con los Doria y los Spínola genoveses.El squeo de Roma
El principal objetivo de Carlos V fue unificar sus territorios bajo una misma religión, la católica, pero se encontró con algunos focos de oposición:
Francia era su prinsipal rival por la hegemonía en Europa.
Los turcos otomanos, suponían una amenaza constante en el Mediterráneo.
La rebeldía de los principes protestantes alemanes.
Carlos V, decepcionado por este fracaso dividió sus posesiones. Entregó el Sacro Imperio a su hermano Fernando y el resto a su hijo Felipe.
El principal objetivo de Carlos V fue unificar sus territorios bajo una misma religión, la católica, pero se encontró con algunos focos de oposición:
- Francia era su prinsipal rival por la hegemonía en Europa.
- Los turcos otomanos, suponían una amenaza constante en el Mediterráneo.
- La rebeldía de los principes protestantes alemanes.
Tras las victorias españolas en la batalla de Bicocca de 1522 y en la batalla de Pavía de 1525 sobre los franceses, el poder de Carlos I sobre Italia resultaba incontestable. A principio de la década de 1490, Francia mantenía bajo su órbita Milán, parte de Nápoles, Saboya, y tenía amistad con los dirigentes de Génova y Florencia, así como aspiraciones sobre Sicilia. Medio siglo después y muchas batallas de por medio,Carlos I controlaba Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán (a partir de 1535) y mantendría firmes alianzas con el duque de Saboya, conlos Médici florentinos, con los Farnesio de Parma y con los Doria y los Spínola genoveses.El squeo de Roma
Carlos I fue rápidamente consciente de las graves consecuencias que para su imagen de campeón del Catolicismo iba a tener el suceso El día 5 de junio, el Emperador –que se dejó ver durante unos meses con ropa de luto por lo ocurrido en Roma– firmó con la Santa Sede un tratado que puso fin momentáneamente al conflicto. Aunque una de las condiciones del tratado fue violada poco después cuando Clemente VII se escapó de la custodia imperial para refugiarse en Orvieto, lo cierto es que la actitud del Papa cambió radicalmente a partir del oscuro suceso. Como muestra de ello, el 24 de febrero de 1530 (fecha del aniversario de su nacimiento del Monarca) el Papa accedió a imponer la corona del imperio a Carlos V de Alemania en una pomposa ceremonia celebrada en Bolonia. Además, tras muchos titubeos y vacilaciones, denegó el divorcio de Enrique VIII de Inglaterra, que deseaba casarse con Ana Bolena, y declaró válido su primer matrimonio con Catalina de Aragón, la sobrina del Emperador.
En 1526, el conflicto entre las dinastías Habsburgo y Valois, donde el Papa y la República de Venecia eran los únicos que se permitían medrar de forma independiente, se encontraba paralizado a expensas de que Francisco I de Francia, que había sido capturado en la batalla de Pavía y había permanecido una temporada en Madrid curándose de humildad, se decidiera por fin a romper el Tratado de Madrid, firmado durante su cautiverio, que le obligaba a no intervenir en ItaliaFinalmente, fueron las palabras del Papa Clemente VII, protegido por los Médici florentinos –que todavía no eran aliados de Carlos I–, lo que animó al Rey francés a incumplir el tratado.
El ejército imperial, que estaba formado por 12.000 lansquenetes (mercenarios alemanes en su mayoría protestantes), Sin apenas infantería, el Papa recurrió a la artillería, situada en el Castillo de Sant'Angelo, como última defensa frente a las tropas imperiales. las tropas desataron su furia por la Ciudad Eterna y arrasaron monumentos y obras de arte durante días. Las violaciones, los asesinatos y los robos se sucedieron por las calles romanas, donde ni siquiera las autoridades eclesiásticas afines a los españoles se libraron del ultraje
- Los turcos otomanos, suponían una amenaza constante en el Mediterráneo.
Felipe II fue el rey más poderoso de su tiempo, pero tuvo que hacer frente a una gran cantidad de problemas.
La guerra con Francia. Felipe II derrotó a los franceses a inicio de su reinado. Pero al fial del mismo se reactivo.
El enfrentemiento con los turcos. El imperio turco era una gran potencia que amenazaba las posesiones españolas del Mediterráneo. España, el Papa y Venecia firmaron una alianza y, en 1571, derrotaron alos turcos en la batalla de Lepanto.
La revuelta de los Países Bajos. El calvinismo se extendió por los Países Bajos, y proocó que en 1566 las provincias del norte se revelaran contra Felipe II y se declararan independientes.
El enfretamiento con Inglaterra. Las relaciones con Inglaterra empeoraron debido al apoyo que concendieron a los rebeldes de los Países Bajos, lo que llevó a Felipe II a enviar contra Inglaterra la Armada Invencible, una poderosa flota que fue derrotada en 1558.
En 1556 Carlos V abdicó y cedió sus territorios españoles, italianos y flamencos a su hijo Felipe II.
El imperio de Felipe II era el más poderoso de su época, estaba formado por: España, los Países Bajos, parte de Italia, otros territorios en Europa central, América, el norte de África y Extremo Oriente.
Además, en 1558 Felipe II reclamó sus derechos sobre la corona de Portugal, que obtuvo ese mismo año.
El imperio de Felipe II era el más grande que había conocido hasta entonces la humanidad. El rey gorbernaba todas sus posesiones desde Madrid, donde instaló su corte. Por eso se ha dado a su imperio el nombre de Monarquía Hispánica.
La guerra con Francia. Felipe II derrotó a los franceses a inicio de su reinado. Pero al fial del mismo se reactivo.
- El enfrentemiento con los turcos. El imperio turco era una gran potencia que amenazaba las posesiones españolas del Mediterráneo. España, el Papa y Venecia firmaron una alianza y, en 1571, derrotaron alos turcos en la batalla de Lepanto.
- La revuelta de los Países Bajos. El calvinismo se extendió por los Países Bajos, y proocó que en 1566 las provincias del norte se revelaran contra Felipe II y se declararan independientes.
- El enfretamiento con Inglaterra. Las relaciones con Inglaterra empeoraron debido al apoyo que concendieron a los rebeldes de los Países Bajos, lo que llevó a Felipe II a enviar contra Inglaterra la Armada Invencible, una poderosa flota que fue derrotada en 1558.
Carlos V, decepcionado por este fracaso dividió sus posesiones. Entregó el Sacro Imperio a su hermano Fernando y el resto a su hijo Felipe.
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La Batalla de Lepanto fue un combate naval que tuvo lugar el 7 de octubre de 1571 en el golfo de Lepanto, frente a la ciudad de Naupacto, en Grecia, donde se enfrentaron la armada del Imperio otomano contra la de una coalición cristiana, llamada Liga Santa.
La batalla reunió a 211 galeras, seis galeazas cristianas contra 208 galeras, 66 galeotes y fustas otomanas. En suma, cien mil hombres aproximadamente combatieron en cada frente. No en vano, las pérdidas turcas fueron altísimas con 205 galeras hundidas o capturadas, 30.000 bajas y 8.000 prisioneros. La victoria cristiana permitió alejar la nítida amenaza de que los turcos, en confabulación con los moriscos españoles, pudieran asestar un zarpazo sobre la propia península Ibérica.
El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la batalla de Lepanto. Su escuadra queda a media milla, por la popa, de la línea de frente.
En el centro de la batalla, la galera La Real, nave capitana de Don Juan de Austria, se abalanza contra la nave capitana turca de Alí Bajá, La Sultana y ambas naves se enzarzaron en un combate cerrado. Marco Antonio Colonna apoya a la nave de Don Juan de Austria, situándose a la retaguardia de La Sultana y aislándola de socorro y refuerzo.
Álvaro de Bazán envía diez galeras y un grupo de fragatas y bergantines para apoyar el éxito que puede suponer la captura de la nave capitana otomana. Como resultado de este refuerzo, el centro otomano queda totalmente
deshecho.
Batalla de Lepanto, MNM
La batalla de Lepanto, pintada por Veronese en 1572 . Galería de la Academia de Venecia.-
Es el 7 de octubre de 1571, se libra frente a la costa griega, entre una "tormenta de arcabuces" y un "granizo de flechas", la batalla de Lepanto, una de las más legendarias de todos los tiempos, en la que la flota cristiana -española, veneciana y pontificia- destruye completamente a la turca.
El historiador Alessandro Barbero, considerado un Antony Beevor de las guerras antiguas, describe ahora de manera sensacional en su nuevo libro, Lepanto, la batalla de los tres imperios (Pasado y Presente), ese tremendo enfrentamiento que dejó el mar sembrado de cadáveres, turbantes, tambores y remos rotos y surtió a Occidente de uno de sus grandes mitos.
De su mano presenciamos estremecidos la húmeda jornada como si estuviéramos a bordo de una galera -La Real de Juan de Austria (sobre cuya rumbada, por cierto, el ilustre príncipe bailó una gallarda excitado por la inminencia del combate), o la Capitana del kapudan turco, Alí Pachá-, rodeados de la Infantería española o de los jenízaros, empeñados todos en la sangrienta refriega del abordaje.
"Su verdadera repercusión fue emotiva, en el imaginario"
La derrota no disminuyó el poder otomano, que reconstruyó la flota
Hubo disensiones entre los aliados, "una constante hasta hoy"
Frente a la costa griega murieron 20.000 turcos y 4.850 cristianos
Las principales conclusiones del estudioso, que ha ido directamente a las fuentes, son que Lepanto se ganó por la potencia de fuego, absolutamente superior, de que gozaban los cristianos -en cañones y arcabuces-; que la batalla estaba prácticamente decidida de antemano dada esa superioridad (a la que hay que añadir la que proporcionaba el número de gente de armas disponible en las galeras de la alianza, que casi triplicaba al de combatientes turcos) y, lo que puede parecer sorprendente, que Lepanto "tuvo bien pocas consecuencias en el plano político y militar". Vamos, que de batalla decisiva, nanay.
