361 ISABEL II: CUÉNTAME QUÉ PASÓ

CUÉNTAME QUE PASÓ CON ISABEL II

Caricatura de Isabel IIIsabel Burdiel reconstruye el proceso que encumbra y derriba a Isabel II - Las biografías sobre monarcas triunfan entre los ensayos históricos.

Isabel Burdiel, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, Isabel II. Una biografía (1830-1904), publicado por Taurus (Grupo PRISA, editor de EL PAÍS), es el relato de una decepción
Caricatura de Isabel II publicada en Vanity Fair en 1869, en el aniversario de su expulsión del trono.

Isabel II empezó su reinado como una gran esperanza blanca y acabó huyendo como apestada. Cuando murió en París en 1904, su nieto, Alfonso XIII, mantuvo su agenda y evitó el roce con tan nefasto símbolo. El cadáver de la anciana se envió casi a hurtadillas al panteón de El Escorial. Los Borbones siguientes se alejaron de Isabel II como de un agente infeccioso. Quedó en la memoria colectiva con trazo grueso: La Chata, una casquivana. Incluso los hermanos Bécquer la satirizaron en pinturas pornográficas practicando sexo con confesor y ministros.


Isabel II fue el primer monarca constitucional de España.

A la heredera de Fernando VII, absolutista feroz que firmaba constituciones pensando en el modo de derogarlas, nadie la educó para ser reina por más que la abrazaran como el icono de la modernización. Menos que nadie, su madre, la regente María Cristina, "muy inteligente, hábil, capaz", a la que interesaba Isabel como mero "peón" del poder y que dirigió sus afectos a la segunda familia que formó de tapadillo tras la muerte de Fernando VII con el guardia de corps Fernando Muñoz y Funes. "Isabel fue una niña emocionalmente abandonada y políticamente secuestrada. Tiene una educación precaria en contenidos y moral, se la acostumbró a hacer lo que le daba la gana, sin escrúpulos, y sin importar la traición", expone Burdiel, que dedicó una década a investigar.
Isabel II dejó de estudiar a los 13 años, cuando fue declarada mayor de edad. Si hasta entonces había fallado su formación, a partir de ahí se suceden las maquinaciones, contubernios, calumnias e intrigas desde los círculos familiares y políticos para controlarla. Su vida sexual alimenta comidillas y devora su reputación. Luego vendrá la purga ultracatólica. Hay un cerco machista evidente. "Otros reyes han tenido una vida privada similar y no han tenido los mismo efectos políticos. La reina es deleznable, pero lo que me interesa es ver cómo se fabrica un monstruo, que es producto de la educación, del contexto y de los políticos que luego le achacan las culpas de lo que han fabricado", reflexiona la autora.



 ELPAIS.COM, TEREIXA CONSTENLA - Madrid - 10/01/2011

Isabel II, tribulaciones prematrimoniales


Son los antecedente de los sinsabores que esperaban a la Reina Isabel II de lo que le esperaba del tálamo nupcial. Luego Valle Inclán, nos describiría, con su prosa grandilocuente, los consuelos que la real Señora encontró de un esposo que "la noche de bodas llevaba más puntillas que ella". Verdadera salsa rosa histórica, como pedía Canal 22. Va por ti.
n septiembre de 1845 la reina Victoria de Inglaterra y Alberto, su esposo y príncipe consorte, fueron a visitar al rey Luis Felipe en el castillo de Eu. Con Victoria iba el secretario de Asuntos Exteriores, el conde de Aberdeen, y con Luis Felipe estaba su ministro de Asuntos Exteriores, François Guizot. Este grupo tan ilustre comenzó a discutir, entre otras cosas, el matrimonio de la reina Isabel II de España. Un rasgo, no sólo de esta entente cordiale, sino de todo el asunto de las complicadas negociaciones que habrían de ser conocidas como los «Matrimonios Españoles», fue la total indiferencia demostrada por todas las partes hacia el personaje central del drama: la propia Isabel.Jamás, en ningún momento, la consultaron para nada, y, sin embargo, antes de que al fin fuera llevada al altar, Inglaterra, Francia, Austria, el reino de las Dos Sicilias, y, por supuesto, España se vieron metidas en uno de los mayores enredos diplomáticos del siglo. Si Europa hubiese olvidado por un momento sus propias necesidades y hubiera buscado para Isabel un esposo que de verdad le conviniese, es posible que la historia de la España del siglo XIX, incluso la de Europa, hubiera sido muy distinta. Pero aquellos eran todavía los tiempos de la alianza dinástica y del equilibrio de poderes, e Isabel tenía que ser sacrificada a tan poderosas consideraciones.

Retrato de Isabel II
Si Isabel no tenía nada que decir sobre el asunto, sí tendría que decir mucho, su madre. El trono de España, (porque el esposo de Isabel habría de ser rey consorte) no se encontraba en el mercado todos los días, y María Cristina no estaba dispuesta a darlo barato. Aquí había la posibilidad de una alianza espectacular, quizás un archiduque austriaco o un príncipe francés, y ella no iba a dejar que se le escapara de las manos. Pero, al menos en aquellas primeras etapas, iba a tener una desilusión.

A la caza de un rey consorte

Reinaba un espíritu de compromiso mientras Victoria y Luis paseaban por los jardines del castillo de Eu, llevando tras ellos a sus ministros de Asuntos Exteriores. Victoria, como había que esperar, se inclinaba por un príncipe de la casa de Coburgo (a ella le había ido muy bien con el suyo). Luis Felipe estaba dispuesto a conceder esto, pero con un Coburgo en Bruselas, un segundo en Londres y un tercero en Lisboa le parecía que debía oponerse a que hubiera otro en Madrid. Sus preferencias, innecesario es decirlo, iban hacía uno de sus hijos, quizá el duque de Montpensier, pero, claro, Inglaterra no quería acceder a ese proyecto. Una unión entre las coronas de Francia y España era algo a lo que siempre se opuso Inglaterra.
Todo era cuestión del «equilibrio de poderes», según dijo una vez lord Aberdeen, y Victoria, con más fervor declaró: «¡ Jamás permitiríamos eso!» Por lo tanto, se decidió que Inglaterra no insistiría en las pretensiones del primo del príncipe Alberto, el príncipe Leopoldo de Coburgo, y que Francia no insistiría en las pretensiones del hijo de Luis Felipe, el duque de Montpensier. En cambio, y a fin de mantener a los austriacos fuera del asunto, apoyarían a un príncipe de la casa de Borbón (siempre y cuando no fuera un Borbón francés), y convinieron en que Luisa, la hermana de Isabel, se casaría después de que Isabel se hubiera casado y tenido hijos. Concluido el regateo, franceses e ingleses se despidieron tan amigos, y se emprendió la caza de un príncipe Borbón conveniente.
Pero daba la casualidad de que aquella temporada había muy pocos príncipes Borbón elegibles. De hecho, no había más que cuatro: el conde de Montemolín (hijo de don Carlos, que llevaba su mismo nombre), Francisco de Asís y Enrique (hijos de Carlota y de Francisco de Paula) y el conde de Trapani (hermano de Fernando II de Nápoles, y por ende hermano también de María Cristina). Como Montemolín se negaba a llegar a un compromiso sobre sus derechos a la corona, él mismo se eliminó. Como María Cristina aborrecía a la familia de Carlota, no había que contar con Francisco de Asís y Enrique. Por lo tanto sólo le quedaba el campo libre a Trapani, un príncipe de dieciocho años que entonces iba a un colegio de jesuitas en Roma.

Ni austriaco, ni francés: italiano


Al negársele un príncipe francés o austriaco, María Cristina tuvo que escoger a Trapani. La casualidad de que fuese tío de Isabel no la hizo ni siquiera parpadear (si ella se había casado con un tío suyo, ¿por qué no lo había de hacer también Isabel?); el hecho de que fuera su hermano ponía las cosas más en su punto. Cierto que Trapani no era precisamente guapo. El embajador francés en la Santa Sede lo describía como feo, bajito y flacucho, con expresión de poco inteligente. «No puedo dejar de pensar que en el aspecto físico deberíamos escoger algo mejor para ella», escribió con raro discernimiento. Pero entonces resultó que Austria no estaba muy satisfecha ante aquella sugerencia.
Un príncipe napolitano en el trono de España aumentaría mucho el prestigio de Nápoles ante los italianos, y Austria consideraba a Italia como un coto particular. Austria, en realidad, favorecía la candidatura del conde de Montemolín, pero Aberdeen la rechazó. María Cristina, que aún iba tras un archiduque austriaco, se puso secretamente en contacto con Metternich, pero éste, que, según Charles Greville, «habría escuchado esto ávidamente de haberse atrevido..., tuvo que rogar a los españoles que se fueran, debido al miedo que tenía a la indignación de los rusos». Por lo visto, hasta Rusia se había inmiscuido en el asunto.