La batalla que salvó a Europa y a la cristiandad. En ese impacto propagandístico tuvo un gran papel la imprenta, hubo mucha información, muy rápida de la batalla en multitud de relatos, memorias y poemas. Y luego los grandes óleos y frescos. En realidad, ya Braudel decía que Lepanto no sirvió para nada".
El historiador recalca que la derrota no disminuyó el poder otomano y al cabo de poco tiempo se había construido una flota similar a la perdida. Pero, ¿y si hubieran ganado los turcos? "Espero que quede claro en el libro lo costoso que les resultó hacerse con Chipre. Ni con una victoria en Lepanto los turcos se habrían lanzado a grandes conquistas". Esa victoria, insiste, era en todo caso prácticamente imposible. La diferencia en cañones resultaba aplastante. "Y estaban los arcabuces, toda la Infantería cristiana iba armada de ellos y barrían las cubiertas de las galeras turcas con mortal efectividad antes de lanzarse al asalto". Las naves turcas además, continúa, oponían menos hombres de armas. "Estaban faltas de soldados, como de remeros, por el desgaste de la larga campaña y las plagas asociadas al hacinamiento continuado como la disentería y el tifus". Solo en el ala izquierda turca, con el audaz y resolutivo Uluç Alí, las cosas pintaron mal para los cristianos. En todo caso, estos solo perdieron completamente dos galeras, una, se dice hecha volar por los aires por su propio sobrecómitre veneciano, Soranzo, cuando estaba invadida por los jenízaros. Los cristianos capturaron 140 naves turcas.
Barbero estima la armada turca a la baja: no más de 180 galeras y una veintena de pequeñas galeotas corsarias. Los cristianos alinearían 204 galeras y seis galeazas erizadas de artillería. El único factor de incertidumbre era las disensiones en el mando unificado aliado, "una constante hasta hoy en las operaciones militares conjuntas de Occidente"
Muchos turcos empleaban arcos y flechas. No es que no los usaran bien, pero su efectividad y letalidad eran incomparables con las de los arcabuces. Barbero cita múltiples testimonios de cristianos -en general bien protegidos por petos, corazas y yelmos- alcanzados por flechas que les causan heridas leves o incluso solo fastidio. No es el caso del malhadado (e imprudente) comandante veneciano Agostino Barbarigo, que al levantarse la celada para hacerse oír recibió un flechazo en un ojo que lo mató.
Que el enfrentamiento estuviera decidido de antemano no significa, recalca Barbero, que la lucha no fuera violentísima, salvaje, despiadada. Murieron unos 20.000 turcos y unos 4.850 cristianos. Los soldados expertos aconsejaban disparar los arcabuces tan cerca del enemigo que su sangre te salpicara.
Como toda gran jornada militar, Lepanto tuvo sus cobardes: un caballero romano achantado por la que estaba cayendo se retiró bajo cubierta pretextando una herida en la cara y de regreso en Roma siguió fingiendo tres meses con un parche en un ojo.
Con arcabuz, espada, y el arrojo típico de un militar venido de la Península Ibérica. Así combatieron los soldados españoles que, un siete de octubre de 1571, derramaron su sangre sobre la cubierta de decenas de buques para detener, en el golfo de Lepanto, las pretensiones expansionistas turcas.
No obstante, lo que no sabían todos aquellos soldados es que no sólo habían aplastado a la gran flota otomana que amenazaba el Mediterráneo, sino que también se habían ganado, a base de cañonazo y mandoble, un hueco en los libros de historia. Así, después de que se disipara el humo de las piezas de artillería, el mar quedó como testigo de una de las mayores victorias navales españolas.
«A mediados del siglo XVI, dos potencias se disputaban el control del Mare Nostrum: España (dueña de Sicilia, Cerdeña y Nápoles) y el Imperio Otomano (cuyos dominios se extendían desde los Balcanes hasta Egipto). Los intereses contrapuestos de Madrid y Estambul habían desembocado en una guerra continua, que se englobaba en el esfuerzo general de los estados cristianos europeos por frenar el imparable avance turco», añade el experto.
A su vez, los españoles encontraron en esta época a unos fuertes enemigos en los piratas, que saqueaban sin piedad decenas de ciudades cristianas. «Mientras las tropas del sultán Solimán I conquistaban Hungría y llegaban incluso a asediar Viena, los estados berberiscos del norte de África (vasallos del Imperio Otomano) vivían de la piratería saqueando los puertos de España e Italia y asaltando sus barcos en alta mar. En definitiva, la situación llegó a ser tan crítica que se esperaba que, tarde o temprano, los turcos intentarían invadir Italia»
Por suerte, este gran ataque fue detenido por los miles de soldados que envió España para socorrer a los sitiados, pues en la Península Ibérica se conocía la importancia estratégica de este territorio: «De haber caído en manos del Imperio Otomano, Malta se hubiera convertido en el trampolín perfecto para asaltar Italia».En este clima de tensión, los turcos pusieron, unos pocos años después, la guinda a este conjunto de afrentas contra los cristianos. «En mayo de 1565, la armada otomana llegó a las costas de Malta e inició el asedio a la isla, defendida por los caballeros de la Orden de San Juan u Orden de Malta. El asedio fue durísimo y se luchó palmo a palmo», determina el periodista.
Sin embargo, lo que finalmente hizo entrar en cólera a los cristianos fueron las exigencias planteadas por el nuevo sultán Solimán I (quien sucedió en el trono de Estambul a su padre). Concretamente, en 1570 el nuevo mandatario pidió la entrega de Chipre –contraria a los turcos- a su imperio.
Los cristianos consideraron esta petición como la gota que colmó el vaso. «En previsión de un ataque a la isla, el papa Pío V solicitó a España y Venecia la creación de una alianza militar con los Estados Pontificios con el objetivo de frenar la expansión otomana en el Mediterráneo»
De esta forma, y aunque fue dificultoso por la diversidad de opiniones entre ambos países, Pío V terminó «convenciendo» a ambos imperios para frenar la expansión del Islam en Europa. «En mayo de 1571, Madrid, Venecia y Roma crearon la Santa Liga (la alianza deseada por Pío V)», que además que hubiera sido imposible derrotar a la inmensa flota turca si no hubiera sido aunando fuerzas.
Esto no detuvo a los turcos que, de forma osada y sin temor a las consecuencias, iniciaron el asedio a Chipre. Ante esta afrenta, la flota de la nueva y flamante «Santa Liga» decidió iniciar los preparativos para acabar de una vez por todas con sus enemigos del este. «Aunque el ejército otomano había acabado ya con el último reducto de la resistencia veneciana en Chipre (Famagusta), se decidió buscar y destruir la armada del sultán, dirigida por Alí Pachá o Alí Bajá»
Para hacer frente al islam, la «Santa Liga» juntó una de las mayores flotas que han surcado los mares a través de la historia. «Contaban con 228 galeras, 6 galeazas, 26 naves y 76 menores. (234 de ellas de combate)», explica el Capitán de navío José María Blanco Núñez, Asesor del Instituto de Historia y Cultura Naval. «Por su parte, los turcos contaban con 210 galeras, 42 galeotas y 21 fustas (252 de combate)»
A pesar de todo, el número de combatientes no era muy desigual, según completa el periodista: «En total, la Santa Liga sumaba unos 90.000 hombres, entre soldados, marineros y remeros. En cuanto a la armada del Imperio Otomano, el número de hombres era muy similar, y entre sus soldados sobresalían los temidos jenízaros (cristianos que, tras ser capturados de pequeños, se convertían al islam y eran educados para la guerra)».A su vez, y además del número de buques, la «Santa Liga» tenía a su favor la tecnología, pues sus tropas contaban con multitud de arcabuceros. Estos, partían con ventaja con respecto a los arqueros otomanos, ya que la pólvora tenía más alcance y causaba más daño que las flechas, las cuales solían rebotar contra las gruesas corazas cristianas. «Además, entre las tropas de la Santa Liga destacaban los famosos Tercios españoles. Felipe II había ordenado el embarque de unas 40 compañías procedentes de cuatro Tercios distintos, mandados por Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada»
Que la cantidad de soldados fuera similar era muy significativo, pues, en el S XVI«Los barcos actuaban como plataformas para el combate. Por aquellos años, la galera, el buque más utilizado, era una embarcación larga y estrecha, provista de una o dos enormes velas latinas. Sus dimensiones rondaban los 40 metros de eslora y los cinco de manga, y apenas levantaba un metro del nivel del mar. La artillería estaba formada, casi exclusivamente, por tres o cinco cañones fijos situados en la proa. Por lo tanto, se trataba de un barco cuya función principal consistía en servir de plataforma para la lucha cuerpo a cuerpo», añade el experto.
De hecho los cañones de las galeras –que se encontraban ubicados en proa y popa- no servían tanto para atacar desde cierta distancia a sus enemigos como para acabar con los soldados enemigos cuando se entablaba el combate cuerpo a cuerpo. Así, lo más usual era que una embarcación embistiera a otra, ambas dispararan entonces su artillería, y la infantería entrara entonces en la lucha.
Sin embargo, para suplir esta escasa cadencia de fuego, Venecia también aportó su granito de arena a la «Santa Liga» con uno de sus más novedosos proyectos. «La galeaza era una auténtica fortaleza flotante. Se trataba de un invento veneciano, consistente en una galera de mayores dimensiones y, sobre todo, dotada de una artillería mucho más potente, con cañones móviles situados en las bandas. No obstante, estas naves eran difíciles de mover, por lo que muchas veces tenían que ser remolcadas»
Así, con las tropas preparadas para asestar el golpe definitivo a los turcos, la flota de la «Santa Liga» partió hacia Grecia. El grupo, formado en su mayoría por buques españoles, estaba dirigido de manera general por Don Juan de Austria. No obstante, cada nación aportó además un capitán para su facción. Tan sólo unos pocos días después de partir, el 7 de octubre, ambas armadas se encontraron cerca del Golfo de Lepanto dando lugar a lo que sería una de las batallas más sangrientas de la historia.