Sin embargo, por mucho que Austria desaprobara la candidatura de Trapani, no era ella quien podía disponer los casamientos de los príncipes napolitanos, y como ni Inglaterra ni Francia opusieron ninguna objeción, prosiguieron adelante las negociaciones. La corte de Nápoles, que obstinadamente se había negado durante tantos años a reconocer la ascensión de Isabel al trono, se apresuró ahora a hacerlo, y Trapani, de mala gana, y después de mucho llorar frente a la insistencia de su hermano, de su madre y del embajador francés, dio su consentimiento. Matando dos pájaros de un tiro, se envió una embajada a Madrid reconociendo tardíamente la ascensión de la reina al trono y pidiendo su mano.

Los españoles no quieren al napolitano

Pero España no quiso saber nada de eso. Desde el punto de vista de los españoles, era un casamiento muy poco conveniente. Los españoles odiaban a los napolitanos; ya había demasiados miembros de la familia de María Cristina en el país, y, lo peor de todo, se decía que Trapani estaba totalmente dominado por los jesuitas, entonces desterrados de España. «Si se va a casar con nuestra reina -gruñó Narváez-, será mejor que se quite la sotana y aprenda el oficio de soldado.» El marrullero Luis Felipe sugirió que se hiciera creer que el chico se había escapado del colegio y se dijera que había jurado que no tenía ninguna relación con los Jesuitas. «El director del colegio está de acuerdo», escribió G e o r g e Southern a lord Clarendon. Pero nadie estaba preparado para dar a Trapani una oportunidad. En las Cortes, cuarenta diputados firmaron una moción oponiéndose al matrimonio y la prensa se revolvió insultando. «¿Trapani rey no sería un trapo?» En vista de la creciente hostilidad del público, tuvo que desistirse de su candidatura, y Trapani, aliviado, volvió a los brazos de los jesuitas.

Así que hubo que volver a considerar a Francisco de Asís y a su hermano Enrique. María Cristina, tragándose su desaprobación (ahora que Carlota estaba muerta, no era en realidad tan difícil), dirigió hacía ellos su atención. Se decía que los hermanos habían hecho un pacto entre sí por el cual cualquiera de los dos rechazaría la mano de Isabel si el otro no se había de casar con su hermana Luisa.
Enrique contaba con el apoyo de Inglaterra, y aunque no fuese exactamente guapo, era un joven simpático, varonil e inteligente, que ponía en práctica el liberalismo algo teórico de sus padres. Esto, por supuesto, le había ganado la antipatía de María Cristina y de los moderados, y como en la primavera de 1846 tomó parte en una breve sublevación contra el Gobierno de Narváez, echó a perder sus posibilidades. Entonces servía en la Marina española, y redactó un manifiesto en favor del partido progresista, por lo que se le ordenó que subiera a un barco y marchara al desierto. Se trasladó a Bélgica, donde se estableció en Gante, y desde allí estuvo continuamente en contacto con Espartero, otro dirigente liberal exiliado y al que Inglaterra daba pleno apoyo.

Sólo quedaba, pues, Francisco de Asís, pero por mucho que se quisiera considerar a éste, no resultaba un buen partido. En opinión de María Cristina el casamiento de Isabel con Francisco de Asís sería un asunto de muy poco brillo, un enlace de compromiso que no daría al trono español ninguna de las ventajas que ella anhelaba. Su única esperanza ahora era que el matrimonio proporcionase una alianza con Francia o Inglaterra.

Atentado contra Isabel II del cura Merino


Con este fin estaba dispuesta a enfrentar a un país con otro, a intrigar con Inglaterra contra Francia y con Francia contra Inglaterra, con tal de que ella acabara consiguiendo un príncipe más ilustre e influyente que Francisco de Asís, y apoyaran sus planes los representantes diplomáticos de ambas potencias, Henry Bulwer por Inglaterra y el conde de Bresson por Francia. Los dos hombres tenían la tendencia de excederse en las instrucciones recibidas de sus gobiernos respectivos, y el hecho de que estuvieran a matar entre sí favoreció mucho los proyectos de ella.