Durante la mañana, y con la extraña calma que suele preceder a la amarga batalla, ambas escuadras finalizaron su despliegue. En el bando español el centro estaba regido por «La Real», la nave de Don Juan de Austria. En el flanco izquierdo, se situaba amenazante el venecianoAgostino Barbarigo, a quién se le dieron órdenes de impedir que el enemigo les envolviera. Finalmente, el ala derecha estuvo regida porJuan Andrea Doria, genovés al servicio de España,
«Por último, el español Álvaro de Bazán tenía bajo su responsabilidad las galeras de la reserva, que debían socorrer un frente u otro en función de cómo se fuera desarrollando el combate», finaliza Renuncio. Sin embargo, lo que ninguno de los líderes sabía era que, en una de las galeras cristianas se hallaba, espada en mano, un joven literato que no superaba los 24 años: Miguel de Cervantes.
Frente a la armada de la «Santa Liga» se situaba desafiante la imponente flota turca. En el centro de la misma, a bordo de «La Sultana» se hallaba el terror de los cristianos: Alí Pachá. A su derecha, frente a Barbarigo, estaban ubicadas las fuerzas de Scirocco, bey de Alejandría. Finalmente, y para hacer frente a Andrea Doria, el líder turco seleccionó a Uluch Alí, bey de Argel
No cabía más espera. Después de que se arbolaran los crucifijos y estandartes y los sacerdotes absolvieran a los soldados por si morían en combate, los remeros comenzaron a sacar las palas. Desde «La Real», un grito, el de don Juan de Austria, ahuyentó el miedo de los marinos: «Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone».
La fuerte acometida cogió por sorpresa a los otomanos, que se vieron obligados a romper su formación y tratar de acortar lo más velozmente la distancia que les separaba de los buques cristianos. No les quedaba más remedio, pues la potencia de fuego de las galeazas podía ser mortal para sus aspiraciones de conquista.Con celeridad, las naves turcas, como movidas por una única fuerza, comenzaron su avance inexorable hacia los buques de la «Santa Liga». Por suerte, los cristianos habían decidido que las galeazas, las fortalezas flotantes venecianas, se situaran por delante de la flota aliada para hacer blanco sobre los otomanos. El plan funcionó a la perfección pues, con un gran estruendo, estos navíos abrieron fuego con sus innumerables cañones sobre las tropas de Alí Pachá, mandando al fondo del mar a varias de sus galeras.
Una vez superada la primera línea de galeazas cristianas, comenzó la verdadera batalla. «Tras esto, las galeras de ambos bandos se trabaron unas con otras, barriendo al enemigo con el fuego de sus cañones, embistiéndose con sus espolones y lanzando a sus hombres al abordaje», determina Renuncio.
Pronto, y casi dirigidas por una fuerza extraña, «La Sultana» y «La Real» chocaron y se enzarzaron en un fiero combate cuerpo a cuerpo que se cobraría la vida de cientos de soldados. «Los hombres de ambas naves iniciaron una lucha sin cuartel, en la que “La Real” y “La Sultana” fueron socorridas por otras galeras, que hacían pasar a sus soldados a bordo de las dos capitanas» explica el experto. Ambas flotas sabían que no podían permitirse el lujo de perder sus buques de mando, pues sería algo nefasto para la moral de sus respectivas flotas.
Mientras, en el flanco izquierdo cristiano, Barbarigo vivió momento de tensión cuando las tropas de Sirocco se introdujeron en un hueco dejado por las tropas del veneciano. Este, vio en unos instantes como su nave era asediada por media docena de buques enemigos. La lucha fue tan cruenta que, finalmente, el cristiano murió cuando el disparo de un arquero turco le acertó en un ojo. A pesar de todo, y con la ayuda de varias galeras que fueron a socorrer a su líder fallecido, se logró resistir la embestida turca.
La situación no era mejor en el flanco contrario, donde Uluch Alí había conseguido atravesar la línea cristiana haciendo uso de una estratagema que alejó el ala derecha cristiana de la batalla. Por suerte, la escuadra de reserva acudió a socorrer el centro de «La Santa Liga». No obstante, no llegó lo suficientemente rápido como para salvar a varias galeras cristianas cuyos ocupantes fueron pasados a cuchillo sin piedad.
A partir de ese momento rindió la anarquía entre las diferentes naves, que trataban de resistir, junto al buque aliado más cercano, la acometida del enemigo. En este momento de incertidumbre, el joven Cervantes recibió varios disparos, uno de los cuales le alcanzó en la mano izquierda, dejándosela inútil para siempre. Por suerte, el posteriormente conocido como «el manco de Lepanto» pudo seguir escribiendo durante años con su brazo derecho.
«En esta situación, cuando la batalla se encontraba en el momento más decisivo, un disparo de arcabuz mató a Alí Pachá, lo que provocó el desmoronamiento de la resistencia a bordo de la Sultana. El estandarte musulmán fue arriado, al tiempo que los gritos de victoria en las filas cristianas iban pasando de una galera a otra», determina Renuncio.
MUSEO NAVAL Pintura de Juan de Austria
Después de este golpe para los turcos, comenzó su retirada. «Uluch Alí consiguió escapar llevando consigo una pequeña parte de sus fuerzas y el estandarte arrebatado a los caballeros de la Orden de Malta, que también participaban en la armada cristiana»
«La victoria cristiana fue total. Entre 25.000 y 30.000 otomanos murieron en la batalla, frente a los 8.000 españoles, pontificios y venecianos. La batalla de Lepanto fue una matanza terrible, sin precedentes, pero sirvió para demostrar que el esfuerzo conjunto de las naciones cristianas podía frenar el avance del Imperio Otomano. Por fin, la armada del sultán había sido destruida, y con ella el mito de su invencibilidad»
Además del importantísimo valor militar, la batalla tuvo unas buenas consecuencias para España y la cristiandad. «Aunque aparentemente la batalla de Lepanto no tuvo consecuencias inmediatas, su importancia fue enorme desde el punto de vista moral y propagandístico, ya que sirvió para acabar en Europa con el mito de la invencibilidad otomana»
A pesar de la gran derrota, el Imperio Otomano volvería a planta batalla tan sólo tres años más tarde, cuando consiguió conquistar Túnez a los españoles. A su vez, en 1574, Venecia firmó en secreto la paz con el sultán, rompiendo la Santa Liga y traicionando a España y al Papa. De esta forma, y aunque el pacto le ofrecía ventajas comerciales, también obligaba a esta república a pagar un tributo a Estambul y renunciar a Chipre.
«La paz era humillante para Venecia, pero, al fin y al cabo, era una república de mercaderes y prefería garantizar la seguridad de sus intercambios comerciales con Oriente antes que seguir aventurándose en inciertas campañas militares. Así pues, España volvía a estar sola en su lucha contra el expansionismo otomano, lo que parecía anunciar nuevas e inevitables guerras»
Sin embargo, el conflicto entre ambos imperios sólo duró hasta 1577. «Paradójicamente, españoles y turcos empezaron a estar cada vez más interesados en poner fin a su enfrentamiento —al menos, a su enfrentamiento a gran escala—, para poder ocuparse cada uno, con mayor libertad, de sus asuntos en otros escenarios. Además, la inactividad otomana demostró ser su peor enemigo: las galeras del sultán se pudrieron en los puertos y nunca más volvieron a suponer una amenaza para la seguridad de los estados cristianos del Mediterráneo»
ABC,ES. , MANUEL P. VILLATORO 25/04/2013
La victoria del bando cristiano, encabezado por el Imperio español, sobre la flota turca en el golfo de Lepanto desató la euforia en Roma. La flota del Imperio otomano parecía ahora menos imbatible, y el Papa Pío V –máximo valedor de la empresa– estaba empeñado en que la Cristiandad jamás lo olvidara. Como la batalla había tenido lugar el primer domingo de octubre, la victoria fue atribuida a la «Virgen del Rosario». Y a partir de esta fecha, el rezo del Rosario se popularizó entre las masas.
LA ARMADA IMVENCIBLE
La flota de Felipe II, aún castigada por los primeros choques con la inglesa, conservaba fuerza bastante como para invadir Inglaterra en 1588. Pero iba a ciegas: no encontraba a las tropas que debía embarcar en Flandes para ocupar Londres. Extractos de un libro del historiador Geoffrey Parker y del arqueólogo marino Colin Martin
Poco después del amanece, los vigías situados sobre el acantilado avistaron los primeros barcos españoles: formas fugaces vislumbradas en lontananza a través de bancos de niebla y lloviznas intermitentes. La leña embreada de la almenara prendió con rapidez, y en cuestión de minutos la réplica de un destello de luz hacia el este confirmó que la alarma iba pasando en cadena hasta Plymouth y la flota inglesa que allí aguardaba. Desde ese punto, la señal podría transmitirse a todas las partes del reino.
El 31 de julio de 1588 llegaron al Canal de la Mancha unos 130 barcos con 19.000 soldados y 7.000 marineros
Se trataba de derrocar a la reina de Inglaterra, Isabel Tudor, para restablecer un Estado católico en la isla Era sábado, 30 de julio de 1588, y la tan esperada y temida Armada de Felipe II había llegado frente a la costa inglesa.
El día anterior, asomando en el horizonte la península de Lizard, el buque insignia de la flota española, el San Martín de Portugal, había recogido velas e izado una banderola cerca de la gran linterna de popa en señal de consejo de guerra. Cuando la flota se puso a la capa, las pinazas [embarcaciones pequeñas, muy maniobrables] de los comandantes empezaron a converger hacia él. Sobre la elevada cubierta de popa del San Martín los esperaba un hombre barbudo, de pequeña estatura y fuerte complexión, de treinta y ocho años, vestido sencillamente. Alrededor de su cuello colgaba la insignia del Toisón de Oro, la más elevada orden de caballería española, de la cual el mismo Felipe II era Gran Maestre. Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duodécimo señor y quinto marqués de Sanlúcar de Barrameda, noveno conde de Niebla y séptimo duque de Medina Sidonia, era el capitán general del mar océano, y los ciento veinticinco barcos y treinta mil hombres de la Armada estaban bajo su mando directo. Medina Sidonia, sin embargo, era un hombre de tierra adentro, sin ninguna experiencia previa acerca de la guerra marítima.
Ahora, con la ceremonia requerida, sus oficiales subían a bordo. Debajo de sus capotes marineros se entreveían los brillos de espléndidas vestimentas: ropas de satén o seda afiligranadas con terciopelos y bordados, botones y galones dorados, borlas de seda, y las variadas insignias de sus órdenes de caballería. (...)
El rey Felipe II, creador y director absoluto del plan en el que la Armada era parte esencial, había determinado repetidas veces y en términos inequívocos los objetivos de su flota, y Medina Sidonia aprovechó esta oportunidad para recordárselos a sus oficiales. La Armada debía navegar por el canal de la Mancha y encontrarse en los estrechos de Dover con las fuerzas españolas estacionadas en los Países Bajos, conocidas como el Ejército de Flandes. Tenía entonces que dar escolta a una parte sustancial de este ejército, embarcado en lanchas de desembarco preparadas al efecto, hasta una cabeza de playa en Kent. Desde ese momento toda la operación se pondría bajo el mando supremo del sobrino del rey, Alejandro Farnesio, duque de Parma. La fuerza de invasión de Parma, compuesta por 27.000 veteranos, desembarcaría y aseguraría un punto de apoyo cerca de Margate, donde la Armada descargaría abastecimientos, municiones, tropas de reserva y un tren de artillería pesada. Este ejército implacable, bien equipado para enfrentarse tanto con tropas en campo abierto como con defensas estáticas, lanzaría entonces un rápido movimiento de asalto hacia Londres, mientras la flota protegía su flanco derecho avanzando por el estuario del Támesis. Hasta entonces la Armada se defendería si era necesario, pero en ninguna circunstancia a expensas de retrasar el avance hacia el objetivo principal. En resumen, Medina Sidonia recordó a sus subordinados que la Armada formaba parte de un plan coordinado que había ideado el mismo rey; un plan que, de tener éxito, asestaría un golpe mortal en el corazón de la Inglaterra Tudor.
Sin embargo, Medina Sidonia confiaba menos en el plan de Felipe II de lo que sugerían sus aseveraciones en público. Al día siguiente, cuando se preparaba para enviar al rey la resolución del consejo por medio de una rápida embarcación de enlace, se sintió obligado a añadir una posdata cifrada en la que expresaba su profunda inquietud al no haber recibido noticia alguna de Parma desde los Países Bajos. El duque tenía un buen motivo para preocuparse. Se hallaba a la entrada del canal, con una fuerza compuesta por unos 130 barcos y casi 30.000 hombres, y "yo estoy espantado de no aver tenido aviso suyo en tantos días, y en todo este viaje no se ha topado navío ni persona de quien poder tomar lengua".
La comunicación entre ambas fuerzas resultaba difícil pero era esencial. De no existir, no sólo se ponía en peligro toda la compleja operación, sino que también se amenazaba la frágil seguridad de la enorme flota que estaba bajo su única responsabilidad. La posdata continuaba revelando al rey su preocupación más inmediata: "en la costa de Flandes, no haviendo en toda ella puerto ni abrigo ninguno para esas naves, con el primer temporal que les diese, les hecharía a los bancos donde, sin ningún remedio, se avían de perder". Medina Sidonia confiaba en una conexión rápida y limpia con Parma para minimizar los sobrecogedores riesgos (contrarios a toda prudencia militar) de una cita en aguas poco seguras, en un lugar geográfico inapropiado y en presencia de un enemigo fuerte y agresivo.
"Lo que se pretende -recordó Medina Sidonia al rey con cauteloso optimismo- es que al punto que yo llegue, salga el con su armada sin dar lugar a que yo le aguarde un momento". Pero, ¿cómo podría tener la seguridad, mientras la Armada navegaba por el canal, de que Parma estaba preparado? Hasta recibir confirmación de este punto crucial, el duque enfatizaba que "assí se va muy a ciegas".
(...) El 30 de julio, mientras la Armada bordeaba la costa oriental (de Inglaterra) y los fuegos de las almenaras se sucedían por el litoral de Cornualles, el alférez Juan Gil, que hablaba inglés, salió en el patache pintado de rojo de la capitana general, reforzada su tripulación con veinte avezados tiradores, para que verificara unas velas no identificadas avistadas poco antes y obtuviera toda la información posible acerca del paradero e intenciones de la flota inglesa. Regresó por la noche, remolcando un pesquero de Falmouth capturado. Sus cuatro aterrados ocupantes fueron atados en la borda del San Martín y su resistencia al interrogatorio, si es que la hubo, fue muy corta. Declararon que la flota inglesa había salido de Plymouth esa tarde, bajo el mando del lord almirante Howard y sir Francis Drake.
Cuando amaneció el 31 de julio, con viento de oeste-noroeste, un numeroso grupo de barcos ingleses fue divisado a barlovento. Era el cuerpo principal del lord almirante Howard, que había abandonado sin contratiempos Plymouth la noche anterior para cruzar el frente de la Armada, rodearla por la parte del mar y situarse en posición de ventaja a barlovento detrás de los españoles. Poco después el resto de la flota inglesa salió de Plymouth y navegó dando bordadas cerca de la costa para reunirse con Howard.
Ante la posibilidad de acción inminente, el San Martín izó la enseña real para indicar a la Armada que adoptara el orden de batalla preestablecido. Las maniobras que siguieron recordaban la instrucción precisa de un ejército sobre el campo. A una señal, la flota transformó su línea de marcha en línea de batalla, efectuando medio giro a la derecha. La vanguardia de Leiva retrocedió en una línea extendida sobre la izquierda del cuerpo principal de Medina Sidonia, mientras la retaguardia de Recalde avanzó hasta adoptar una posición similar en el flanco derecho. La Armada se encontraba ahora dispuesta en líneas a lo largo de un amplio frente, encarando el canal para proseguir el avance hacia el encuentro con Parma.
(...) Según una revista general efectuada inmediatamente antes de que la Armada abandonara La Coruña en julio de 1588, los 19.000 soldados embarcados en la flota se organizaban en cinco tercios españoles y dos portugueses, con algunas "compañías libres" y un número considerable de oficiales de Estado mayor y voluntarios caballeros. (...) Los tres mil mosqueteros, cuyas armas eran tan pesadas que tenían que dispararse con el auxilio de una horquilla, constituían una élite, distinguibles por su sombrero de ala amplia adornado con plumas. La Armada llevaba un número cuatro veces mayor de arcabuceros, tal vez porque se percibía la conveniencia de recurrir a efectivos con armamento ligero para el tipo de acción naval a corta distancia prevista por los españoles. Incluso los piqueros se habían reorganizado como arcabuceros. La preponderancia del armamento apto para el combate a corta distancia refleja el hecho fundamental de que el principal potencial ofensivo de la Armada radicaba en las tropas que transportaba. "La mira de los nuestros -había advertido Felipe II a Medina Sidonia inmediatamente antes de emprender la navegación- ha de ser envestir y aferrar". Se mantenía que la manera más efectiva de que la flota derrotase a un enemigo era "aproximarse a él, causar destrozos y aturdimiento, y finalmente abordarle. Todas las otras armas estaban subordinadas y apoyaban este objetivo táctico subyacente".
(...) La Gran Flota que el 31 de julio de 1588 se colocó en línea de batalla a la vista de la costa inglesa (...) en total llevaba 2.431 cañones con 123.790 balas de munición, casi 19.000 soldados y 7.000 marineros. Había, además, casi un millar más de figurantes: aristócratas aventureros con sus sirvientes y oficiales en formación sin mando. También se había hecho sitio a más de 200 amargados exiliados católicos ingleses e irlandeses, y a ciento ochenta afanosos clérigos.
La religión mantenía la moral de la flota y regulaba gran parte de su rutina cotidiana. La presencia envolvente de la Iglesia católica y de su autoproclamado defensor, Felipe II, se sentía por doquier: "El principal fundamento con que Su Majestad se ha movido a hacer y emprender esta jornada ha sido y es a fin de servir a Dios nuestro Señor y reducir a su Iglesia y gremio muchos pueblos y almas que, oprimidos por los herejes de nuestra Santa Fe Católica, los tienen sujetos a sus setas y desventuras. Y para que todos vayan puestos los ojos a este blanco, como estamos obligados, encargo y ruego mucho den orden a sus inferiores y toda la gente de sus cargos que entren en las naos confesados y comulgados con tan gran contrición de sus pecados para que, mediante esta prevención y el celo con que vamos de hacer a Dios tan gran servicio, nos guíe y encamine como más se sirva".
Se dieron órdenes para prohibir la blasfemia, el vocabulario soez, el juego, las peleas y "consentir que vayan mujeres públicas ni particulares", consideradas las últimas "inconveniente tan grande", además de ofensa a Dios. Medina esperaba que la tripulación de cada barco asistiera a los servicios religiosos completos al menos una vez a la semana, mientras que al romper el día y al anochecer los grumetes cantaban la Salve y el Ave María al pie del palo mayor. Las contraseñas diarias se escogían por su significado religioso, y el estandarte de la Armada lucía las armas reales entre la Virgen María y un Crucifijo, cruzado con las diagonales rojo sangre de la guerra santa. En la parte inferior aparecía bordado el grito de batalla: Exurge, Domine, et vindica causam tuam (Álzate, oh, Señor, y haz valer Tu Causa). El capellán de Medina Sidonia portaba una carta autorizada por el general de los dominicos para reponer todas las casas de esta orden en Inglaterra que se habían secularizado con la Reforma.