Se ofrece un Coburgo para obtener a Montpensier

Actuando con mucha diplomacia, María Cristina sacó a relucir de nuevo el nombre del príncipe Leopoldo de Coburgo. Bulwer, saliéndole al paso, le aseguró que el casamiento con un Coburgo no podía ser realmente considerado como un matrimonio inglés y que Francia no podría oponer objeciones.
Daba la casualidad de que el príncipe Leopoldo estaba entonces visitando a su hermano, el rey consorte de Portugal, y corrió el rumor de que también podría visitar Madrid, lo que alarmó a los franceses. Utilizando esta amenaza de un príncipe Coburgo, María Cristina puso su confianza en el embajador francés. Y el conde de Bresson no le falló. Este tenía una sugerencia mucho mejor que hacerle. Si Isabel se casaba con Francisco de Asís -dijo-, Francia concedería el hijo del rey Luis Felipe, el duque de Montpensier, a la infanta Luisa. De ese modo no se faltaría al acuerdo de Eu, y María Cristina conseguiría un príncipe francés. «¡Por amor de Dios -se dice que exclamó María Cristina al oír esta sugerencia-, no deje que este príncipe se nos escape!»

Pero Luis Felipe se mostró inquieto ante el plan, Al ofrecer a Montpensier, Bresson había actuado sin instrucciones. Cierto que Guizot advirtió una vez al Gobierno británico que si un casamiento entre Isabel y el príncipe Leopoldo de Coburgo pareciera «probable o inminente», el Gobierno francés se consideraría libre de pedir la mano de Isabel o de Luisa para el duque de Montpensier; pero al fin y al cabo Bulwer era el único que había abogado por la candidatura del príncipe Leopoldo, y el Gobierno británico no había vuelto a mencionarlo. Y hasta que no lo hiciera, les parecía a los franceses que por mucho que les gustara no podían insistir con su Montpensier.

Pero en el asunto había ya un cierto elemento de urgencia. Se sabía que Isabel era de naturaleza muy sensual, y su cariño por el joven general Serrano, «el general Bonito», como lo llamaban en los círculos cortesanos, preocupaba a Guizot. «Usted no conoce a estas princesas españolas y sicilianas», le refunfuñó a Charles Greville. Hasta ahora, Isabel II no había entrado en la pubertad, por lo que aún había tiempo; pero el 3 de abril de 1846 Bresson envió a Guizot un mensaje extraordinario: «La reine -informó por las buenas- est nubile depuis deux heures».

Isabel anuncia su consentimiento con los ojos enrojecidos

En estos momentos, con Isabel madura para el matrimonio, cayó el Gobierno conservador de Inglaterra, siendo sucedido por otro liberal. Para reemplazar al circunspecto lord Aberdeen en el Foreign Office fue nombrado el dinámico lord Palmerston. Aberdeen había tratado siempre el asunto de los «matrimonios españoles» con guante blanco; Palmerston habría de abordar el caso de modo muy diferente.
El único interés de Inglaterra, sostenía Aberdeen, era asegurarse de que Isabel no se casara con un príncipe francés y que el matrimonio de su hermana Luisa se retrasara hasta que Isabel tuviera hijos. Palmerston, por su parte, se interesó de modo mucho más activo en el asunto. Pocos días después de ocupar el cargo, escribió a Bulwer, en Madrid, proponiendo sin rodeos a Leopoldo de Coburgo como candidato más apropiado, o, en caso contrario, a Enrique. Para tratar las cosas sin tapujos, envió copia de su despacho al embajador francés en Londres, quien lo envió inmediatamente a París. La noticia confirmó las sospechas, que nuevamente abrigaban el rey Luis Felipe y Guizot. Estaba claro que Bulwer contaba con el apoyo de su Gobierno.