Quienes participaban en la Armada la consideraban sin lugar a dudas una cruzada. También sabían que el Papa había concedido indulgencia plenaria a todos los que navegaban en la Armada (e incluso a aquellos que se limitaran a rezar por su triunfo). En los Países Bajos salieron de la imprenta ejemplares de la Admonition to the nobility and People of England and Ireland, concerning the present wars made for the execution of his holiness' sentence, by the high and mighty King Catholic of Spain, donde se llamaba a todos los católicos ingleses a ofrecer ayuda a los "liberadores" cuando llegaran y a abandonar su fidelidad a Isabel Tudor [la reina de Inglaterra]. Los iban a distribuir Parma y su ejército una vez que hubieran cruzado a Inglaterra. Su autor era William Allen, académico de Oxford nacido en Lancashire que había huido al exilio al comienzo del reinado de Isabel y había llegado a ser superior del seminario de Douai que formaba a los sacerdotes católicos ingleses. El Papa lo consagró cardenal en 1587. Tras la conquista española, Allen iba a administrar el nuevo Estado católico bajo la autoridad conjunta del Papa y Felipe II.
Así pues, los comandantes de "la mayor y más poderosa combinación de la Cristiandad" sabían perfectamente qué se esperaba de ellos y por qué habían sido escogidos por el rey como principal instrumento divino contra la herejía protestante y la perversidad inglesa. Pero existía una certeza algo menor acerca de cómo exactamente debía ponerse en práctica el Gran Designio de Felipe II. Aparte de la ignorancia que prevalecía sobre el grado de preparación de Parma, estaba el hecho incómodo de que la flota de Isabel ya se había hecho a la mar, vigilante y al acecho. El duque de Medina Sidonia no puede haber sido el único hombre a bordo de la flota en preguntarse, avistadas las distantes velas, qué iba a suceder a continuación.
La Gran Armada, de Geoffrey Parker y Colin Martin. Editorial Planeta
PARA SABER MÁS, VER:
La Armada Invencible www.uv.es
Amanecía el 7 de septiembre de 1588 y, desde el alcázar de su barco, el galeón San Martín, el duque Medina Sidonia oteó el horizonte con la incertidumbre cosida al rostro. Nadie mejor que el máximo responsable de la flota diseñada por Felipe II para invadir Inglaterra sabía lo arriesgado de la empresa que lideraba: llevar de regreso a España una maltrecha flota —3.000 enfermos y heridos a bordo de 112 barcos maltrechos por el cañoneo inglés—, sin apenas comida y agua, bordeando Escocia y la costa oeste de Irlanda. Lo que menos podía imaginar Medina Sidonia es que en las órdenes de navegación que había transmitido a sus bajeles para encarar “ese viaje de Magallanes” como lo describiría uno de sus asesores, latía el peor de los presagios. En apenas unos días, buena parte de la flota daría fe de ese funesto agüero. “El escenario del desastre, naval y humano, de la gran flota de Felipe II no fue el canal de la Mancha ni los cañones ingleses, sino el litoral occidental de Irlanda”, recuerda el historiador Hiram Morgan, de la Universidad de Cork. “Fue en esa terra ignotadonde 24 barcos naufragaron y 6.000 hombres murieron”
Álvaro de Bazán envía diez galeras y un grupo de fragatas y bergantines para apoyar el éxito que puede suponer la captura de la nave capitana otomana. Como resultado de este refuerzo, el centro otomano queda totalmente
deshecho.
Batalla de Lepanto, MNM
La batalla de Lepanto, pintada por Veronese en 1572 . Galería de la Academia de Venecia.-
Es el 7 de octubre de 1571, se libra frente a la costa griega, entre una "tormenta de arcabuces" y un "granizo de flechas", la batalla de Lepanto, una de las más legendarias de todos los tiempos, en la que la flota cristiana -española, veneciana y pontificia- destruye completamente a la turca.
El historiador Alessandro Barbero, considerado un Antony Beevor de las guerras antiguas, describe ahora de manera sensacional en su nuevo libro, Lepanto, la batalla de los tres imperios (Pasado y Presente), ese tremendo enfrentamiento que dejó el mar sembrado de cadáveres, turbantes, tambores y remos rotos y surtió a Occidente de uno de sus grandes mitos.
De su mano presenciamos estremecidos la húmeda jornada como si estuviéramos a bordo de una galera -La Real de Juan de Austria (sobre cuya rumbada, por cierto, el ilustre príncipe bailó una gallarda excitado por la inminencia del combate), o la Capitana del kapudan turco, Alí Pachá-, rodeados de la Infantería española o de los jenízaros, empeñados todos en la sangrienta refriega del abordaje.
"Su verdadera repercusión fue emotiva, en el imaginario"
La derrota no disminuyó el poder otomano, que reconstruyó la flota
Hubo disensiones entre los aliados, "una constante hasta hoy"
Frente a la costa griega murieron 20.000 turcos y 4.850 cristianos
Las principales conclusiones del estudioso, que ha ido directamente a las fuentes, son que Lepanto se ganó por la potencia de fuego, absolutamente superior, de que gozaban los cristianos -en cañones y arcabuces-; que la batalla estaba prácticamente decidida de antemano dada esa superioridad (a la que hay que añadir la que proporcionaba el número de gente de armas disponible en las galeras de la alianza, que casi triplicaba al de combatientes turcos) y, lo que puede parecer sorprendente, que Lepanto "tuvo bien pocas consecuencias en el plano político y militar". Vamos, que de batalla decisiva, nanay.
La batalla que salvó a Europa y a la cristiandad. En ese impacto propagandístico tuvo un gran papel la imprenta, hubo mucha información, muy rápida de la batalla en multitud de relatos, memorias y poemas. Y luego los grandes óleos y frescos. En realidad, ya Braudel decía que Lepanto no sirvió para nada".
El historiador recalca que la derrota no disminuyó el poder otomano y al cabo de poco tiempo se había construido una flota similar a la perdida. Pero, ¿y si hubieran ganado los turcos? "Espero que quede claro en el libro lo costoso que les resultó hacerse con Chipre. Ni con una victoria en Lepanto los turcos se habrían lanzado a grandes conquistas". Esa victoria, insiste, era en todo caso prácticamente imposible. La diferencia en cañones resultaba aplastante. "Y estaban los arcabuces, toda la Infantería cristiana iba armada de ellos y barrían las cubiertas de las galeras turcas con mortal efectividad antes de lanzarse al asalto". Las naves turcas además, continúa, oponían menos hombres de armas. "Estaban faltas de soldados, como de remeros, por el desgaste de la larga campaña y las plagas asociadas al hacinamiento continuado como la disentería y el tifus". Solo en el ala izquierda turca, con el audaz y resolutivo Uluç Alí, las cosas pintaron mal para los cristianos. En todo caso, estos solo perdieron completamente dos galeras, una, se dice hecha volar por los aires por su propio sobrecómitre veneciano, Soranzo, cuando estaba invadida por los jenízaros. Los cristianos capturaron 140 naves turcas.
Barbero estima la armada turca a la baja: no más de 180 galeras y una veintena de pequeñas galeotas corsarias. Los cristianos alinearían 204 galeras y seis galeazas erizadas de artillería. El único factor de incertidumbre era las disensiones en el mando unificado aliado, "una constante hasta hoy en las operaciones militares conjuntas de Occidente"
Muchos turcos empleaban arcos y flechas. No es que no los usaran bien, pero su efectividad y letalidad eran incomparables con las de los arcabuces. Barbero cita múltiples testimonios de cristianos -en general bien protegidos por petos, corazas y yelmos- alcanzados por flechas que les causan heridas leves o incluso solo fastidio. No es el caso del malhadado (e imprudente) comandante veneciano Agostino Barbarigo, que al levantarse la celada para hacerse oír recibió un flechazo en un ojo que lo mató.
Que el enfrentamiento estuviera decidido de antemano no significa, recalca Barbero, que la lucha no fuera violentísima, salvaje, despiadada. Murieron unos 20.000 turcos y unos 4.850 cristianos. Los soldados expertos aconsejaban disparar los arcabuces tan cerca del enemigo que su sangre te salpicara.
Como toda gran jornada militar, Lepanto tuvo sus cobardes: un caballero romano achantado por la que estaba cayendo se retiró bajo cubierta pretextando una herida en la cara y de regreso en Roma siguió fingiendo tres meses con un parche en un ojo.
Con arcabuz, espada, y el arrojo típico de un militar venido de la Península Ibérica. Así combatieron los soldados españoles que, un siete de octubre de 1571, derramaron su sangre sobre la cubierta de decenas de buques para detener, en el golfo de Lepanto, las pretensiones expansionistas turcas.
No obstante, lo que no sabían todos aquellos soldados es que no sólo habían aplastado a la gran flota otomana que amenazaba el Mediterráneo, sino que también se habían ganado, a base de cañonazo y mandoble, un hueco en los libros de historia. Así, después de que se disipara el humo de las piezas de artillería, el mar quedó como testigo de una de las mayores victorias navales españolas.
«A mediados del siglo XVI, dos potencias se disputaban el control del Mare Nostrum: España (dueña de Sicilia, Cerdeña y Nápoles) y el Imperio Otomano (cuyos dominios se extendían desde los Balcanes hasta Egipto). Los intereses contrapuestos de Madrid y Estambul habían desembocado en una guerra continua, que se englobaba en el esfuerzo general de los estados cristianos europeos por frenar el imparable avance turco», añade el experto.
A su vez, los españoles encontraron en esta época a unos fuertes enemigos en los piratas, que saqueaban sin piedad decenas de ciudades cristianas. «Mientras las tropas del sultán Solimán I conquistaban Hungría y llegaban incluso a asediar Viena, los estados berberiscos del norte de África (vasallos del Imperio Otomano) vivían de la piratería saqueando los puertos de España e Italia y asaltando sus barcos en alta mar. En definitiva, la situación llegó a ser tan crítica que se esperaba que, tarde o temprano, los turcos intentarían invadir Italia»
Por suerte, este gran ataque fue detenido por los miles de soldados que envió España para socorrer a los sitiados, pues en la Península Ibérica se conocía la importancia estratégica de este territorio: «De haber caído en manos del Imperio Otomano, Malta se hubiera convertido en el trampolín perfecto para asaltar Italia».En este clima de tensión, los turcos pusieron, unos pocos años después, la guinda a este conjunto de afrentas contra los cristianos. «En mayo de 1565, la armada otomana llegó a las costas de Malta e inició el asedio a la isla, defendida por los caballeros de la Orden de San Juan u Orden de Malta. El asedio fue durísimo y se luchó palmo a palmo», determina el periodista.
Sin embargo, lo que finalmente hizo entrar en cólera a los cristianos fueron las exigencias planteadas por el nuevo sultán Solimán I (quien sucedió en el trono de Estambul a su padre). Concretamente, en 1570 el nuevo mandatario pidió la entrega de Chipre –contraria a los turcos- a su imperio.
Los cristianos consideraron esta petición como la gota que colmó el vaso. «En previsión de un ataque a la isla, el papa Pío V solicitó a España y Venecia la creación de una alianza militar con los Estados Pontificios con el objetivo de frenar la expansión otomana en el Mediterráneo»
De esta forma, y aunque fue dificultoso por la diversidad de opiniones entre ambos países, Pío V terminó «convenciendo» a ambos imperios para frenar la expansión del Islam en Europa. «En mayo de 1571, Madrid, Venecia y Roma crearon la Santa Liga (la alianza deseada por Pío V)», que además que hubiera sido imposible derrotar a la inmensa flota turca si no hubiera sido aunando fuerzas.
Esto no detuvo a los turcos que, de forma osada y sin temor a las consecuencias, iniciaron el asedio a Chipre. Ante esta afrenta, la flota de la nueva y flamante «Santa Liga» decidió iniciar los preparativos para acabar de una vez por todas con sus enemigos del este. «Aunque el ejército otomano había acabado ya con el último reducto de la resistencia veneciana en Chipre (Famagusta), se decidió buscar y destruir la armada del sultán, dirigida por Alí Pachá o Alí Bajá»
Para hacer frente al islam, la «Santa Liga» juntó una de las mayores flotas que han surcado los mares a través de la historia. «Contaban con 228 galeras, 6 galeazas, 26 naves y 76 menores. (234 de ellas de combate)», explica el Capitán de navío José María Blanco Núñez, Asesor del Instituto de Historia y Cultura Naval. «Por su parte, los turcos contaban con 210 galeras, 42 galeotas y 21 fustas (252 de combate)»
A pesar de todo, el número de combatientes no era muy desigual, según completa el periodista: «En total, la Santa Liga sumaba unos 90.000 hombres, entre soldados, marineros y remeros. En cuanto a la armada del Imperio Otomano, el número de hombres era muy similar, y entre sus soldados sobresalían los temidos jenízaros (cristianos que, tras ser capturados de pequeños, se convertían al islam y eran educados para la guerra)».A su vez, y además del número de buques, la «Santa Liga» tenía a su favor la tecnología, pues sus tropas contaban con multitud de arcabuceros. Estos, partían con ventaja con respecto a los arqueros otomanos, ya que la pólvora tenía más alcance y causaba más daño que las flechas, las cuales solían rebotar contra las gruesas corazas cristianas. «Además, entre las tropas de la Santa Liga destacaban los famosos Tercios españoles. Felipe II había ordenado el embarque de unas 40 compañías procedentes de cuatro Tercios distintos, mandados por Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada»
Que la cantidad de soldados fuera similar era muy significativo, pues, en el S XVI«Los barcos actuaban como plataformas para el combate. Por aquellos años, la galera, el buque más utilizado, era una embarcación larga y estrecha, provista de una o dos enormes velas latinas. Sus dimensiones rondaban los 40 metros de eslora y los cinco de manga, y apenas levantaba un metro del nivel del mar. La artillería estaba formada, casi exclusivamente, por tres o cinco cañones fijos situados en la proa. Por lo tanto, se trataba de un barco cuya función principal consistía en servir de plataforma para la lucha cuerpo a cuerpo», añade el experto.
De hecho los cañones de las galeras –que se encontraban ubicados en proa y popa- no servían tanto para atacar desde cierta distancia a sus enemigos como para acabar con los soldados enemigos cuando se entablaba el combate cuerpo a cuerpo. Así, lo más usual era que una embarcación embistiera a otra, ambas dispararan entonces su artillería, y la infantería entrara entonces en la lucha.
Sin embargo, para suplir esta escasa cadencia de fuego, Venecia también aportó su granito de arena a la «Santa Liga» con uno de sus más novedosos proyectos. «La galeaza era una auténtica fortaleza flotante. Se trataba de un invento veneciano, consistente en una galera de mayores dimensiones y, sobre todo, dotada de una artillería mucho más potente, con cañones móviles situados en las bandas. No obstante, estas naves eran difíciles de mover, por lo que muchas veces tenían que ser remolcadas»
Así, con las tropas preparadas para asestar el golpe definitivo a los turcos, la flota de la «Santa Liga» partió hacia Grecia. El grupo, formado en su mayoría por buques españoles, estaba dirigido de manera general por Don Juan de Austria. No obstante, cada nación aportó además un capitán para su facción. Tan sólo unos pocos días después de partir, el 7 de octubre, ambas armadas se encontraron cerca del Golfo de Lepanto dando lugar a lo que sería una de las batallas más sangrientas de la historia.
Durante la mañana, y con la extraña calma que suele preceder a la amarga batalla, ambas escuadras finalizaron su despliegue. En el bando español el centro estaba regido por «La Real», la nave de Don Juan de Austria. En el flanco izquierdo, se situaba amenazante el venecianoAgostino Barbarigo, a quién se le dieron órdenes de impedir que el enemigo les envolviera. Finalmente, el ala derecha estuvo regida porJuan Andrea Doria, genovés al servicio de España,
«Por último, el español Álvaro de Bazán tenía bajo su responsabilidad las galeras de la reserva, que debían socorrer un frente u otro en función de cómo se fuera desarrollando el combate», finaliza Renuncio. Sin embargo, lo que ninguno de los líderes sabía era que, en una de las galeras cristianas se hallaba, espada en mano, un joven literato que no superaba los 24 años: Miguel de Cervantes.
Frente a la armada de la «Santa Liga» se situaba desafiante la imponente flota turca. En el centro de la misma, a bordo de «La Sultana» se hallaba el terror de los cristianos: Alí Pachá. A su derecha, frente a Barbarigo, estaban ubicadas las fuerzas de Scirocco, bey de Alejandría. Finalmente, y para hacer frente a Andrea Doria, el líder turco seleccionó a Uluch Alí, bey de Argel
No cabía más espera. Después de que se arbolaran los crucifijos y estandartes y los sacerdotes absolvieran a los soldados por si morían en combate, los remeros comenzaron a sacar las palas. Desde «La Real», un grito, el de don Juan de Austria, ahuyentó el miedo de los marinos: «Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone».
La fuerte acometida cogió por sorpresa a los otomanos, que se vieron obligados a romper su formación y tratar de acortar lo más velozmente la distancia que les separaba de los buques cristianos. No les quedaba más remedio, pues la potencia de fuego de las galeazas podía ser mortal para sus aspiraciones de conquista.Con celeridad, las naves turcas, como movidas por una única fuerza, comenzaron su avance inexorable hacia los buques de la «Santa Liga». Por suerte, los cristianos habían decidido que las galeazas, las fortalezas flotantes venecianas, se situaran por delante de la flota aliada para hacer blanco sobre los otomanos. El plan funcionó a la perfección pues, con un gran estruendo, estos navíos abrieron fuego con sus innumerables cañones sobre las tropas de Alí Pachá, mandando al fondo del mar a varias de sus galeras.
Una vez superada la primera línea de galeazas cristianas, comenzó la verdadera batalla. «Tras esto, las galeras de ambos bandos se trabaron unas con otras, barriendo al enemigo con el fuego de sus cañones, embistiéndose con sus espolones y lanzando a sus hombres al abordaje», determina Renuncio.
Pronto, y casi dirigidas por una fuerza extraña, «La Sultana» y «La Real» chocaron y se enzarzaron en un fiero combate cuerpo a cuerpo que se cobraría la vida de cientos de soldados. «Los hombres de ambas naves iniciaron una lucha sin cuartel, en la que “La Real” y “La Sultana” fueron socorridas por otras galeras, que hacían pasar a sus soldados a bordo de las dos capitanas» explica el experto. Ambas flotas sabían que no podían permitirse el lujo de perder sus buques de mando, pues sería algo nefasto para la moral de sus respectivas flotas.
Mientras, en el flanco izquierdo cristiano, Barbarigo vivió momento de tensión cuando las tropas de Sirocco se introdujeron en un hueco dejado por las tropas del veneciano. Este, vio en unos instantes como su nave era asediada por media docena de buques enemigos. La lucha fue tan cruenta que, finalmente, el cristiano murió cuando el disparo de un arquero turco le acertó en un ojo. A pesar de todo, y con la ayuda de varias galeras que fueron a socorrer a su líder fallecido, se logró resistir la embestida turca.