En este momento llegó a París un mensaje de María Cristina diciendo que el matrimonio no podía retrasarse. Isabel se negaba a casarse con Francisco de Asís o con Enrique; sin embargo, si no podía conseguir a Montpensier, aceptaría al príncipe Leopoldo de Coburgo. No se sabe con seguridad si Guizot creía o no de veras que Inglaterra intentaba forzar el matrimonio Coburgo; lo que sí se sabe seguro es que le convenía creerlo, pues él no podía romper el acuerdo de Eu hasta el punto de casar a Isabel con Montpensier; pero había otra solución. La sugerencia de Besson de un casamiento doble, Isabel con Francisco de Asís, y Luisa con Montpensier, se volvió a examinar, y María Cristina pidió que las dos bodas fueran simultáneas, a fin de que algo del brillo de la boda de la infanta se reflejara en la de la reina.

Tras haber aventado ese nido de avispas, Palmerston aconsejó a Bulwer que se olvidara del príncipe Leopoldo y que insistiera en favor de Enrique; pero el liberalismo turbulento de este joven lo hacía difícilmente más aceptable para Francia que el príncipe Leopoldo, y lo hacía completamente inaceptable para María Cristina, y cuanto más lo patrocinaba Palmerston, más se convertía en un juguete en manos de Guizoti pues éste, dándose cuenta de que estaba patinando sobre un hielo muy fino (los británicos jamás propusieron el matrimonio Coburgo, ni tampoco Francia quería esperar a que Isabel tuviera hijos para dar a España un príncipe francés), convino en el matrimonio doble. «Siga adelante sin vacilar -le dijo a Bresson- Arréglelo lo antes posible.»

Ahora, el único inconveniente procedía de la propia Isabel, la cual no quería casarse con Francisco de Asís, pero María Cristina y Muñoz se encerraron unas horas con ella y la convencieron. Alguien diría después que cuando alrededor de la medianoche del día 28 de agosto de 1846 Isabel salió de su habitación para dar su consentimiento a sus ministros, tenía los ojos enrojecidos, La doble boda se celebraría seis semanas más tarde. No cabía duda de que Inglaterra había sufrido una severa derrota diplomática.

La reina Victoria monta en cólera

Al enterarse de la noticia, la reina Victoria estalló en un chaparrón de signos de exclamación, de subrayados y de letras mayúsculas. «El arreglo del casamiento de la reina de España, junto con el de Montpensier es infame, y debemos Protestar -escribió al rey de los belgas- Guizot ha tenido el descaro de decir... que aunque originariamente ellos dijeron que Montpensier sólo se casaría con la infanta cuando la reina estuviera casada y tuviera hijos, el hecho de que Leopoldo fuera nombrado candidato lo había cambiado todo, y ellos debían arreglarlo, Esto es algo malvado, porque nosotros fuimos tan honrados como para casi impedir el matrimonio de Leo ... »

La conducta de Guizot, seguía diciendo ella, era «vergonzosa hasta un punto del todo increíble y suciamente deshonesto». ¿Cómo -se preguntaba- podremos confiar otra vez en Luis Felipe?

Bulwer, rotundamente derrotado por Bresson, su béte noire, se retiró a Aranjuez, echando pestes; Palmerston envió despachos a Rusia, a Prusia, y a Austria, insitiéndoles en que protestaran contra el matrimonio Montpensier, y sir Robert Peel hasta habló de una guerra.

Y ¿por qué estaban los británicos tan enfadados? Bien miradas las cosas, los franceses no se habían portado tan mal. Isabel, según el acuerdo de Eu, habría de casarse con un príncipe Borbón, y ellos sólo habían roto su promesa de no esperar a que Isabel tuviera hijos para casar a Luisa. ¿No serían exagerados los temores británicos de que Montpensier, o uno de sus hijos, se convirtiera en rey de España?

La clave de la controversia estaba en el modo de ser de Francisco de Asís, el futuro esposo de Isabel. Aunque él no había heredado nada de la agresiva personalidad de su madre, Carlota era la culpable de haber hecho de él lo que era. Bajito, delgado y vivaracho, con una vocecita aguda y modales melindrosos, Francisco era el blanco de muchos chistes subidos de tono en la Corte.
FUENTE: mundohistoria.org
PARA SABER MÁS, VER:
HIS-ESP-XIX-ISABEL II

BIBLIO/WEBGRAFIA:

mundohistoria.org
José Luis ComellasIsabel II. Una reina y un reinado, Ariel. Barcelona, 1999
Juan G. AtienzaIsabel II: la reina caprichosa, La esfera de los libros. Madrid, 2005

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