La situación no era mejor en el flanco contrario, donde Uluch Alí había conseguido atravesar la línea cristiana haciendo uso de una estratagema que alejó el ala derecha cristiana de la batalla. Por suerte, la escuadra de reserva acudió a socorrer el centro de «La Santa Liga». No obstante, no llegó lo suficientemente rápido como para salvar a varias galeras cristianas cuyos ocupantes fueron pasados a cuchillo sin piedad.
A partir de ese momento rindió la anarquía entre las diferentes naves, que trataban de resistir, junto al buque aliado más cercano, la acometida del enemigo. En este momento de incertidumbre, el joven Cervantes recibió varios disparos, uno de los cuales le alcanzó en la mano izquierda, dejándosela inútil para siempre. Por suerte, el posteriormente conocido como «el manco de Lepanto» pudo seguir escribiendo durante años con su brazo derecho.
«En esta situación, cuando la batalla se encontraba en el momento más decisivo, un disparo de arcabuz mató a Alí Pachá, lo que provocó el desmoronamiento de la resistencia a bordo de la Sultana. El estandarte musulmán fue arriado, al tiempo que los gritos de victoria en las filas cristianas iban pasando de una galera a otra», determina Renuncio.
MUSEO NAVAL Pintura de Juan de Austria
Después de este golpe para los turcos, comenzó su retirada. «Uluch Alí consiguió escapar llevando consigo una pequeña parte de sus fuerzas y el estandarte arrebatado a los caballeros de la Orden de Malta, que también participaban en la armada cristiana»
«La victoria cristiana fue total. Entre 25.000 y 30.000 otomanos murieron en la batalla, frente a los 8.000 españoles, pontificios y venecianos. La batalla de Lepanto fue una matanza terrible, sin precedentes, pero sirvió para demostrar que el esfuerzo conjunto de las naciones cristianas podía frenar el avance del Imperio Otomano. Por fin, la armada del sultán había sido destruida, y con ella el mito de su invencibilidad»
Además del importantísimo valor militar, la batalla tuvo unas buenas consecuencias para España y la cristiandad. «Aunque aparentemente la batalla de Lepanto no tuvo consecuencias inmediatas, su importancia fue enorme desde el punto de vista moral y propagandístico, ya que sirvió para acabar en Europa con el mito de la invencibilidad otomana»
A pesar de la gran derrota, el Imperio Otomano volvería a planta batalla tan sólo tres años más tarde, cuando consiguió conquistar Túnez a los españoles. A su vez, en 1574, Venecia firmó en secreto la paz con el sultán, rompiendo la Santa Liga y traicionando a España y al Papa. De esta forma, y aunque el pacto le ofrecía ventajas comerciales, también obligaba a esta república a pagar un tributo a Estambul y renunciar a Chipre.
«La paz era humillante para Venecia, pero, al fin y al cabo, era una república de mercaderes y prefería garantizar la seguridad de sus intercambios comerciales con Oriente antes que seguir aventurándose en inciertas campañas militares. Así pues, España volvía a estar sola en su lucha contra el expansionismo otomano, lo que parecía anunciar nuevas e inevitables guerras»
Sin embargo, el conflicto entre ambos imperios sólo duró hasta 1577. «Paradójicamente, españoles y turcos empezaron a estar cada vez más interesados en poner fin a su enfrentamiento —al menos, a su enfrentamiento a gran escala—, para poder ocuparse cada uno, con mayor libertad, de sus asuntos en otros escenarios. Además, la inactividad otomana demostró ser su peor enemigo: las galeras del sultán se pudrieron en los puertos y nunca más volvieron a suponer una amenaza para la seguridad de los estados cristianos del Mediterráneo»
ABC,ES. , MANUEL P. VILLATORO 25/04/2013
La victoria del bando cristiano, encabezado por el Imperio español, sobre la flota turca en el golfo de Lepanto desató la euforia en Roma. La flota del Imperio otomano parecía ahora menos imbatible, y el Papa Pío V –máximo valedor de la empresa– estaba empeñado en que la Cristiandad jamás lo olvidara. Como la batalla había tenido lugar el primer domingo de octubre, la victoria fue atribuida a la «Virgen del Rosario». Y a partir de esta fecha, el rezo del Rosario se popularizó entre las masas.
LA ARMADA IMVENCIBLE
La flota de Felipe II, aún castigada por los primeros choques con la inglesa, conservaba fuerza bastante como para invadir Inglaterra en 1588. Pero iba a ciegas: no encontraba a las tropas que debía embarcar en Flandes para ocupar Londres. Extractos de un libro del historiador Geoffrey Parker y del arqueólogo marino Colin Martin
Poco después del amanece, los vigías situados sobre el acantilado avistaron los primeros barcos españoles: formas fugaces vislumbradas en lontananza a través de bancos de niebla y lloviznas intermitentes. La leña embreada de la almenara prendió con rapidez, y en cuestión de minutos la réplica de un destello de luz hacia el este confirmó que la alarma iba pasando en cadena hasta Plymouth y la flota inglesa que allí aguardaba. Desde ese punto, la señal podría transmitirse a todas las partes del reino.
El 31 de julio de 1588 llegaron al Canal de la Mancha unos 130 barcos con 19.000 soldados y 7.000 marineros
Se trataba de derrocar a la reina de Inglaterra, Isabel Tudor, para restablecer un Estado católico en la isla Era sábado, 30 de julio de 1588, y la tan esperada y temida Armada de Felipe II había llegado frente a la costa inglesa.
El día anterior, asomando en el horizonte la península de Lizard, el buque insignia de la flota española, el San Martín de Portugal, había recogido velas e izado una banderola cerca de la gran linterna de popa en señal de consejo de guerra. Cuando la flota se puso a la capa, las pinazas [embarcaciones pequeñas, muy maniobrables] de los comandantes empezaron a converger hacia él. Sobre la elevada cubierta de popa del San Martín los esperaba un hombre barbudo, de pequeña estatura y fuerte complexión, de treinta y ocho años, vestido sencillamente. Alrededor de su cuello colgaba la insignia del Toisón de Oro, la más elevada orden de caballería española, de la cual el mismo Felipe II era Gran Maestre. Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duodécimo señor y quinto marqués de Sanlúcar de Barrameda, noveno conde de Niebla y séptimo duque de Medina Sidonia, era el capitán general del mar océano, y los ciento veinticinco barcos y treinta mil hombres de la Armada estaban bajo su mando directo. Medina Sidonia, sin embargo, era un hombre de tierra adentro, sin ninguna experiencia previa acerca de la guerra marítima.
Ahora, con la ceremonia requerida, sus oficiales subían a bordo. Debajo de sus capotes marineros se entreveían los brillos de espléndidas vestimentas: ropas de satén o seda afiligranadas con terciopelos y bordados, botones y galones dorados, borlas de seda, y las variadas insignias de sus órdenes de caballería. (...)
El rey Felipe II, creador y director absoluto del plan en el que la Armada era parte esencial, había determinado repetidas veces y en términos inequívocos los objetivos de su flota, y Medina Sidonia aprovechó esta oportunidad para recordárselos a sus oficiales. La Armada debía navegar por el canal de la Mancha y encontrarse en los estrechos de Dover con las fuerzas españolas estacionadas en los Países Bajos, conocidas como el Ejército de Flandes. Tenía entonces que dar escolta a una parte sustancial de este ejército, embarcado en lanchas de desembarco preparadas al efecto, hasta una cabeza de playa en Kent. Desde ese momento toda la operación se pondría bajo el mando supremo del sobrino del rey, Alejandro Farnesio, duque de Parma. La fuerza de invasión de Parma, compuesta por 27.000 veteranos, desembarcaría y aseguraría un punto de apoyo cerca de Margate, donde la Armada descargaría abastecimientos, municiones, tropas de reserva y un tren de artillería pesada. Este ejército implacable, bien equipado para enfrentarse tanto con tropas en campo abierto como con defensas estáticas, lanzaría entonces un rápido movimiento de asalto hacia Londres, mientras la flota protegía su flanco derecho avanzando por el estuario del Támesis. Hasta entonces la Armada se defendería si era necesario, pero en ninguna circunstancia a expensas de retrasar el avance hacia el objetivo principal. En resumen, Medina Sidonia recordó a sus subordinados que la Armada formaba parte de un plan coordinado que había ideado el mismo rey; un plan que, de tener éxito, asestaría un golpe mortal en el corazón de la Inglaterra Tudor.
Sin embargo, Medina Sidonia confiaba menos en el plan de Felipe II de lo que sugerían sus aseveraciones en público. Al día siguiente, cuando se preparaba para enviar al rey la resolución del consejo por medio de una rápida embarcación de enlace, se sintió obligado a añadir una posdata cifrada en la que expresaba su profunda inquietud al no haber recibido noticia alguna de Parma desde los Países Bajos. El duque tenía un buen motivo para preocuparse. Se hallaba a la entrada del canal, con una fuerza compuesta por unos 130 barcos y casi 30.000 hombres, y "yo estoy espantado de no aver tenido aviso suyo en tantos días, y en todo este viaje no se ha topado navío ni persona de quien poder tomar lengua".
La comunicación entre ambas fuerzas resultaba difícil pero era esencial. De no existir, no sólo se ponía en peligro toda la compleja operación, sino que también se amenazaba la frágil seguridad de la enorme flota que estaba bajo su única responsabilidad. La posdata continuaba revelando al rey su preocupación más inmediata: "en la costa de Flandes, no haviendo en toda ella puerto ni abrigo ninguno para esas naves, con el primer temporal que les diese, les hecharía a los bancos donde, sin ningún remedio, se avían de perder". Medina Sidonia confiaba en una conexión rápida y limpia con Parma para minimizar los sobrecogedores riesgos (contrarios a toda prudencia militar) de una cita en aguas poco seguras, en un lugar geográfico inapropiado y en presencia de un enemigo fuerte y agresivo.
"Lo que se pretende -recordó Medina Sidonia al rey con cauteloso optimismo- es que al punto que yo llegue, salga el con su armada sin dar lugar a que yo le aguarde un momento". Pero, ¿cómo podría tener la seguridad, mientras la Armada navegaba por el canal, de que Parma estaba preparado? Hasta recibir confirmación de este punto crucial, el duque enfatizaba que "assí se va muy a ciegas".
(...) El 30 de julio, mientras la Armada bordeaba la costa oriental (de Inglaterra) y los fuegos de las almenaras se sucedían por el litoral de Cornualles, el alférez Juan Gil, que hablaba inglés, salió en el patache pintado de rojo de la capitana general, reforzada su tripulación con veinte avezados tiradores, para que verificara unas velas no identificadas avistadas poco antes y obtuviera toda la información posible acerca del paradero e intenciones de la flota inglesa. Regresó por la noche, remolcando un pesquero de Falmouth capturado. Sus cuatro aterrados ocupantes fueron atados en la borda del San Martín y su resistencia al interrogatorio, si es que la hubo, fue muy corta. Declararon que la flota inglesa había salido de Plymouth esa tarde, bajo el mando del lord almirante Howard y sir Francis Drake.
Cuando amaneció el 31 de julio, con viento de oeste-noroeste, un numeroso grupo de barcos ingleses fue divisado a barlovento. Era el cuerpo principal del lord almirante Howard, que había abandonado sin contratiempos Plymouth la noche anterior para cruzar el frente de la Armada, rodearla por la parte del mar y situarse en posición de ventaja a barlovento detrás de los españoles. Poco después el resto de la flota inglesa salió de Plymouth y navegó dando bordadas cerca de la costa para reunirse con Howard.
Ante la posibilidad de acción inminente, el San Martín izó la enseña real para indicar a la Armada que adoptara el orden de batalla preestablecido. Las maniobras que siguieron recordaban la instrucción precisa de un ejército sobre el campo. A una señal, la flota transformó su línea de marcha en línea de batalla, efectuando medio giro a la derecha. La vanguardia de Leiva retrocedió en una línea extendida sobre la izquierda del cuerpo principal de Medina Sidonia, mientras la retaguardia de Recalde avanzó hasta adoptar una posición similar en el flanco derecho. La Armada se encontraba ahora dispuesta en líneas a lo largo de un amplio frente, encarando el canal para proseguir el avance hacia el encuentro con Parma.
(...) Según una revista general efectuada inmediatamente antes de que la Armada abandonara La Coruña en julio de 1588, los 19.000 soldados embarcados en la flota se organizaban en cinco tercios españoles y dos portugueses, con algunas "compañías libres" y un número considerable de oficiales de Estado mayor y voluntarios caballeros. (...) Los tres mil mosqueteros, cuyas armas eran tan pesadas que tenían que dispararse con el auxilio de una horquilla, constituían una élite, distinguibles por su sombrero de ala amplia adornado con plumas. La Armada llevaba un número cuatro veces mayor de arcabuceros, tal vez porque se percibía la conveniencia de recurrir a efectivos con armamento ligero para el tipo de acción naval a corta distancia prevista por los españoles. Incluso los piqueros se habían reorganizado como arcabuceros. La preponderancia del armamento apto para el combate a corta distancia refleja el hecho fundamental de que el principal potencial ofensivo de la Armada radicaba en las tropas que transportaba. "La mira de los nuestros -había advertido Felipe II a Medina Sidonia inmediatamente antes de emprender la navegación- ha de ser envestir y aferrar". Se mantenía que la manera más efectiva de que la flota derrotase a un enemigo era "aproximarse a él, causar destrozos y aturdimiento, y finalmente abordarle. Todas las otras armas estaban subordinadas y apoyaban este objetivo táctico subyacente".
(...) La Gran Flota que el 31 de julio de 1588 se colocó en línea de batalla a la vista de la costa inglesa (...) en total llevaba 2.431 cañones con 123.790 balas de munición, casi 19.000 soldados y 7.000 marineros. Había, además, casi un millar más de figurantes: aristócratas aventureros con sus sirvientes y oficiales en formación sin mando. También se había hecho sitio a más de 200 amargados exiliados católicos ingleses e irlandeses, y a ciento ochenta afanosos clérigos.
La religión mantenía la moral de la flota y regulaba gran parte de su rutina cotidiana. La presencia envolvente de la Iglesia católica y de su autoproclamado defensor, Felipe II, se sentía por doquier: "El principal fundamento con que Su Majestad se ha movido a hacer y emprender esta jornada ha sido y es a fin de servir a Dios nuestro Señor y reducir a su Iglesia y gremio muchos pueblos y almas que, oprimidos por los herejes de nuestra Santa Fe Católica, los tienen sujetos a sus setas y desventuras. Y para que todos vayan puestos los ojos a este blanco, como estamos obligados, encargo y ruego mucho den orden a sus inferiores y toda la gente de sus cargos que entren en las naos confesados y comulgados con tan gran contrición de sus pecados para que, mediante esta prevención y el celo con que vamos de hacer a Dios tan gran servicio, nos guíe y encamine como más se sirva".
Se dieron órdenes para prohibir la blasfemia, el vocabulario soez, el juego, las peleas y "consentir que vayan mujeres públicas ni particulares", consideradas las últimas "inconveniente tan grande", además de ofensa a Dios. Medina esperaba que la tripulación de cada barco asistiera a los servicios religiosos completos al menos una vez a la semana, mientras que al romper el día y al anochecer los grumetes cantaban la Salve y el Ave María al pie del palo mayor. Las contraseñas diarias se escogían por su significado religioso, y el estandarte de la Armada lucía las armas reales entre la Virgen María y un Crucifijo, cruzado con las diagonales rojo sangre de la guerra santa. En la parte inferior aparecía bordado el grito de batalla: Exurge, Domine, et vindica causam tuam (Álzate, oh, Señor, y haz valer Tu Causa). El capellán de Medina Sidonia portaba una carta autorizada por el general de los dominicos para reponer todas las casas de esta orden en Inglaterra que se habían secularizado con la Reforma.
Quienes participaban en la Armada la consideraban sin lugar a dudas una cruzada. También sabían que el Papa había concedido indulgencia plenaria a todos los que navegaban en la Armada (e incluso a aquellos que se limitaran a rezar por su triunfo). En los Países Bajos salieron de la imprenta ejemplares de la Admonition to the nobility and People of England and Ireland, concerning the present wars made for the execution of his holiness' sentence, by the high and mighty King Catholic of Spain, donde se llamaba a todos los católicos ingleses a ofrecer ayuda a los "liberadores" cuando llegaran y a abandonar su fidelidad a Isabel Tudor [la reina de Inglaterra]. Los iban a distribuir Parma y su ejército una vez que hubieran cruzado a Inglaterra. Su autor era William Allen, académico de Oxford nacido en Lancashire que había huido al exilio al comienzo del reinado de Isabel y había llegado a ser superior del seminario de Douai que formaba a los sacerdotes católicos ingleses. El Papa lo consagró cardenal en 1587. Tras la conquista española, Allen iba a administrar el nuevo Estado católico bajo la autoridad conjunta del Papa y Felipe II.
Así pues, los comandantes de "la mayor y más poderosa combinación de la Cristiandad" sabían perfectamente qué se esperaba de ellos y por qué habían sido escogidos por el rey como principal instrumento divino contra la herejía protestante y la perversidad inglesa. Pero existía una certeza algo menor acerca de cómo exactamente debía ponerse en práctica el Gran Designio de Felipe II. Aparte de la ignorancia que prevalecía sobre el grado de preparación de Parma, estaba el hecho incómodo de que la flota de Isabel ya se había hecho a la mar, vigilante y al acecho. El duque de Medina Sidonia no puede haber sido el único hombre a bordo de la flota en preguntarse, avistadas las distantes velas, qué iba a suceder a continuación.
La Gran Armada, de Geoffrey Parker y Colin Martin. Editorial Planeta
PARA SABER MÁS, VER:
La Armada Invencible www.uv.es
Amanecía el 7 de septiembre de 1588 y, desde el alcázar de su barco, el galeón San Martín, el duque Medina Sidonia oteó el horizonte con la incertidumbre cosida al rostro. Nadie mejor que el máximo responsable de la flota diseñada por Felipe II para invadir Inglaterra sabía lo arriesgado de la empresa que lideraba: llevar de regreso a España una maltrecha flota —3.000 enfermos y heridos a bordo de 112 barcos maltrechos por el cañoneo inglés—, sin apenas comida y agua, bordeando Escocia y la costa oeste de Irlanda. Lo que menos podía imaginar Medina Sidonia es que en las órdenes de navegación que había transmitido a sus bajeles para encarar “ese viaje de Magallanes” como lo describiría uno de sus asesores, latía el peor de los presagios. En apenas unos días, buena parte de la flota daría fe de ese funesto agüero. “El escenario del desastre, naval y humano, de la gran flota de Felipe II no fue el canal de la Mancha ni los cañones ingleses, sino el litoral occidental de Irlanda”, recuerda el historiador Hiram Morgan, de la Universidad de Cork. “Fue en esa terra ignotadonde 24 barcos naufragaron y 6.000 hombres murieron”
Nota: El galeón San Marcos hundido cerca de Spanish Point, en el condado de Clare. Construido en 1585 en Cantabria, el San Marcos era una de las joyas de la Armada. Capaz de desplazar 790 toneladas, contaba con 33 cañones de bronce, 17 culebrinas y 16 sacres, un poderío de fuego al que sumar una fuerza militar de 350 soldados y 140 marineros.
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